diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Nunca vi Los inundados de Fernando Birri. Estimo que el valor de documento prescinde, o puede prescindir, del artístico. Supongo (ni se me cruza por la cabeza verla para confirmarlo) que fue una propuesta neorrealista con intenciones críticas. Realismo y regionalismo van de la mano: la película se basó en un cuento de Mateo Booz, de título homónimo. Hace unos años, la editorial UNL publicó los cuentos completos en dos agradables volúmenes. La clasificación es temática y orográfica: Ciudades, Pueblos, Islas y Campos y selvas son las cuatro categorías en las que se distribuyen los cuentos. Los he frecuentado, parcial, distraídamente. Entiendo que, para la mirada exótica, vale decir, porteña, a la que siempre atiende toda literatura regionalista argentina, la distinción entre ciudad y pueblo es impertinente. Tampoco se comprende bien lo de selva: más correcto habría sido hablar de Campos y sembradíos [de soja ahora]. La selva es una interpolación horaciana. Busco al azar el comienzo de uno de esos cuentos y encuentro la toponimia Santa Rosa. Tiene que ser Santa Rosa de Calchines, es decir, el desenlace del camino de la costa, después de transitar Colastiné, Rincón, Sauce Viejo y antes de llegar a Cayastá, Santa Fe la Vieja. Ahí no hay selva. Salvo que sea Santa Rosa de Lima, un barrio popular de la ciudad de Santa Fe. Si así fuera, la selva tendría una connotación antipática, sociológica, sarmientina.
El cuento, además de divertido, posee su mérito, y también una ambigüedad que obliga a interrogar por qué pudo haberle interesado a Birri.
Una situación realista, atrozmente referencial, lleva a los protagonistas a una aventura inverosímil. Abusando del Kafka de Borges, podríamos encontrar rasgos airanos en “Los inundados” (dicho sea de paso, fui buscar a Mateo Booz al Diccionario de autores latinoamericanos, relamiéndome por anticipado con la malevolencia airana; me sorprendí, y decepcioné, al comprobar que lo trataba con insólita benevolencia y, especialmente, que hablaba muy bien de “Los inundados”; ahora creo entender por qué; como buen borgiano, Aira exagera los méritos de los relatos que pueden parecérsele). Incluso podría decirse que Booz se queda corto: debería haber expandido esa idea tan buena y extenderse en la aventura fantástica, o maravillosa, de ese vagón viajando por la llanura hasta Córdoba. Calculo que será lo que hace Birri.
En Boyhood, la última película de Richard Linklater, un niño le pregunta a su padre si “hay magia en el mundo” y precisa: los duendes, las hadas, todo eso. El padre le contesta admirablemente: “¿Por qué pensás que un duende es más mágico que, por ejemplo, una ballena? ¿Si yo te contara que existe en el fondo del mar un mamífero gigante que usa el sonar y canta canciones y que es tan grande que su corazón es del tamaño de un auto y que podés caminar por sus arterias? ¿No pensarías que es mágico?” [El padre es cool, toca la guitarra y maneja un Pontiac, lo que hace más sugerente su respuesta] El corolario se sacó hace rato: la realidad no tiene la obligación de ser verosímil, solo su relato.
En El limonero real, de Saer, un grupo de beodos, en el mediodía estival de la costa santafesina, compiten por establecer cuál de todas fue la más grande de las inundaciones que sufrió la zona. La cerveza y el río, parece, son los dos elementos de color local que definen la región, y el exceso de uno y de otro, sus tragedias cotidianas. Uno de los borrachines, que da la lata con que el abuelo las vivió todas, y por lo tanto tiene la verdad de la experiencia, se lleva la palma en esa discusión bizantina que se dirime con ejemplos cada vez más descabellados: en tal inundación, el agua subió tanto que las vacas quedaban enredadas en las copas de los árboles y ahí morían, ahogadas. Años después, uno podía ir caminando por la isla y descubrir, colgadas en lo alto de los árboles, las osamentas, intactas, que habían quedado luego de la putrefacción del cuerpo, milagrosamente enganchado después del restablecimiento del cauce. Publicada en 1974, se sabe que el título que Saer le puso a la novela era una provocación. La realidad no es ni realista ni maravillosa ni mágica ni un carajo: es real, inverosímil y atroz.
Lo ambiguo del cuento de Booz, o directamente lo antipático, es que los pobres habitantes de la Boca del Tigre (dicho sea de paso, me enteré de que ese lugar se llamaba así leyendo otro relato de Saer sobre la inundación, o mejor dicho “el” relato de Saer sobre la inundación, “A medio borrar”) se sirven de la circunstancia de la catástrofe y pretenden disfrutar de la pereza aprovechando el consabido marco de beneficencia. Pero no solo eso: el narrador afirma (ni siquiera insinúa) que el protagonista, don Dolorcito, ya gustaba antes de trabajar poco y prefería su situación de pobreza, o de escasez, en la Boca del Tigre, mientras pudiera mantenerse en la holgazanería. Por lo demás, el cuento tiene un tono desopilante, de farsa. Ignoro si David Viñas escribió sobre este texto, voy a buscar el dato. Seguramente, lo habría demolido como corresponde. Hablo de Viñas para resumir el punto.
Mi perplejidad se entiende: ¿por qué Birri lo utilizó para hacer una película supuestamente de crítica social si el argumento de Booz se parece demasiado al de los que hoy en día critican los planes sociales diciendo que la gente no quiere laburar? Y a propósito de Santa Fe, ni qué decir que también se escuchó que la inundación fue una bendición para los humildes que se inundaron (solo los humildes se inundaron). Desde este punto de vista, el cuento es increíblemente visionario.
Mateo Booz, nuestro Kafka de la Pampa Gringa.
(Actualización mayo - junio 2016/ BazarAmericano)