diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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A pocas líneas del comienzo del capítulo V de Potpourri de Cambaceres, leo: “La escena era un wagon del ferrocarril del Sur, momentos antes de que saliera el tren en que me iba a pasar ocho días con mi amigo y su mujer”. El escéptico narrador ha aceptado la invitación de Juan, que lo quiere testigo, en Los Tres Médanos, de su nueva felicidad conyugal. Malestar:
¿A asunto de qué, quién me metía en pellejerías, de cuándo acá, comodorro por instinto y convicciones, pegado a mis costumbres como una estaca al suelo, daba al traste con mis principios y me lanzaba en una vida de aventuras?
La lectura libra una batalla interna entre su avidez imantada por el avance lineal (en lo que el digresivo primer Cambaceres, felizmente, mucho no ayuda) y un pequeño accidente, un escollo en su marcha: comodorro. Al principio, el deseo de recuperar el acontecer del tren, ámbito privilegiado de tantos relatos del siglo XIX y después, puede más. Pero la palabra rara persiste como un zumbido molesto que pide demorarse en su dilucidación.
El apego a lo conocido y previsible intenta reponer la forma comodoro. Nada que ver: la frase es del todo ajena a los escalafones anexos a la actividad náutica.
Por el lado de los diccionarios, empezando por los que están en línea, nada. ¿Argentinismos, americanismos, jergas, argots? En mi módica colección, nada. Consulta urgente a Oscar Conde, cuya biblioteca lexicográfica es considerable. Tampoco. Posibilidad incierta, atajo fácil: ¿un lapsus de autor o de tipógrafo? Tengo la segunda edición de Biedma, de noviembre de 1882, donde han sido corregidas unas pocas erratas que el editor ya había detectado en la primera, del mismo año, ¡apenas un mes antes! La palabra está allí, intacta. Además, y esto no es fácil de argüir: algo me dice que tiene que ser, nomás, comodorro.
Recurro (todo es más o menos simultáneo, no tan sucesivo como en esta crónica de un desconcierto) a un doble paradigma biodigital: mis intuiciones y asociaciones de hablante, el buscador bobo de Google. (Pero Google puede usarse como enciclopedia o como indicador antropológico o estadístico, para lo cual sus datos, aunque no infalibles, son muy reveladores.) Los neurotransmisores no se toman demasiado trabajo: comodorro: cómodo, modorro. ¿Un neologismo por amalgama léxica, suerte de acrónimo que apunta hacia la acedia, nombre prestigioso de la fiaca? Intuitivamente, me inclino más bien por presumir un procedimiento más elemental y más socorrido: una paragoge de la forma masculina del adjetivo cómodo-da por adición del sufijo –(o)rro, que introduciría, según algunas gramáticas, matiz despectivo o diminutivo (abejorro, cachorro, machorra –en infame crueldad de género del idioma–). La lengua ensaya y alterna todo el tiempo estos procedimientos de expansión y de contracción, y a veces sobre una misma raíz, creando lo que podría llamarse “efecto fuelle”. Buenos ejemplos del lunfardo, siempre atareado: atorrante da, por contracción (en aféresis) rante; rante deriva, por expansión (en paragoge) rantifuso; boludo se contrae en bolas (de preferencia, tristes); bolas, ya ampliada sintácticamente con la tristeza, se expande ahora morfológicamente en bolastrún.
Suelo socializar mis dudas. Conde avala la hipótesis de paragoge. Emiliano Sued me recuerda la voz tintorro, para un vino poco presentable, y el parentesco del sufijo -orro con -orrio (villorrio, vejestorio), remitiéndome a una entrada de Wikipedia. Pienso en grandes creaciones hedonistas como vidorria - vidurria, que problematizan hasta deconstruir la modorra monosémica peyorativa del sufijo. Por suerte, la lengua (tan viperina) contiene su propio antídoto.
Google reacciona, de entrada, igual que mi primer instinto conservador: digito los nueve caracteres y hago clic. No creería la declaración jurada del programa: “Cerca de 9.570.000 resultados”, si no fuera porque abajo aclara: “Se muestran resultados de comodoro”. Ah, bueno; así no vale. Por eso, acepto expectante (y, faltaba más, interactivo) la inmediata propuesta cordial: “Buscar, en cambio, comodorro”. Clic, y “Cerca de 620 resultados”. Este ya es otro contar. Sin embargo, el buscador, terco, me incita a un pentimento que retorne al nido del lugar común: “Quizás quisiste decir: comodoro”. No, no quise, gracias igual. Me interno (un poco) en la nueva lista para comprobar, frustrado, cuántos gringos escriben, con displicencia, “Comodorro Rivadavia”, “Hotel Comodorro” (de La Habana) o “Comodorro Py”. Salteo sin pena los deletreos silvestres en twitter, hashtag, flickr, cuyo cualquiercosario carece de la alegría libertaria del nonsense.
Perdido, derivo hacia la necesidad de comprobar un pálpito, y pongo, en el cuadro de búsqueda, “comodorro por”, es decir, tomo algo del mismo sintagma de Cambaceres. Ya está: solo tres resultados, y los tres corresponden a Potpourri, digitalizado en los portales Cervantes Virtual, Biblioteca Virtual Universal y Proyecto Biblioteca Digital Argentina (Clarín). Típico: hallar lo que uno ya tenía antes de buscar, temiendo que no haya nada más. Pero eso, en lugar de provocar decepción, tiende a orientarnos hacia una conjetura. ¿Y si comodorro fuera una exclusividad verbal del idiolecto de Cambaceres, la ostentación de una poética que de pronto genera su propio anclaje lingüístico?
Debo interrumpir la indagación de esta pista para dar cuenta más acabada del problema original.
Vuelvo, entonces, al fragmento del capítulo V. Hasta ahora, no vamos tan mal. El narrador se lamenta porque, pegado a sus costumbres, dice, “como estaca al suelo” (o sea, sedentario y quedado: cómodo, comodón, comodorro), comete el desatino de aceptar la invitación de su amigo para lanzarse a la incomodidad, a la que llama (hipérbole de perezoso) “aventura”.
Va queriendo. Pero.
Es que sigo leyendo y llego… Se darán cuenta: asigno continuidad a lo que es resultado de un fichaje previo. No le hace. El problema ya se había presentado en una primerísima y vieja lectura, que dejó, entre muchas otras, dos marcas en las márgenes del libro: la de la primera cita y la que viene ahora. Y llego (decía) al capítulo XXIV. Allí, una vez más, la acción, bastante raquítica, de la novela, se ralenta. En el XXIII la voz del narrador se había superpuesto a su escritura epistolar: todo el capítulo es la carta que ha escrito para dejar su rol de observador e intervenir demiúrgicamente en la trama (vamos a transigir con el adjetivo) adúltera que venía descubriendo. Pero el relato, en el capítulo siguiente, de la entrega de la carta a María, se posterga largamente por una digresión sobre dos instituciones, el brindis y la visita, para las que se declara especialmente inepto, lo que abre la evocación de la serie de mocos y tropiezos que cometió veinte años atrás, visitante juvenil en casa de una familia amiga, y que incluyen esta situación:
Había transcurrido apenas un momento, cuando tomé un olor muy feo.
Lo primero que se me puso, fue achacarle la culpa a don Pepe que estaba sentado a mi izquierda, por lo de que los viejos suelen ser medio comodorros y también medio sinvergüenzas.
Las sospechas se disiparán, para mal, cuando comprueba, al regresar a su casa y sacarse las botas, que él ha sido el portador de la causa del hedor, maldiciendo “de los perros canallas que hacen sus necesidades en las veredas”. La anécdota, que podría arrojar luz sobre el núcleo problemático de la novela, nos retiene por ahora en lo que concierne a la atribución de culpas a don Pepe, por eso de “que los viejos suelen ser medio comodorros y también medio sinvergüenzas”.
Si quisiéramos atenernos a la primera inferencia a propósito de la irrupción inicial de la palabra problemática en Potpourri, deberíamos forzar un poco la cadena causal. El narrador, el vago, cuando joven, atribuye el efluvio pestilente que invade la sala a “la voz del ojo que llamamos pedo”, para decirlo con la imagen de Quevedo. Y su agente habría sido el dueño de casa: sinvergüenza, claro, por peerse en público; ¿y comodorro? Un poco por lo mismo: por no haberse tomado el trabajo de hacerlo afuera o en el retrete.
Hum… Podría ser, pero también suena a interpretación de quien no quiere dilapidar el esfuerzo previo, manteniendo una hipótesis en crisis. Pero ahora, la palabra no dicha por el narrador, la palabra latente pero fuerte como el tufo que joroba las pituitarias del visitante y sus vecinos (copio los términos en estilo indirecto), puja por trepar al análisis, juntando pedo con comodorro, de lo que resultaría pedorro.
Esta otra hipótesis no descarta la anterior, no la malogra, pero la hace un poco conspirativa. Postulada así como invención de Cambaceres, ¿la primera aparición de comodorro habría tenido la función proléptica de instalar un neologismo autoral para que doscientas cincuenta páginas después actúe tenue o vagamente en la memoria del lector, naturalizando el desplazamiento del sobreentendido pedorro por el ahora eufemístico comodorro?
Este remedio de una hermenéutica filológica paranoica puede ser peor que la enfermedad inquisitoria que le dio lugar, pero nos hace admitir, por otra parte, que, como posible neologismo del autor de Potpourri, la voz cumple con el programa tutorial de formación de palabras anexo en el kit la lengua: la adición al radical cómod- del sufijo -orro.
Ahora bien: en la historia de la lengua es temerario postular una ocurrencia única. Me falta la erudición necesaria para defender la originalidad de Cambaceres y, aunque herramienta formidable de búsqueda cada vez más y más enriquecida en su repositorio, internet mantendrá grandes lagunas respecto de la quimérica totalidad de fuentes escritas, y océanos no navegables respecto de las inaprensibles fuentes orales.
Movido, por última vez, por esta preocupación, insisto al azar con algunos de los seiscientos veinte resultados de la pregunta por la palabra que acicateó todo el viaje. Con algún temor, compruebo que la cifra crece en medio de la pesquisa: ahora son “Cerca de 1.130 resultados”. ¿Mi sola busca estará estimulando la multiplicación de su objeto? Y suma (pero veo que es ilusorio) “alrededor de 310 resultados” si pongo solo la terminación de femenino. De todos modos, el tedio y la paciencia tienen premio. En atribuciones que abarcan el campo semántico de la indolencia y la pereza, el adjetivo aparece empleado cuatro, cinco, seis veces, y paro ahí. Apenas unos ejemplos tomados de foros y de blogs.
Una novia: “Yo la verdad es que no estoy haciendo ni dieta ni ejercicio... estoy en plan comodorro!! Jajaja”.
Una joven madre vasca se autocritica en su actitud hacia el bebé: “Y duerme en la cuna por mi propio egoísmo, porque soy muy comodorra”.
El usuario de un navegador que se acomoda fácilmente a su modalidad confiesa, tautológico: “soy un tipo comodorro”.
Una cajera de supermercado hace una tipología implacable de clientes: “Tipo 1, el comodorro. […] Es el que te deja la cesta encima la mesa y aunque tengas una cola de 10 personas se niega a sacar las cosas de la cesta, ya que para eso estás tú”.
Concluyo mi humilde lista, de llamativa exclusividad ibérica.
Cada tanto, las publicaciones especializadas nos sorprenden con el descubrimiento (palabra de un antropocentrismo irritante) de una nueva especie animal o vegetal que había pasado desapercibida para la observación científica y sus taxonomías, para la expansión territorial de los imperios o para la devastación ecológica global hecha sub specie humanitatis. Uno no sabe si alegrarse por la tenacidad de la vida o entristecerse porque su nueva manifestación no hace más que ponerla en peligro.
La emergencia de comodorro suscita una sensación similar. Desde Potpourri a la cajera del autoservicio, hace pensar en una existencia más o menos secreta, larval o limitada a un porcentaje bajo de hablantes; una existencia continua o interrumpida, propiciada por la posta generacional o sometida a los vaivenes y accidentes de su omisión o su resurgimiento ocasional, resultado de una memoria impersonal, una memoria del dispositivo, o bien una práctica posibilitada por el instructivo de uso y funcionamiento. Su ausencia de los diccionarios testimoniaría esa limitación o ese secreto, y la resultante distracción lexicográfica y académica, que habría mantenido la voz en una suerte de virginidad de paraje o isla sustraídos a la toponimia. Cambaceres podría haber sido el primero en escribirla (suposición sujeta a la verificación de lecturas más exhaustivas) y nadie, hasta ahora, posiblemente ni el propio Cambaceres, habría reparado en el carácter de esa operación. ¡Bravo por ese gran experimento con el estado de la lengua en los 80 del siglo XIX que es Potpourri!
Temo formar parte inconsciente (nadie sabe para quién trabaja) de la red de captura de una palabra algo feúcha y por lo demás no muy inocente. Pero confío en que, pese a todo, en el inmenso universo digital al que se ha asomado discretamente, siga libre o pueda liberarse. Y si no, ahí seguirán dormidas o intermitentes otras palabras, decenas de miles, que burlen la manipulación, el mercadeo o el corsé de diccionario.
Así trabajan, después de todo, las jergas resistentes.
(Actualización marzo – abril 2016/ BazarAmericano)