diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Atrás va quedando la época en la que los perros garpaban en la ficción y en la vida de todos los días, ahora el gato y su falsedad doméstica ganan la partida; el golpe de gracia puede verificarse en las redes sociales, donde el gato le asesta al perraje un definitivo cross a la mandíbula.
Tal vez por eso, o porque sí nomás, en un relato que empecé en la compu y desde hace días trasladé a un moleskine de tapas rojas, ensayé algunos modos de salirse de la literatura, entre ellos la idea de comprarse o adoptar un perro:
[72] Vas al kiosko de mañana y te cruzás con una mujer que lleva un perrito con una correa. Los cuartos traseros del animal se apoyan en un carrito que hace posible el desplazamiento. El aspecto es el de un perro-ciborg. Pasan dos y se ríen. […] Pensás que un perro en esas condiciones te ayudaría a alejarte del trabajo literario. Volvés a tu casa, buscás el papelito donde anotaste el teléfono de los que ofrecían en “adopción permanente” un “mantonegro”. Te atiende una mujer. El perro fue regalado hace cinco días. Le preguntás si tiene otro. El cartel decía que era uno solo, explica. Le preguntás si no sabe de alguien que regale otro perro. No importa que esté enfermo, decís. La mujer apaga el teléfono. Llamás de nuevo. La llamada se desvía hacia el buzón de voz.
Un par de días después, en el facebook aparece un posteo de Mónica Sifrim que refiere un asunto similar. Transcribo el comienzo de su comentario:
Ayer tomé un taxi y le señalé al taxista la belleza de un perro labrador que pasaba por allí. Hablamos de perros, entonces. Del deseo de tener una mascota y las dificultades para hacerse cargo de cuidarla. "Yo tuve un caniche y lo regalé. No tengo energía para un perro porque además de estar todo el día en la calle voy a un taller literario dos veces por semana", me explicó.
Entre esa parva indiscernible de comentarios llamada “Inicio” donde imágenes, videos y palabras van apilándose hasta conformar una chatarra imposible de leer y mucho menos de organizar, alcancé a pescar el comentario de Sifrim; de haber entrado un poco antes o un poco después, ya no lo hubiera visto. Conecto sus palabras con lo que escribí en el moleskine, lo busco, leo, comparo las escenas, la sorpresa se hace grande.
En mi texto, el deseo de encontrar un perro que anule con sus demandas el tiempo de la escritura surgió, casi como un disparate, de un cartelito que vi en un café. Un perro adoptado podría resultar útil para alejarse de la literatura. Luego pensé que un animal enfermo duplicaría las atenciones. Lo que no había pensado es que fuera de la ficción alguien podría desprenderse de un perro porque necesitaba ponerse a escribir. No se trata, en este caso, de una correspondencia entre lo real y las ficciones. Es lo real desmontando un procedimiento ficcional, oponiéndole una razón absolutamente contraria. Y en ese desajuste de la correspondencia, en ese intercambio de experiencias y representaciones, encuentro las razones para continuar. La deserción queda en suspenso.
Hay un tercer animal, una perraza negra. Se llama Luna. Es la perra de Ana y de sus hijos. La quiero a Luna y creo que ella me quiere. Nos llevamos bien; la veo cada vez que voy a Mar del Plata. Es una perra que de doméstica tiene muy poco, tal vez por destino o necesidad se fue autodomesticando en la primera etapa de su vida, y en ese crecimiento ha entendido como posibles muchas cosas que no lo son. En su accionar recupera características de otros animales.
Una de sus costumbres diarias consiste en entrar y salir de la casa cien veces por día. Es un número que se acerca a lo literal. Generalmente me siento cerca de la puerta de salida al patio con la computadora o un libro; entonces abro y cierro, abro y cierro, una, dos, tres, ocho, decenas de veces. Entra y sale. Sale y entra. Abro, cierro, escribo, leo, cierro, leo, abro, escribo, cierro. A veces pienso que en ese abrir y cerrar y en ese entrar y salir hay cosas que pienso solamente si abro y cierro; lo que pase ahí, digamos, en ese entrar y salir, tiene una correspondencia interior con lo que leo y escribo en ese momento de abrir y cerrar. La presencia atmosférica de esa relación entra y sale de los libros, de lo que escribo y leo. Es el perro de la literatura, es la zona donde el ser perro de la literatura olfatea el aire, advierte la tormenta, y se prepara para resistir.
(Actualización septiembre - octubre 2015/ BazarAmericano)