diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Querido maestro: hace algunos años, escribí en este mismo espacio un texto que titulé “La lección del maestro”, en el que mezclaba, de modo deliberado, un sentimiento personal y un diagnóstico generacional, seguramente equivocado o abusivo (pero el sentimiento nunca puede serlo). Mucho tiempo después me llegó, por vía indirecta, tu respuesta, titulada “La elección del maestro”, y compartida en el muro de tu face, que jamás he visto (no somos amigos en esa red social puesto que mi solicitud nunca fue aceptada). De ese texto, me llamaron la atención dos cosas, acaso no contradictorias: la primera, la extremada simplificación en la lectura de mi columna; la segunda, el acierto, aunque diferido, en el acuse recibo. Quizás una cosa implique la otra, no estoy seguro. O bien yo me expresé muy mal.
Empiezo por la segunda. Antes que nada, el hecho de tu respuesta, implicado como estabas en mi reflexión, me hace pensar en la lógica de la “cola de paja”: algún “momento de verdad”, como dice Adorno, debe haber habido en mi texto, para que así reaccionaras (podrías no haberte dado por aludido). Pero no quisiera ser injusto: es cierto que el texto, indirectamente, te interpelaba de modo personal. Sin embargo, esa interpelación era de orden afectiva, no argumentativa. Durante muchos años, he tratado de separar lo académico de lo personal, lo discursivo de los sentimientos. Hace poco tiempo, he comenzado a pensar que esa separación quizás no sea posible, aunque para mí sigue siendo deseable. Algo de esa compresión inconsciente trasuntaba la columna: lo que yo quería disfrazar de argumentación sobre lo académico era, en realidad, una queja subjetiva. Porque te había elegido como mi maestro y porque, entendí, la elección no había sido correspondida (¿o sí lo fue y yo no me di cuenta?), te escribí ese texto. Detrás de la “arrogante” intervención (no me ofendo, siempre me consideraste arrogante y nunca tuviste reparos, ni cuidados, en decírmelo, con toda tu crudeza, de frente, en momentos que pudieron ser más amistosos), en realidad estaba un simple lamento, una queja, un reclamo sentimental. ¿Cómo es posible que no lo hayas leído y me hayas tomado literalmente?
En cuanto a tu interpretación de mi texto, no puedo más que sorprenderme, sobre todo porque suscribo tus afirmaciones: “Los maestros no vienen dados –en esto todas las épocas coinciden-, los inventan quienes deciden convertirse en discípulos por amor al paisaje misterioso que los gestos de un profesor trazaron con palabras”. Evidentemente, es lo que quise hacer y, al parecer, fracasé. Durante años, yo traté transformar tu influjo, teórico y estilístico. Extraje, de un solo ensayo tuyo, toda mi tesis, y así lo declaré en su introducción, sin exagerar en nada, yo, que destilo arrogancia. Mixturé, para que no me abrumara el peso de tu talento, tu ensayista favorito con mi esteta preferido, para poder arrancarle notas nuevas a una partitura que me gustaba y porque no quería renunciar a tu enseñanza pero al mismo tiempo quería buscarme a mí mismo. Es decir, traté de inventarte, justamente en la adopción no obediente de tu punto de vista: “la imitación creadora de modos de exponer o escribir que devienen magistrales, según las inclinaciones y las potencias del ‘propio’ cuerpo”. ¿Pero no es precisamente eso lo que quise hacer? ¿No te imité creativamente? Quizás no estuve a la altura, quizás no lo hice bien. O quizás no fui lo suficientemente explícito. Lo cierto es que tampoco llegué a sentir nunca que podía ser de verdad tu discípulo. Lo era por una formalidad, por los papeles (y ahí se metía lo institucional, la reflexión sobre las generaciones). Pero yo quería serlo de otro modo. Por lo que se desprende de tu respuesta, fui yo quien no supo serlo. Es esa, al final, la lección del maestro: usted no supo ser discípulo. Es muy probable que así haya sido. Ahora bien, ¿qué magisterio es ese?
Como en general con todas mis columnas, escribo en un momento de inspiración, esto es, y para parafrasear de nuevo a alguien que aprendí a leer con vos, escribo a partir de ese punto en el que la inspiración falta. Esta falta tiene que ver con lo que, en determinado momento, me interpela de un modo apremiante, y para lo cual siempre me siento impotente, sin palabras. Recuerdo perfectamente las circunstancias en las que escribí aquella columna: era otoño de 2012 y estaba en Rosario para la defensa de tesis de una amiga. Escribí el texto de una sentada, “de un tirón”. Recuerdo una molestia más con mis colegas de generación que con mis profesores, con lo que yo entendía que era demasiada obediencia de ellos para con sus maestros. Por supuesto, no dejaba de ser algo autojustificatorio: yo quería hacer pasar mis defectos por virtud, defender mis malos modos haciendo un elogio de la desobediencia. De hecho, con el correr de los años, muchos de mis colegas me demostraron que estaba equivocado, ya fuese porque yo cambié mi punto de vista o porque ellos empezaron a mostrarse más rebeldes (o por las dos cosas). Pero aun así considero que mi queja era válida: yo entendía que los grandes maestros habían aprendido de los suyos la desobediencia y me daba la impresión de que esperaban de sus discípulos lo contrario. El contexto generacional diferente, que yo reconstruía de modo esquemático, en parte explicaba esa diferencia, pero no la justificaba.
También es cierto que yo era “el extranjero” (es decir, según Aira, “el idiota”), de ahí que muchos opinaron, cuando leyeron la columna, que yo había hablado “desde afuera”. En ese momento no entendí (yo creía que hablaba desde adentro), pero ahora comprendo a qué se referían. Les agradezco la observación y les agradezco que me hayan demostrado que estaba equivocado. Creo que he aprendido mucho de ellos, algunos de los cuales considero mis amigos: aprendí que podía (y, sobre todo, que quería) formar parte de algo sin renunciar a mi rebeldía y que ellos podían ser, a su modo, desobedientes, sin renunciar a estar adentro. Yo era el extranjero porque venía de otro lado: de una facultad sin tradición. Tuve una sola maestra, que en un punto tuvo que soltarme, porque yo me fui hacia otros temas de investigación y de repente me di cuenta de que estaba solo. Ojalá hubiera tenido los maestros que tuvieron mis colegas y amigos de otras facultades. Mi arrogancia se explica (aunque no se justifica) porque casi me hice solo. Eso me enorgullecía y también me llenaba de tristeza, de nostalgia por lo que nunca tuve. Mi exceso de crítica para con mis colegas más favorecidos implicaba un poco esa herida, pero quizás no tuve en cuenta que era fácil ser desobediente cuando no tenías casi contra qué rebelarte. Fue eso lo que me echaron en cara mis compañeros. Tenían razón.
Es llamativo que tu giro sentimental, el de tus últimos libros, no haya podido ceñir lo que de sentimental había en mi texto. Pero no lo es tanto: es un episodio más de nuestro inveterado desencuentro. Quizás sea nuestro blanchotiano modo de encontrarnos. “Un buen maestro –anotó Gide en su diario– tiene una preocupación constante: enseñar a que se prescinda de él”. Pues bien, querido maestro: la lección ha sido aprendida.
(Actualización julio - agosto 2015/ BazarAmericano)