diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Desde la teoría del intertexto, o desde Borges, tenemos la manía de leerlo todo como reescritura de otra cosa. La verborrágica Palimpsestos de Gérard Genette es, en este sentido, tal insoslayable como inmanejable, tan citada como poco leída. Nunca entendí por qué proponía una clasificación sobre algún concepto (pongamos, “parodia”) y a la página siguiente ya la descartaba por otra, y a la otra página por otra, acumulando cuadros sinópticos, al infinito. La magna obra de Genette es como un laberinto de criterios clasificatorios. Una especie de Greimas borgiano. O airiano, porque corrige para adelante.
Después de unos años de malformación, todos los textos y todas las historias se parecen. La posibilidad latente del intertexto termina obturando una potencia: la de que la historia misma se repita, bajo otra forma de vida. Aunque quizás una cosa no quita la otra: la literatura en segundo grado vino después de la repetición, igual que en “La trama”.
Como lectores o críticos, podemos inventar relaciones intertextuales entre textos que en realidad se parecen porque las historias que cuentan se parecen y esas historias se parecen por razones conceptuales (y entonces se riza el rizo). Con eso armamos series heterogéneas (no sabemos bien para qué). Podemos leer Cecil Taylor de César Aira como una reescritura de El caso Schönberg de Esteban Buch (o viceversa). Las biografías, al fin y al cabo, son literatura, dice Aira: la de Buch no es una biografía, pero imaginemos que sí (puestos a inventar: en parte lo es). Una novela que reeescribe y noveliza una biografía: de nuevo pienso en Borges, le cambiamos “uno o dos nombres propios”, Cecil Taylor en vez de Arnold Schönberg, Nueva York en vez de Viena, mediados en vez de comienzos de siglo. Y voilà. Pero lo que sucede es que, más allá de la literatura y de la biografía, más allá de la fábula y de la historia de la música, más allá de la ficción y de la investigación documental, la vida del artista se repite (la repetición: la historia del arte). Leemos el libro de Buch como una novela, leemos la novela de Aira como una biografía e incluso como una historia de la vanguardia musical que no desdeña el análisis (en las novelas de Aira siempre hay ideas o, quizás, no hay otra cosa que ideas). El exceso de cada una la saca de sí misma: se trasciende por pura inmanencia, no por trascendencia. Por si fuera poco, las dos biografías no son otra cosa que la variación continua de una repetición: la del escándalo y el desdén, el desencuentro y la incomprensión, el error y la estrechez. La humildad casi zen de Taylor (orientalismo sutil) contrasta con la crispación schönbergiana. El lector intuye los personajes, los siente carnales. Y, sin embargo, no hay “historias”, solo yuxtaposición de escenas en las que el mismo acontecimiento, monótono pero siempre renovado, se repite (¿será por esa razón que también los dos libros están acompañados por caricaturas?; ¿lo visual, paródico, pinta las escenas, montadas en el continuo?).
Para un lector argentino del siglo XXI, lo que más sorprende de la historia de Schönberg son los malos modos de los críticos musicales de la época. A partir del estereotipo exótico, se presupone que en una ciudad como Viena y en una época como comienzos de siglo, el personaje del crítico musical profesional debía ser grave, solemne, protocolar, educado y cortés. Pero resulta que la música hipermoderna de Schönberg (en alemán se omite, o se subestima, el término “vanguardia”) causó iracundia no solo verbal sino también casi física. Con un gusto pueril que evoca el de una revista de chimentos, el lector no puede dejar de regocijarse, entre dos potentes análisis musicales de Buch, con los pormenores de los escándalos que provocaban los conciertos del artista: nada de protocolos, nada de buenos modales, los severos austríacos se desgañitan en insultos, golpes bajos, faltas de respeto, abucheos, comentarios sediciosos, tiros por elevación, mentiras parciales, arte de injuriar, escarnio público, etc., hasta incluso llegar a las manos. La violencia de los que pasarán al juicio de la historia como críticos conservadores (no todos lo eran entonces: Schönberg los vuelve viejos de golpe) es una respuesta a la violencia formal de la obra, exceso “autónomo” que por supuesto hace correr sangre y es sancionado, inmediatamente, como peligro moral y político.
Quizás entonces la mala educación no estaba en contradicción con el juicio crítico y con el debate: la obra de vanguardia tiene malos modos y engendra su respuesta correlativa. A veces, me llama la atención el exceso de buenos modales, en especial en los ámbitos artísticos e intelectuales. El tono crispado y el énfasis están demodé. Para ejercer la crítica, cuántos circunloquios y perífrasis, cuántas cláusulas y aperturas preventivas de paraguas. Y pensar que estos tipos que llegaban hasta casi cagarse a trompadas en las graves salas de la capital de la música eran nada menos que vieneses finiseculares. Qué paradoja. Tengo la sensación molesta de que la crítica ha sido ganada por los protocolos de la política (me refiero a la política académica): nadie dice lo que realmente piensa, o lo dicen con decenas de vericuetos. Después nos llenamos la boca de Nietzsche, pero nuestros modales son los de un Hegel. Más alemanes que el Káiser (justamente, los vieneses, quintaesencia alemana para nuestro estereotipo, ¡qué modos salvajes!). En realidad, solo nos queda la ironía, que a esta altura es la forma sublimada del cansancio o, en el peor de los casos, la versión “artística” o “intelectual” de ese modo político por antonomasia: el cinismo.
Todo es político, dicen. Lamentablemente, es cierto. Yo me sigo quedando con Antígona (y no con Creonte), ese afuera del gesto artístico al que se llega por el camino interno de la forma, esa “salida” de la autonomía, que no es otra cosa que llevar siempre la contra, no renunciar nunca al modo propio. El modo propio no puede ser nunca “bueno”. Como lo dice Aira, si es bueno no puede ser artístico: inversión, convergente, de la ética arltiana. Seamos prepotentes, es decir, pasionales: esta vida de protocolos parece la de un mundo sin pathos. A menudo la ética debe prescindir de las buenas formas. Y a menudo, viceversa.
Y que los eunucos, ya se sabe…
(Actualización noviembre 2014 – febrero 2015/ BazarAmericano)