diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Dublinesca, de Enrique Vila-Matas (Seix Barral, 2010), nos ofrece todos los elementos de ese fenómeno que llamamos literatura, una ciencia blanda de éxito rotundo en el pasado -o de un éxito moderado que se ve rotundo a la distancia- que ha dejado su lugar, salvo excepciones entre quienes la producen y la solicitan, a libros que con sus más y sus menos se asumen como manuales de reparación del yo, raccontos deshilachados del drama político, aventuras de caballerías, crímenes vaticanos o experiencias inmigratorias en la que ya no se tiene lengua propia pero se tiene la lengua sanitaria de la ONU, una especie de subtitulado internacional que remite a todos los territorios o a ninguno.
Tenemos las experiencias gemelas de la lectura y la escritura, la especulación mental y la actitud gratuita, la aventura comercial de la edición entendida como un arte moderno o autobiografía del editor, la adoración boba o paródica del soporte papel y también su crítica; y una representación única de la realidad a la que entran y de la que salen con el mismo pasaporte tanto los personajes propios como los importados de otros libros, así como la presencia, casi más firme que la de la realidad, de los dobles, los fantasmas, la alucinación y los estragos que produce la emulación bovarista -la patología que convierte a los hombres en libros parlantes o actuantes-, cuya evolución, de la que Vila-Matas es demiurgo y patólogo, se ha reportado como Mal de Montano.
La historia de Dublinesca es fácil de resumir si se evita describir sus ramificaciones (se trata de una estructura, común en las novelas de Vila-Matas, en la que la narración se sostiene menos en el tronco que en sus ramas). Un editor catalán en retirada, Samuel Riva, que es y no es Jorge Herralde, planifica y concreta un viaje con amigos a Dublín con la idea de dar por terminada la era de la cultura impresa y, con su final, la de las editoriales de autor, los autores, el prestigio del universo gráfico y, posiblemente, la historia de la gran literatura europea. El encuentro gira alrededor de un 16 de junio, el día en el que transcurre la historia de Ulises, de James Joyce, desde entonces conocido y celebrado con el nombre de bloomsday en honor a su personaje Leopold Bloom (o quizá, subrepticiamente, a Molly Bloom), y aprovechado por las oficinas de turismo de Irlanda para convertir la evocación de uno de los libros más complejos, antifuncionales e inconsumibles de los últimos cien años en una fiesta paraliteraria internacional.
De este modo la novela aterriza sobre tres capas de tierra firme (la mitología griega, la Ilíada y la Odisea y el Ulises de Joyce: dos mil años de literatura encerrados por dos de sus más altas cumbres) para agregarle una cuarta. Pero no se trata de una versión completa de los hechos sino de un recorte que se concentra en el capítulo sexto de la novela de Joyce, el que describe el cortejo fúnebre y el entierro de Paddy Dignam -una hermosa monografía sobre la muerte, que Vila-Matas lee con erudición y lirismo-, para sobreimprimir allí las ceremonias más importantes del encuentro de Riva con sus amigos, quienes luego se irán perdiendo en una especie de city tour joyceano con escenografía de puentes y bares, oscuro y sobrevolado por fantasmas, entre ellos dos que pisan constantemente la sombra de Riva: la tentación del alcohol, una fuerza superior para la fragilidad de un alcohólico abstinente; y un escritor genio -el escritor prometido de un catálogo que aún no encontró su dios, y ya no lo encontrará- que se entrevera con la figura larguirucha y vigilante de Samuel Beckett.
Joyce, Beckett, Laurence Sterne -que aporta chispas de su Viaje sentimental-, John Banville, Oscar Wilde, Paul Auster, entre otras figuras de una farándula literaria única, se reúnen en la alfombra roja de Dublinesca mediante un recurso que Vila Matas, como ningún otro escritor contemporáneo -ni siquiera Roberto Bolaño o Ricardo Piglia- ha usado tanto desde Borges: el name dropping, esa operación que sirve tanto para narrar historias con aura como para integrar un pequeño Olimpo de ases literarios. Las novelas de Vila-Matas son escenarios integracionistas donde vemos, en vivo, de qué modo lo que queda de la literatura contemporánea se integra al último vagón de un tren que se está yendo: el de la literatura elevada.
El espacio y los hechos de sus historias ya están dados, en parte, por la literatura precedente, y Vila-Matas los replica a menudo en su invernadero donde triunfa, si pudiera decirse así, una ecología artificial en la que las historias son sometidas a una climatización o un acondicionamiento. Ese laboratorio, donde la literatura vive y también se reproduce, incluso vive para reproducirse -hay aquí, posiblemente, algo del orden del cautiverio-, es llevado al extremo en Historia abreviada de la literatura portátil, donde nada tiene más importancia que el nombre, la chismografía y las historiografía literaria, todo unido por conexiones invisibles pero más fuertes que las que puede mostrar la realidad.
Dublinesca, además de pasearse por Ulises, se balancea cerca del campo magnético de Pierre Menard, autor de El Quijote que, como sabemos, es la historia de un plagiario (y la prueba de un plagio). Pero a diferencia del cuento de Borges, el narrador de Vila-Matas, menos disciplinado o más distraído, no calca el Ulises sino que lo esparce o lo rejunta. Es una operación parasitaria que obedece a otra economía y que nos obliga -pensándolo bien no es ninguna obligación- a preguntarnos: ¿La escritura es un parásito de la lectura o la lectura es un parásito de la escritura? Por lo que vemos, la literatura es en sí misma una sociedad regulada por la cultura parasitaria, el parasitismo es su Constitución, y allí el autor es apenas un avatar de las reacciones químicas del sistema (no es transmisor ni receptor tanto como cable).
Vila-Matas suscribe desde siempre este orden, pero además le agrega un condimento: el bovarismo, o el montanismo, cuando no el bovamontanismo, una combinación de las enfermedades de la lectura y la escritura que asola como una peste la ciudad cerrada de la literatura: Parasitolandia, una ciudad que irradia una fuerza desde el interior de sus libros y la esparce ya no por su territorio exclusivo sino que contamina también el exterior. Porque la literatura de Vila-Matas es una realidad que puede existir afuera de los libros del modo en que los libros de Joyce viven en Dublin, los de Kafka en Praga y los de Borges en Buenos Aires. Se trata de un poder desapercibido que Vila-Matas es capaz de hacer reaccionar para llevarlo no solo a un estado de presencia sino de competencia directa con la realidad, a la que muchas veces la literatura puede derrotar.
Con Dublinesca vuelve a funcionar la factoría Vila-Matas, y si bien no ha desarrollado productos nuevos -es una fábrica especializada-, pese a que la historia no se desvía de su plataforma de apoyo sostenida por la literatura ya hecha, hay que reconocer que su escritura conserva su preciosa dinámica, se alisa y se retuerce, se concentra en haikus y se esparce en esporas. Es, sin dudas, el efecto de un gran talento narrativo pero también de una organización establecida y administrada por un lector que, más que escribir, vive la literatura de los otros.
(Actualización junio-julio 2010/ BazarAmericano)