diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La laguna
Me escribe mi amiga Cecilia, me avisa que salió finalmente la traducción al portugués de su novela Melincué, me adjunta un archivo con la tapa del libro. En la edición portuguesa no hay una laguna. Los editores portugueses, porteños en su intuición, pusieron en lugar de la laguna una foto del Caminito de la Boca con un farol compadrito y unas casas coloridas. Me pregunto qué llevó a los editores portugueses por el camino de Caminito —con el Riachuelo ahí cerca pero fuera de cuadro como una versión aceitosa, insalubre, antónima a las virtudes sanitarias que, dicen, cargan el yodo y la sal de la laguna—, qué si no una idea bastante rara de la argentinidad bicentenaria de Cecilia, es decir: una idea bastante rara, quizá bastante portuguesa, de la realidad a secas.
Estamos contentas igual Cecilia y yo con esta traducción de Melincué, pero cuánto nos hubiera gustado que hubiera una laguna en la tapa. La edición argentina de Melincué sí tiene una laguna en la tapa, la publicó la Editorial Municipal de Rosario en el año 2004 como resultado de un concurso de novela local. Los editores portugueses mantuvieron la misma contratapa, la escribió M. y en portugués dice así:
“Os filhos do morto, a mãe dos filhos do morto, a criada da mãe dos filhos do morto e, naturalmente, o morto antes de morrer: todos contam partes de uma história que dura mais de trinta anos e tem mortos no começo, no meio e no fim, e que mais do que tudo é uma história de amor. Do amor entre um pai e os seus filhos, do amor devoto de uma filha ao seu pai, e do amor transparente entre dois amigos.”
Cecilia, María Cecilia Muruaga, escribió sobre la laguna Melincué en otro libro que se titula El canal San Urbano. Lo publicó también la EMR en una colección admirable y anaranjada de crónicas y fotos. Ya salieron ocho libritos más en esta serie, y diré acá todos sus títulos: La vivienda del trabajador de D. G. Helder, La orilla más lejana de Sonia Scarabelli, Contorno don Bosco de Matías Piccolo, Parque del Sur de Sergio Delgado, La montaña invisible de Ricardo Guiamet, San Nicolás de la Frontera de Pablo Makovsky, Real en el Rosedal de Elvio Gandolfo y Kozmik tango de Beatriz Vignoli. Todos los libritos juntos dan a la idea editorial —plan simple— una potencia enorme; todos fueron escritos por encargo con pautas lábiles pero prefijadas: relato, documentos, fotografías; todos suman, en distintos tonos y materias, la experiencia de un territorio difuso. Eso da un par de barrios, un par de parques, unos cuantos trayectos, una ciudad, una apenas colina, una laguna, unas islas, es decir: una comarca que, antes del mapeo anaranjado de la EMR, parece carecer de traza, de alcance y, sobre todo, de estilo.
En El canal San Urbano Cecilia vuelve a su laguna con espíritu exploratorio, positivista, y saca fotos del terraplén de quebracho, del espigón, de la molienda de escombros, de un par de perros, del viejo hotel hundido / del nuevo hotel Casino. Quizá vuelva y haga todo esto para citar al hombre, al padre, al muerto, al morto que, en la novela Melincué, profesaba —mente y soliloquio firmes— la disolución.
Recuerdo ahora muy bien cuándo leí por primera vez el primer capítulo de la novela Melincué. Fue hace varios años. Las fechas ya se me perdieron pero todavía conservo el momento, insignificante en sus detalles y cuantioso en sus avances. Cecilia y yo habíamos salido a tomar después de un largo tiempo de no vernos con el pretexto de que ella me entregara una copia de su novela inédita. Cecilia quería alguna opinión, no sé si la mía en particular en sus dos versiones, es decir, la de la especialista educada en los claustros competentes o la de la vieja amiga oportunamente joven; o no quería la mía sino la de cualquiera, en este caso: también yo. Esa noche llegué a mi casa bastante borracha, con esa borrachera boba y un poco innoble de los que no están acostumbrados a tomar, y me tiré en la cama a leer Melincué. El primer capítulo de Melincué, para ser exacta, porque no fui, o no pude ir más allá. En ese primer capítulo, el hijo varón relata algunos episodios protagonizados por su mejor amigo, el Gordo, muerto muy joven, en los inicios mismos de una juventud signada por la sabiduría y la mala suerte.
No eran en absoluto nuevas para mí las historias que contaba ese primer capítulo, pero de un modo muy notable las peripecias del Gordo se habían ordenado, en algún santiamén legendario, y por gracia del hijo varón que las recuerda, en una hermosa mitología adolescente y comarcal. En esa mitología, que Melincué había imaginado por primera vez, el Gordo, por muerto, por sabio y por desafortunado, pero sobre todo por muerto, volvía a cumplir sus módicas tragedias perdurables.
A medida que leía el primer capítulo de esta novela experimentaba una conmoción doble. Por un lado no podía dejar de jactarme de conocer con puntualidad los pormenores del relato, el Gordo y el hijo varón, convertidos ahora en personajes literarios, habían sido mis amigos. Esta era la conmoción alentadora del reconocimiento, la vanidad feliz de reencontrar, y nada menos que en un libro, un pasado nimbado en juvenilias delirantes. Pero por otro lado, un lado más recóndito, menos identificable y, en consecuencia, más radicalmente literario, se me hacía evidente, en el mismo núcleo activo del reconocimiento, que Melincué sabía mucho más que yo sabiendo lo mismo. ¿Qué?, me preguntaba esa noche, aunque debido a la turbación, y también al mucho vino de más, no llegaba a formularlo de ningún modo.
Melincué sabía abrir una diferencia extrema en la materia misma de lo conocido, un resquicio, podría decir, por donde la circunstancia cierta y el recuerdo y la murmuración colectiva y la vanagloria y el chisme, y también la nostalgia de la juventud, se escurrían como un poco de vino oscuro sin debilitar, ni en la nadería, la fuerza encantatoria de sus fábulas. No se trataba, claro está, para esta novela, del fácil trámite de redactar algunas anécdotas ficticias, idear algunos personajes igualmente ficticios, para adornar de literatura un asunto no solo real sino autobiográfico, es decir: para impostarle las certezas o para disimular lo censurable. No. Por el contrario, el realismo abismal y temerario de Melincué, iba creyendo yo, a medida que leía su primer capítulo, extremaba la realidad y la inventaba, la hacía de nuevo por primera vez sin perderla de vista, y, en un acto escriturario cuyos efectos no eran ya biográficos ni anecdóticos sino decididamente artísticos, sacaba de quicio cualquier intento de reconocimiento y me devolvía al Gordo, al hijo varón, y a sus historias, tal como eran o como yo los recordaba, pero al mismo tiempo remotos e insólitos, acaso como lo fueron alguna vez.
¿Pero dónde radicaba esa potencia realista que no cejaba en su afán fabulatorio?, ¿dónde estaba la diferencia entre la información consuetudinaria —manipulada ya por el recuerdo— y esta novela? En una creencia firme que inundaba el mundo, al menos para mí en esa noche amistosa y lectora, y se volvía una especie de salvoconducto ético: para merecer la realidad hay que inventarla.
Eso era lo que sabía Melincué. Merecedora de su realidad, esta novela levantaba en el campo mismo de las evidencias sus propios límites y se enfrentaba a la parsimonia de lo ocurrido con la suprema autenticidad de la ficción. Venía a poner orden, su propio orden, pero ese acto despótico ocasionaba, paradójicamente, una facultad libertaria incontrolable. “Las acciones se destartalan hacia mil puntos diferentes una vez que han sido ejecutadas privilegiando siempre el azar sobre el motivo —piensa la hija mayor en Melincué—, pero también era cierto que las acciones debían ser medidas al menos en sus alcances previsibles”.
En sus alcances previsibles, Melincué es una novela familiar centrada en una casa y descentrada a la orilla de una laguna. Un relato tramado en las voces directas e indirectas de todos los miembros de una familia, sobrevivientes y muertos, pero además, y en sordina, en los murmullos y la maledicencia pueblerinos. Pero Melincué destartala, hacia mil puntos diferentes, la historia de esa familia, y es entonces también: el ejercicio de una conciencia inclemente que somete todo asunto, por nimio que este sea, a su maquinación; es el titubeo frente a los planteos morales pero asimismo la creencia severa, atávica, de que el bien y el mal están, deben estar, prolijamente separados; es los resquemores del pudor pero también el orgullo de la desvergüenza; es la ventaja de la hipocresía y el ultraje de la sinceridad; es la pregunta, que conmina en Melincué tanto a padres como a hijos, sobre el peso inaguantable de la herencia; es la ratificación de ese régimen hereditario pero también la desobediencia y la fuga; es el gineceo que examina las conductas de hombres ausentes o directamente muertos, pero también, una voz varonil impresionante que pasa revista a todos los estereotipos masculinos, incluido el de la paternidad, para sostener, casi sobre su ruina, su propia diferencia. “Van a traernos dentro de poco unos triples, carlitos y esas cosas —dice el padre muerto, el morto, en Melincué—, y mi hija se aleja entre la gente saludando, mujer al fin, sin referencia histórica para mí, desconocida. Algo me dice que en cada suceso callejero —bocinas, piropos, muertes— va a conmoverse y escapar hacia la decepción que veo cuando el sol, de costado, le transparenta las pupilas y las revela inesperadamente marrones. De frente tenés los ojos negros, le dije un día, y de costado, al sol, castaños. ‘Mis ojos son del mismo color siempre’, me contestó, ‘lo que varía es tu culpa’”.
Melincué, que es la novela filial de una casa, de su fuerza centrípeta (uno empujaba las ventanillas laterales de la puerta, metía la mano, alcanzaba el picaporte, entraba), es también y de modo primordial, la novela de la orfandad, de la intemperie, de la laguna. A su orilla el padre, el muerto que verdaderamente importa en una serie larga que incluye perros, tías, amigos, y hasta el amor conyugal, perora sin tregua ni fatiga. Todas las otras voces de la novela, la de los hijos, la de la madre, las de los amigos y hasta la de la mucama, que aun hablando de cualquier cosa han hablado todo el tiempo y únicamente de él, preparan su último y desmesurado parlamento. Desguarnecido, lejos de la casa, el padre, el fugado mayor, el decisivamente ausente, zanja la historia de la familia. Consigue, después de inventar su propia extravagancia en elocuencia, recuerdos y cavilaciones, una certeza cuya generalidad se vuelve inapelable: “todos, tarde o temprano, nos convertimos en los hijos del muerto”.
(Actualización octubre-noviembre 2010/ BazarAmericano)