diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

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Olor a escuela
Este no es el lugar. Sobre las prácticas de escritura en las carreras de Letras

El hecho de que la Junta Departamental de la Carrera de Letras de la UBA haya establecido como área de vacancia para la oferta de seminarios de grado “Escritura creativa” o que estudiantes preocupados por el cambio de Plan de estudios estén organizando una jornada para discutir sobre el lugar de la escritura creativa en la Carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata, actualiza un debate que recorre varias décadas. En un texto publicado en el año 1988, y vuelto a publicar por el Fondo de Cultura Económica en el libro Escritura e invención en la escuela, Maite Alvarado describía:

“No es el lugar” suele ser el argumento para desalentar a los novatos que esperan de la carrera de Letras alguna formación escrituraria. Ingenuamente algunos se preguntan cuál es entonces ese lugar. La respuesta flota en el ambiente: el lugar no existe, a escribir no se aprende.

Maite había formado parte del grupo fundador de GRAFEIN, un colectivo que bajo la égida de las teorías telquelianas y posestructuralistas ya circulantes en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA durante la breve primavera democrática de los setenta, se había animado a construir una modalidad de trabajo colectivo de escritura que polemizaba con los que irónicamente GRAFEIN llamaba “salones literarios” y que eran los talleres coordinados por escritores, de costosa matrícula, a los que algunos y algunas asistían para obtener allí la sanción esperada, una suerte de consagración literaria de taller. Por el contrario, GRAFEIN partía de la idea de trabajo textual y pivoteaba sobre la estrategia de la consigna como poderoso pretexto incitador de la producción. Que la cátedra de Noé Jitrik, Jorge Rufinelli y Josefina Ludmer haya sido la usina de provisión teórica para el desarrollo de la propuesta de GRAFEIN y el hecho de que estas “apropiaciones” posibles de la teoría hayan realizado un recorrido tan productivo en diversos ámbitos ajenos a la institución académica invita a una reflexión acerca de los “usos” posibles de la teoría, más allá de sus productividades en la investigación, en la crítica y en la enseñanza, y acerca de la permeabilidad y/o de las restricciones que la academia impone a sus propias prácticas posibles. Vistos del lado de la creatividad, en clave más o menos romantizada, o del lado de la enseñanza, acaso como una práctica “menor”, los talleres de escritura no han venido reconociendo buena prensa en los espacios de formación en Letras.

Aquella situación que describía Maite Alvarado en la cita aún encuentra manifestaciones en dichos que, a modo de advertencia, siguen pronunciando colegas que son referentes innegables en la formación de nuestros alumnos: “el que se haya inscripto en esta carrera porque quiere ser escritor, debe saber que acá no se forman escritores”. Sin duda, desde el punto de vista institucional, es esta una verdad casi de Perogrullo pues no hay título posible de escritor que otorgue la academia. Lo discutible de esa advertencia es el hecho de que en su valor performativo pedagógico, parece operar como inhibitoria de prácticas posibles incluso de aquellas que se producen más allá de la esfera de influencia de la institución: no es un dato para nada desconocido, es algo que sabemos los profesores, que muchos jóvenes estudiantes de Letras que aspiran a ser profesores y/o licenciados, son a la vez escritores clandestinos de diversidad de textos, géneros y poéticas. Y acaso no tan clandestinos a la hora en que participan de distintas formas de socialización, grupos de lectura, eventos en los que se presentan producciones en los que a veces se cruzan productivamente otras prácticas estéticas como la música, o los lenguajes visuales y audiovisuales (tal el caso de los videopoemas), publicaciones impresas, (plaquetas, pequeños libros) o virtuales como espacios de producción, publicación, difusión, lectura y donde los recursos de la multimodalidad hacen también su aporte. La pregunta a hacerse es si estas manifestaciones, estas prácticas culturales que involucran a la cultura escrita, establecen o no alguna relación con los recorridos de formación, con las zonas de intercambio posible en el marco de nuestras carreras de Letras y si lo hacen, en qué sentido esos saberes culturales podrían generar un ida y vuelta interesante con los saberes institucionalizados, con los saberes “clásicos”. Durante algunos años (2007 a 2009), en la Cátedra Didáctica de la Lengua y la Literatura I del profesorado en Letras de la Universidad Nacional de La Plata, dedicábamos algún tiempo del inicio de la cursada a indagar acerca de prácticas de lectura y escritura de las que nuestros alumnos eran protagonistas por fuera de la carrera tensionando entre un posible canon de lecturas de las formación académica y un canon más o menos provisorio al que podríamos denominar “canon literario escolar”. Un juego de representaciones en el que por fuera de esos polos se ubicaban los otros textos, objetos de lecturas y escrituras, que formaban parte de la experiencia cultural de cada estudiante: un espacio impredecible y de gran interés para conocer ese sujeto letrado “nuevo” que circula por los claustros.

Volviendo al taller de escritura, la pregunta a explicitar y sobre cuya respuesta recaen los más variados prejuicios es si efectivamente se enseña a escribir y si se enseña a escribir textos ficcionales. O si, por el contrario, escribir ese tipo de textos es una facultad reservada a ciertos sujetos particularmente dotados para ese tipo de escritura, o más aún, si es una facultad propia de aquellos que estudian Letras, naturalizando así el vínculo posible entre esa práctica y la formación elegida y ofrecida. Si acordamos en superar la consabida advertencia de que en las carreras de Letras no se forman escritores, nos sería posible imaginar –como lo hicieron Grafein, Alvarado, Pampillo, Bratosevich– diversidad de dispositivos para invitar a los estudiantes a producir escritura de textos de ficción. Y ratificar de este modo que es posible enseñar a escribir, de que es posible acompañar procesos de producción de textos ficcionales, de que es posible realizar intervenciones en los textos de otros a partir de la lectura y el comentario. Y que es posible darle formato institucional a esta práctica.

Vale aclarar que esta tradición de trabajo con textos ficcionales se diferencia de las líneas más actuales que vienen reconociendo alguna presencia en los ámbitos de universidades y de institutos terciarios que son los talleres de escritura de textos académicos. Por su carácter remedial, inmediatamente práctico pues se trata de orientar a los estudiantes en la escritura de monografías, tesinas y otros textos de la escolarización académica, estos talleres parecen no ofrecer resistencias culturales como las que sí se oponen a los talleres de escritura ficcional.

Un poco más allá podríamos preguntarnos por el tipo de saberes que se ponen en juego a la hora de producir textos en el ámbito de un taller y que en principio se identificarían como unos ciertos saberes prácticos acerca de procesos de producción, acerca de las decisiones que se va tomando en la escritura de un texto de ficción. En el juego de intercambios que se manifiestan en el taller se producen una serie de saberes acerca de los procesos de la escritura, un cierto discurso meta-escriturario, lo que se ha llamado en algunos casos, el protocolo de la actividad de escritura o esa toma de conciencia autorreflexiva que, por fin, habrá de impactar positivamente en el texto escrito como resultado final.

Saberes entendidos como saberes prácticos que el coordinador de taller construye a medida que ejerce su oficio y que darían lugar a una cierta teoría de la práctica de escritura propia de cada estilo singular de “hacer taller” pero además otros modos de apropiación de los saberes teóricos sobre las convenciones de la ficción, de los géneros, sobre los estilos y las retóricas singulares de determinados textos. Y es en este punto donde el taller de ficción establece relaciones con saberes específicos que reconocemos habitualmente como saberes propios de las carreras de Letras pero que han sido retomados en diversas propuestas de taller. Saberes de la narratología, de las teorías posestructuralistas, de la retórica, de la poética, saberes literarios al fin, son los pivotes donde se apoya una conversación posible acerca de las producciones en taller.

Algunas experiencias ya desarrolladas institucionalmente en carreras de Letras como las de Mario Murphy en la década de los noventa en la Universidad Nacional de la Patagonia, la iniciada en la misma década y que continúa en la Universidad Nacional de Mar del Plata, a cargo inicialmente de María Adelia Díaz Rönner y Ana Porrúa y la iniciada por Alcira Bas en el Profesorado Universitario en Letras de la UNSAM en el año 2011 y que hoy continúa Romina Colussi, a las que les podríamos sumar otras experiencias en profesorados de Letras de nivel terciario de todo el país han venido demostrando que es posible la escritura en Letras, que basta con desentenderse del prejuicio de que aquí no se forman escritores, para desencadenar la productividad de una práctica que parece estar buscando un lugar posible en las experiencias de formación en las carreras de Letras.

Actualmente, en el segundo cuatrimestre de 2015, estoy coordinando, como parte de mis tareas como profesor titular de las cátedras de Didáctica de la lengua y la literatura de la Universidad Nacional de La Plata, un taller de escritura de textos de ficción, al que asisten cada sábado unos diez alumnos. En estas sesiones de taller (a las que concurren en calidad de invitados Alcira Bas y Sergio Frugoni) el ponerse al escribir desde un primer momento fue el desafío inicial, desde breves textos, relacionados con usos de la lengua en la cotidianeidad que pueden ser sometidos a procesos de transformación hacia lo ficcional, hasta la lectura de cuentos de autores de diverso origen que son leídos y analizados en clave de sus modos de estar escritos, de las estrategias que despliegan, de las decisiones de escritura que en ellos se evidencian. Pero también, por encima del taller, se presenta la discusión sobre la escritura en la institución, la revisión de las posturas dominantes y las emergentes, el conocimiento acerca de experiencias ya institucionalizadas como es el caso del Taller de expresión escrita de la Carrera de Comunicación de la UBA, inicialmente cátedra Pampillo-Alvarado de la que Alcira Bas ha formado parte. También, con resultado a analizar, parte de las tareas del taller se desarrollan en el espacio del campus virtual, donde los textos se editan, se publican y se comparten.

¿Cómo se desarrolla un taller? ¿Cuáles son los “contenidos” de su programa? ¿Cómo se desarrollan las clases-sesiones de taller? ¿Cómo se articulan los saberes teóricos con las prácticas de escritura propuestas? ¿Cómo se comentan los textos? ¿Cómo se evalúa en taller? Son algunas de las preguntas acuciantes que surgen del interés de los estudiantes y que coinciden con las preguntas que han surgido en la tradición de los talleres y en las líneas de investigación que sobre esta práctica se viene desarrollando.

Acaso una nueva tradición de saberes, un área de vacancia en proceso de desarrollo, tanto en docencia como en investigación, un autores y una bibliografía de referencia, un campo emergente al fin debería ser ya reconocido como parte de nuestras discusiones y nuestras prácticas de formación de profesores y licenciados en Letras.

 

 

(Actualización noviembre 2015 - febrero 2016/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646