diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Diseño

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fono/gramas
hum y humo

La historia se ha contado un millón de veces, pero va de nuevo, para otra cosa. Fue una noche de diciembre del 71, en el Casino de Montreux, durante el concierto que daba Frank Zappa con The Mothers of Invention. Tan solo una semana después, Zappa sufriría aquel terrible accidente en un recital, en Londres, que le dejaría graves secuelas. Pero en Suiza fue distinto. “Un idiota con un lanzador de bengalas” (traduzco la canción alusiva, y qué mal suena el verso en nuestros oídos en esta parte del mundo) ocasionó el incendio del casino y una estampida caótica que, bueno, esa vez no produjo víctimas graves. Ian Gillan, Jon Lord y compañeros de formación estaban allí: por Zappa, pero también porque al día siguiente Deep Purple debía grabar, en el mismo lugar, su próximo disco.

Tras el desbande general, el grupo se habría instalado primero en el teatro Pavilion, luego en el desierto Grand Hotel. Seguramente desde una ventana del primero, a orillas del lago de Ginebra, el espectáculo (sin horror, sin muertes, un siniestro puede estetizarse) sería deslumbrante. Las llamas contra el cielo y ya no, tanto, quizá, reflejadas en el agua, porque una enorme columna de humo lo cubría todo. Dicen que el bajista Roger Glover, entonces o muy poco después, garabateó sobre un papel: “Smoke on the water”; que Ian Gillan leyó, y que a partir de ahí una cosa llevó a otra. La imagen alucinante no derivó en delirio sino en una crónica rimada del acontecimiento, acoplada enseguida con un tema que venía rumiando el guitarrista Ritchie Blackmore, en el que descollaba un riff que habría de transformarse en un emblema universal del heavy metal y del rock en general.

Las sesiones que debían realizarse en el Casino se harían en el camión de grabación de los Rolling Stones. Y así, en el disco planeado, Machine Head, se infiltró, como pista menor, la nueva canción suscitada por el accidente. En realidad, la novela de origen de Smoke on the Water, muy difundida y multiplicada, con variantes menores, no es más que la ampliación de lo que declara (con algún fastidio, tirando al desgano, nada especialmente enfático: no está mal) la letra del propio tema.

De manera que la estúpida bengala no llevó a una tragedia, sino a cuantiosos daños materiales y a contratiempos diversos, pero sobre todo a Smoke on the Water. Detalles bautismales: Gillan canta “Funky Claude was running in and out / Pulling kids out the ground”, y el muy afectuoso adjetivo queda adherido al nombre del rescatista voluntario: Claude Nobs, el factótum del Montreux Jazz Festival, cuya voz inicia, como presentador, el memorable disco de Bill Evans grabado en vivo tres años antes: “Mesdames, Mesdemoiselles, Messieurs: on drums, Jack De Johnette!  (aplausos), à la contrabasse, on bass, pour la première fois en Suisse, Eddie Gómez! (aplausos)…”

 

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 Es difícil prever un gran éxito y es difícil, también, explicar sus razones. ¿Cuánta gente sigue paso a paso la letra de Smoke on the Water? Es probable que la cifra sea pequeña, comparada con la de quienes incorporaron las doce notas del riff de Blackmore –que, desde ya, no se canta, sino que sirve de introducción, intermedio entre estrofas y cierre– como ostinato de parte de sus vidas, como señal identitaria, como paisaje sonoro. Abundan las anécdotas de iniciación de generaciones de guitarristas con ese introito, y también las de desesperación de los vendedores de instrumentos ante la elección, monótona hasta el hartazgo, de la consabida secuencia, por parte de tanto comprador, para probar la guitarra y para probarse en ella.

Eso, claro, y el repetido tarareo.

No.

No tarareo. Tarareo no.  Tarareo es una palabra del todo inadecuada para nombrar lo que se hace en este caso al reproducir, con los instrumentos que provee la fisiología humana, el ya clásico fragmento. La inadecuación, la insuficiencia se espejan en la propia construcción del objeto verbal, y en su contraste con el carácter de lo que se intenta mimar. Ta-ra-rear, con su abierta amplitud vocálica, parece la técnica vocal apropiada para muchos tipos de canción: por caso, la tarantela de Rossini, “La danza” (la ta-ran-tel-la, ¿no?). No solo puede tararearse (o mejor, lararearse) sino que exige el larareo hacia la mitad del tema y en el final. Explícitamente: “La la ra la ra / la ra la la ra la ra”. Está en la letra. Y tarareo (para regocijo de Cratilo) contiene en su factura la materia que designa.  Onomatopéyicamente, tarareo tararea. Eso sí: en seco, sin música, pero por eso mismo de una manera tan general y abstracta, tan virtual y no afincada en ningún tema, que encierra todos las realizaciones posibles. Posibles, claro, dentro de lo tarareable. Y su fuerza de emisión replica la alegría casi eufórica que exigen composiciones como “La danza”, cuyas repeticiones ya amagan desamarrar las voces del muelle semántico para instalarlas en la plenitud de su vibración: Frinche, frinche, frinche, frinche, / frinche, frinche…”. O en la napolitana Funiculì, funiculà, de Luigi Denza, donde la fiesta por la inauguración del primer ascensor en pendiente del Vesubio se desfuniculariza para jugar con otra fiesta: la pura sonoridad.

En castellano, el sistema léxico que cubre esta materia se cierra pronto con una rudimentaria división del campo entre tararear y canturrear que, para colmo, los diccionarios no terminan de discernir bien. En esto, de nuevo, la solitaria María Moliner gana, a fuerza de trabajo, escucha y sentido común, a la colegiada competencia de la obra secular de la Real Academia, porque precisa, respecto de la primera: “Cantar (una canción) en voz baja y sin pronunciar las palabras, a veces sustituyéndolas por sílabas como ‘ta’ o ‘ra’ en cualquier orden”. El equívoco, aquí, está en lo de la voz baja, matiz sémico que viene por contaminación con canturrear, como ocurre, pero peor, con la definición del DRAE: “Cantar entre dientes y sin articular palabras”. Lo demás, en M.M., está muy bien. Pero ¿los reales académicos piensan en lo que escriben, lo discuten, lo votan, hay dictámenes por minoría? ¿Ninguno pensó en la construcción morfoléxica de ta-ra-rear? ¿Ninguno se frustró intentando emitir ta o la entre dientes? O, de última, ¿no consultan su propio diccionario, donde en tarara reconocen el origen onomatopéyico, definen “loco” en segunda acepción y en la primera reenvían a tararí, con el mismo reconocimiento, dando expresión de burla en primera acepción y “toque de trompeta” en la segunda? (no sé: yo habría invertido el orden, pero vaya a saber…). En cuanto a canturrear, las coincidencias son mayores: “Cantar con poca voz y descuidadamente” (para Moliner) y “Cantar a media voz” (RAE), y parece evidente, de nuevo, que fue de aquí desde donde se coló la voz baja y el entre dientes de las entradas de tararear.

Si, por el lado del castellano, está faltando un anclaje léxico y fónico específico para una emisión más íntima de la melodía, por el del inglés lo que se extraña es, justamente, una precisión léxica del tarareo. Se entiende: lengua fuertemente consonántica y con tendencia monosilábica, su hum recurre también a la imitación onomatopéyica para nombrar esa forma humana, más bien nasal, de reproducir las melodías, algo que canturrear, con su infijo de matiz aspectual iterativo y/o diminutivo, no logra trasuntar. Tarareo y humming no podrían ser, cada uno, más característicos productos de sus propias lenguas y su modo de capturar el mundo significante, capturándose en el mismo movimiento. Por eso, el ecumenismo en la mimesis musical del lenguaje (mejor: en la mímesis lingüística de este tipo de musicalización) lo aporta el alemán, con su bifurcación, igualmente onomatopéyica, entre trällern y summen

 

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 Imposible entonces –o, más bien, ridículo–, decía, tararear Smoke on the Water. O Paranoid, o Sympathy for the Devil, o Divina TV Führer: el repertorio repele esa práctica. A menos que (y habría que considerarlo) se trate de una versión que apueste a la trasposición: una interpretación (performance + hermenéutica, como quiere Nattiez) provocativa.

¿Qué hacemos, en cambio, en el humming de Smoke? Nota marginal: traduciéndolos como los llamados “falsos amigos” –membrete cuya carga moral impide abrirse a posibles hallazgos poéticos–, diríamos: humear humo. El canturreo (hum…, y aquí es un hum interjectivo, castellano, de reticencia), el hum naturalmente amplificado se manifiesta en una operación espontánea pero bastante sofisticada. Consiste en abocinar los labios, pero no para pronunciar una u castellana (por rioplatense que sea), sino como para (supongamos) estampar un piquito virtual, un beso de confianza semierótica pero algo aséptico, mientras, adentro de la boca, lo blando percute contra lo duro –la parte apical superior de la lengua contra la zona alveolar y prepalatal– una serie de “uh, uh, uh / uh, uh, uh, uh” que, si parece oírse vagamente como “tu, tu, tu…” o, tal vez, “tum, tum, tum…” o, mejor, “chum, chum, chum…”, es precisamente porque la vía articulatoria de aquella percusión se parece demasiado a la de la t o a la de la ch, africando el paso de la columna de aire. Una parte de esa columna resuena poderosa y se nasaliza (de ahí la m de chum), en tanto que otra potencia su fuerza al pasar por el canal interlabial estrechado. Y acá algo importante: la percusión ocasiona una tormenta perfecta en su caja de biorresonancia, a la que mucho ayuda una porción de saliva pulverizada que, afuera, se percibe como una especie de fritura. El efecto resultante es un humilde símil orgánico del pedal de distorsión. Todo esto, créase o no, suena mejor si lo acompañamos con una gestualidad de manos y brazos: de un lado, sostenemos el mástil, con opción a algún deslizamiento por los trastes, mientras que del otro atacamos diversa pero enérgicamente con la púa sobre las cuerdas: todo invisible, pero a la vez visibilizado por contraste en los ritos de la ejecución. Una rama bio de la organología debiera dedicarse a estudiar en exclusividad estas formas cada vez más extendidas de toque: vanguardia no asumida, arte pobre de pobreza vinculable con la competencia del performer: una falta suplida con un exceso en el cultivo del karaoke gestual. El air guitar ya tiene sus competencias internacionales y sus ídolos pop. La guitarra de aire requiere un virtuosismo tan desmaterializado como plenamente físico y corporal.

 

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 Retrocedo a un humming más tenue y cotidiano, sin puesta en escena, pero de gran carga narrativa. Aparece en la primera y hasta ahora única temporada, de 2015, de la serie Better Call Saul, derivada de Breaking Bad, cuyo protagonista era el profesor de química (de enseñanza media) Walter White (en una impresionante composición de Brian Cranston), a quien una conjunción de circunstancias, empezando por un cáncer de pulmón, lleva hacia la elaboración de metanfetamina y a la vinculación con el núcleo de la actividad narco en New Mexico, donde será conocido como Heisenberg. Ahora el interés se centra en el picapleitos Saul Goodman, que se revelaba, en la serie madre, como un bribón formidable, astuto representante legal, con mucha calle y pocos escrúpulos, de Walt White y de su socio y ex alumno Jesse Pinkman.

Como dilatado racconto de la trayectoria de un personaje de la saga de Walt White, Better Call Saul nos presenta un pasado en el que asistimos a la formación de Saul y a sus primeros tropiezos en el ejercicio de su profesión: ni siquiera se llama así, y aun no sabemos cómo accederá al nombre por el que lo conocimos antes (o más bien después, si nos atenemos a la cronología de la ficción). Ahora es James McGill, pero este nombre de documento resulta extraño y casi irreconocible para el espectador, acostumbrado a que todos lo llamen Jimmy, o incluso a que algunos que lo conocen desde cachorro le recuerden (él mismo lo hace cada tanto, no sin orgullo) el apelativo de Slippin’ Jimmy –algo así como “el Escurridizo”. No es el único mote que ha cosechado (en una propuesta en la que los juegos onomásticos hacen lo suyo en la peripecia, ya desde el antecedente de Walter White / Walt Whitman / Heisenberg): el pulcro y siempre de buen tono Howard Hamlin, socio fundador del imponente estudio Hamlin, Hamlin & McGill donde Jimmy ha trabajando como cadete, gustaba llamarlo Charlie Hustle (como si dijéramos: José Bardo). La razón social del estudio requiere una ampliación, y es una historia en sí misma: el “McGill” que la integra no conduce, no podría conducir a la persona del Escurridizo; pero involucra algo demasiado cercano (con perdón de la asociación cantada: algo familiar, ominoso): se trata de Charles (Chuck) McGill, su hermano, abogado refinado, reconocido, prestigioso, un gran modelo de vida y de carrera para el descarriado Jimmy.

Si no vieron la serie y detestan el anticipo argumental y el aun más aguafiestas deschave del desenlace (el aborrecido spoiler), es el momento de dejar de leer. Ese deschave recibe una condena ética (¡eso no se hace!) pero más bien implica un fallido estético: no hay, parece, forma de hacerlo con gracia. Pero, al fin y al cabo, y sin contar con que vamos recién por la primera temporada, todo está declarado en el instante mismo del comienzo de Better Call Saul: primero, porque los que venimos de Breaking Bad ya sabemos en qué irá a parar todo, y los que no –y comienzan a sospechar que tienen un hándicap informativo respecto de los otros– se lo bancarán o intentarán subsanarlo cubriendo un bache de (nada menos) sesenta y dos episodios; y después, porque en los primeros minutos de presentación de la primera entrega de diez (melancólica, paranoica, en un triste blanco y negro) ya sabemos cuál será el futuro-futuro de Jimmy/Saul: lo que le espera en el tiempo que sigue a la conclusión de Breaking Bad. Refuerzo: ya en ese primer episodio, el reconocimiento del espectador es sacudido por la presencia de dos personajes secundarios pero fundamentales de la serie matriz: el narco Tuco Salamanca y el ex policía Mike Ehrmantraut. Por lo tanto, como en Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) y tantas otras, en la producción de Vince Gilligan y Peter Gould no importa el final, que es lo primero que se declara, sino los pasos, muchas veces en preciosos detalles menores, que han ido llevando inexorablemente hacia allí. Apenas me ocuparé de uno y, llegado el caso, tendrán muchísimos otros para rastrear.

 

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 Si Chuck se le instaura como modelo a su hermano menor, es porque, justamente, éste tiende a lo contrario: a una alegre irresponsabilidad, al ethos de la cigarra difamada de la fábula, a lo que quienes se concentran en el norte del éxito llaman extravío o disipación; a la gratuidad, a la jarana: al bardo. En cambio, Chuck McGill está bien parado; es seguro, expertísimo y erudito en lo suyo: no hay inciso de artículo de ley que venga al caso que no convoque; no hay fallo precedente ni latinajo ad hoc que se le escape. Pero esa idealización tiene mucho que ver con el hecho de que Jimmy depende sobremanera, en un desbalanceo de complicadas tensiones emocionales, del reconocimiento y la aprobación de Chuck; también, de su perdón, por todas las veces que ha debido sacarlo de los apuros hasta carcelarios a que lo ha llevado su ligereza. Entonces, emerge su veta de hormiguita laboriosa –siempre recurriendo al vocabulario y al universo proveedor de sentido de la fábula, no al planteo explícito de la serie–. Y así, durante sus años de cadete, apenas trasuntados en líneas de diálogo y en algún flashback, durante los cuales se ha transformado en un personaje popular y querible entre el personal de Hamlin, Hamlin & McGill, ha ido estudiando derecho en una universidad de segunda, en secreto y por correspondencia, hasta graduarse trabajosamente en el segundo intento. Cuando presenta esa ofrenda a Chuck, el shock del hermano es tan grande que, entre otras cosas, debe fingir su beneplácito para no defraudar las expectativas del oferente. Paréntesis: la función que desempeña la precisión sutilísima de las actuaciones en la eficacia narrativa de estos aspectos y contrastes es enorme: Michael McKean como Chuck y Bob Odenkirk (coguionista, en su momento, de Saturday Night Live), en el insustituible modelado, hasta la redefinición, del multifacético carácter del protagonista.

Es cierto que James McGill desea con todas sus fuerzas un lugar en el reconocimiento del célebre doctor Charles McGill (es decir, y hay que decirlo: en el sistema), pero desde muy atrás lo sigue convocando Slippin’ Jimmy. Y acá se le aparece, en distintas analepsis, el gordo Marco, su compañero juvenil de calaveradas, borracheras, estafas y trapisondas. En un bar de Chicago, una secuencia ilustra, en rápidos cortes elípticos, los distintos relatos del timo, en los que la creatividad de los socios no tiene límites, como tampoco el goce derivado de la improvisación sobre la marcha. Eso es vida. Podemos ver allí la versión hemisferio norte de nuestros cuentos del tío, no sin alguna alusión poética a un imaginario de hemisferio sur. Y si no, veamos: la parte equivalente a anticipos por el derecho a compra de terrenos inexistentes (o anegados) remite a un improbable príncipe heredero nigeriano, y se localiza en Uqbar. La forma en que el guión provee una coartada de justicia a tanta planificación malévola es que sus víctimas (el lunfardo los llamaría, con sabiduría, puntos), sin excepciones, son sujetos de codicia: los estafados tienen su merecido, en tanto creen que han hecho un negoción estafando a otros, lo que incrementa ejemplarmente su condición de burlados.

La masterpiece, en usufructo y en gaste, de esta colección de tramas engañadoras es, para bautizarla rápido, el cuento del Rolex. Jimmy deambula por la ciudad nocturna, a la salida de un pub, con algún incauto compañero ocasional de tragos, profiriendo gritos propios de trasnochada bulliciosa, pero que no hacen más que alertar a Marco, apostado en la vecindad, para que inicie la ejecución de su rol en la farsa. Los juerguistas encuentran una billetera con varios cientos de dólares (obviamente, falsos), de los que el punto, veloz, querrá apropiarse; pero unos pasos más adelante tropiezan en su camino con un señor gordo, de traje, tendido en la calle. Al hacer como que comprueba su estado de ebriedad, Jimmy percibe, en la muñeca de Marco, un Rolex (obviamente…): se lo saca y lo retiene, fingiendo (adecuadamente mal) ignorar su valor. El otro, acicateado, le propone a cambio todos los dólares de la billetera, y como su compañero no parece convencido, agrega más billetes de su bolsillo: es la cosecha neta de tanto teatro. En el episodio 4 (Hero), que despliega toda la máquina del ardid, un primer plano a Marco, yacente, en situación de estafa, deja oír, entre un canturreo tenue y un semirronquido beodo, ah, ah, ah, / ah, ah, ah, ah…, los primeros compases,  inconclusos, del riff de Smoke on the Water.

 

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 En el presente de la serie, James McGill avanza a los tumbos hacia el logro de su admisión en el mundo serio y formal: se está consolidando como especialista en sucesiones (testamentarias), y su target, en consecuencia, está en la gente mayor –que, dicho sea de paso, lo adora, y a la que le respeta hasta el último centavo–. Es extraordinario cómo Jimmy construye su imagen de James sobre modelos vitales y mediáticos. Aquí, una fuente preciosa es Ben Matlock, el viejo abogado de la serie televisiva (1986-1995),  interpretado por Andy Griffith. De impecable traje y dialéctica forense, Matlock es el ídolo de los clientes de James McGill, que copia literalmente la indumentaria de Griffith, encargándola a un sastre.

A fuerza de inteligencia y olfato, en medio de su tarea entre los testadores, el ahora elegante James McGill descubre de modo casual una serie de maniobras dolosas que una poderosa cadena de geriátricos comete en perjuicio de sus huéspedes. La construcción del caso y la demanda suscita, en James, una búsqueda inteligente e intuitiva de sabueso, y deja entrever la posibilidad efectiva de una indemnización millonaria. Empezamos a advertir (antes que Slippin’ Jimmy, desde luego) que hay en él un talento muy superior al del solemne y engreído Chuck. Ahora bien: en el momento culminante de los preparativos de la demanda, James tiene una revelación brutal, que le descubre toda la trama familiar perversa en que se encuentra sumido: el quién es quién de esa red espesa. Necesita, entonces, peregrinar a los turbios orígenes, al Chicago de la fiesta y la disipación, aunque sea para despedirse.

Es el último episodio de la temporada: Marco. En el reencuentro con el gordo, que sigue emborrachándose en el bar pero tiene un trabajo formal que, desde ya, lo llena de frustración, los amigos se ponen al día. Jimmy se confiesa abogado (con algo de bochorno y de claudicación) y, entre una cosa y otra, de pronto se ve participando del cuento de la moneda con la efigie de Kennedy, para atraer a un parroquiano. A punto de regresar a Albuquerque, el visitante no puede resistirse a la presión insistente de Marco, que hace balancear hipnóticamente un falso Rolex para que interpreten, por última vez, el número más logrado del dúo. En el corte a la escena, Marco entretiene la espera del momento culminante canturreando / humeando, en el silencio de la noche, el fragmento de la vieja canción, ton-ton-ton, / ton-toron-ton… y esta vez concluye la frase musical y llega a repetirla, antes de interrumpirla por un paneo impaciente del entorno y por un acceso de tos. Cuando lleguen el cómplice y la víctima ocasional, se encontrarán con un moribundo.

Antes de dejar Chicago, en medio de las formalidades del sepelio, Jimmy recibe un llamado de su gran amiga Kim, joven abogada del estudio Hamlin, Hamlin & McGill, con una gran noticia: le ha conseguido una entrevista en Albuquerque, en la semana, con representantes de un gran bufete. Se le abre una perspectiva profesional que supera sus mayores ambiciones. Es también, o sería, una justa devolución de una parte considerable del manejo de la demanda mayúscula que ha generado y abandonado por las malas artes de su hermano.

Mientras, ya de regreso en New Mexico, se dirige a la cita, ensayando incluso una parla suelta y descontracturada, James se para como fulminado, retrocede y vuelve a su destartalado automóvil. En un diálogo crucial con Mike Ehrmantraut, entre la cabina del auto y la caseta de control del parking, insinúa el comienzo de una revisión de su actitud ante el mundo, el dinero y la profesión.

Primer plano a Jimmy, trajeado y con corbata, conduciendo su auto. Tiene una sonrisa sabia y tranquila. Su voz, contenida y ronca, con los labios cerrados, empieza el canturreo, mientras los dedos de su mano izquierda golpean suave y rítmicamente el volante. Ha tomado una decisión liberadora; ha abandonado un mandato. Al dar la segunda nota, la banda sonora de Deep Purple toma la posta y copa estruendosamente el audio. El riff de Smoke, contraseña y shibboleth del mundo de Slippin’Jimmy y de Marco, es ahora todo lo que tenemos. Es todo.

La decisión no es menor, en el formato elegido por Gilligan-Gould, donde la música tiene una intervención principalísima: en su valor narrativo, claro, pero también indicial, como código cultural y como comentario ya contextualizador, ya irónico. Y eso, desde el arranque mismo de la historia de Walt White: el tema central de la serie, debido a Dave Porter, es un generador de atmósfera y un homenaje al Ry Cooder de París, Texas

La conclusión es raramente épica: tiene grandeza desprenderse de una herencia, descartar la perspectiva segura de una remuneración millonaria, despreciar el éxito profesional. La realización burguesa del winner, con toda la hipocresía patética que Jimmy ha visto de cerca y lo ha maltratado y nauseado, queda atrás. Cierto que habrá otro patetismo lumpen, que la serie matriz quizá mitifique, pero cuyo lado grotesco no deja de exhibir.

Cenital, la toma de cierre deja pasar el coche y se clava en la doble línea amarilla separadora de carriles sobre el asfalto. No sabemos a qué localidad se encamina esta road movie, pero tenemos la sensación de que a Jimmy lo lleva de cabeza  al planeta Breaking Bad.

 

(Actualización noviembre 2015 – febrero 2016/ BazarAmericano)

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646