diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Sé como cualquiera que hablar mal del énfasis es como hablar mal de la lluvia. Intentaré igualmente decir algo sobre algunas películas que buscan su socorro y sobre otras que lo evitan con distinción o descaro. Me concentraré en planos breves, en detalles que pueden o no decir algo del conjunto, y no deduciré de ellos el valor de las películas (menos aún el de los directores, esa costumbre agotadora). Sé también que los profesionales y los maximalistas sostienen que para hablar con propiedad hace falta un marco, un método, un encuadramiento. Yo peco de impresionista y diletante; no tengo más que una molestia y una definición imprecisa. Escribo igual, de cararrota.
En su versión más fastidiosa un énfasis es una idea con una baliza o con un dedo que la señala. Un subrayado, tal como se acostumbra a decir. Puede ser de distinto tipo (estilístico, estructural, musical, fotográfico) y afectar distintos aspectos (la narración, la psicología, la determinación social, el lenguaje). Pero el énfasis que me parece especialmente molesto no tiene un estatuto tan definido; es más bien una sobreindicación que destaca el sentido de las acciones y las cosas. En “Funes el memorioso” Borges dice haber visto dos veces a Ireneo detrás de una reja que “burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero”. Para el cine, encontré en mi memoria estos ejemplos (estas rejas).
1
En La niña santa Lucrecia Martel hace todo lo posible por enrarecer el ambiente hasta volverlo digno de la palabra ominoso. Es como si al ponerse a escribir se hubiera dicho: debo conseguir que los espectadores sientan desde el principio que hay algo extraño en los personajes y las situaciones; algo extraño pero indefinido, un no sé qué de raro que afecta a todo, incluso a los lugares. Su éxito es incuestionable: a mitad de película nadie es capaz de no notar tanta extrañeza. Para conseguirla, Martel entrega en sacrificio las transiciones leves y la gratuidad. Todo tiene un por qué en La niña santa, un vínculo con otra cosa, una justificación. La elaboradísima banda sonora, que amplifica los ruidos con elegancia (el ascensor, la vajilla, el agua, las puertas: ¡cómo suena el hotel!), es el principal apoyo del enrarecimiento; los planos cuelgan de ella con la certeza de que no quedarán sueltos ni sin doblez.
Martel no se desorienta nunca. Otro problema es que las insinuaciones pierden su carácter en pos de asegurar la existencia de un resto incomunicable en la película, no tanto un misterio como una opacidad. Es sin dudas una cuestión programática. La extrañeza no surge de contenidos específicos, que están más bien aligerados, sino de pequeños apuntes que se suceden sin descanso. Los fundamentales son los que tienen que ver con los sentidos, levemente alterados. La vista, que produce formas curiosas al cerrar con fuerza los ojos. El olfato, que descubre el olor a hombre en la crema de afeitar. Y sobre todo la audición, alrededor de la cual todo gira.
Los tres personajes principales se definen por un vínculo con la escucha, profesional, patológico o religioso. El doctor Jano (Carlos Belloso) es fonoaudiólogo, Helena (Mercedes Morán) tiene un silbido en el oído izquierdo y Amalia (María Alché), la niña santa, vive atenta al posible llamado de Dios. Dentro de este entramado de planos como muecas, a los que la misma sucesión vuelve progresivamente más y más intensos (y menos y menos pequeños), hay uno que tiene un plus respecto de los demás, un exceso que le permite poner un punto en la cadena. En realidad no es uno sino una serie de tres, con el mismo motivo: una mucama pasa por el plano echando desodorante de ambiente o veneno matamoscas (en este punto los críticos divergen).
El aerosol y la mucama no salen de cualquier lado ni son arrojados al encuadre por un capricho. El aerosol se sostiene en una rutina laboral y en el clima caluroso de Salta. La mucama forma parte del fresco social que la película elabora con delicadeza; pertenece al estrato más despreciado, y está ubicada apenas un poco por delante de la chinita que, según dice alguien, se lavó los dientes donde no debía, y un poco por detrás de la masajista, que trata de ejercer y reconocerse en un trabajo distinto del que quiere para ella su madre, que la empuja a mantenerse dentro el universo de los sirvientes en una posición señaladísima, como es la cocina del hotel.
Martel es una escritora admirable. Reúne en la superficie de su película tres modos de transmisión oral (la leyenda urbana, la canción, el romance), construye un diálogo con tres diminutivos encadenados (“-¿Qué quedó rico? ¿Las supremitas, con algo liviano? / - Puede ser una ensaladita / - Un huevito frito”) y hace música de mayor misterio y belleza que la del theremin cuando Mercedes Morán dice “escabeche de torcaza”. Pero La niña santa tiene más acentos que el francés. El aerosol es algo más que un aerosol, y la mucama es además de una mucama el vehículo de un énfasis. Lo que hace no es solo una tarea laboral sino un guiño y un llamado a la interpretación: ilustra el sentido del que la película pretende liberarse y nos permite hablar del encierro y el ahogo con esa mezcla de seguridad y orgullo pavo que brinda el entendimiento de lo dicho a media voz. Dice el aerosol lo que todos los planos de La niña santa sugieren esforzadamente: que algo huele mal en el hotel de Salta, que el ambiente está cargado, que se nota ahí la peste chica.
2
Tarantino no es tipo entre otros. Es uno de los pocos cineastas en actividad capaces de manipular a sus espectadores de manera sofisticada, con narraciones de ritmo cambiante y secuencias formalmente prodigiosas; por eso su cine devuelve el calor que la medianía y la corrección rechazan, en Hollywood y en Cannes. Django sin cadenas se presenta desde su título y sus primeras imágenes, con la canción de Luis Bacalov y algunos zooms desaforados, como un canto al western italiano. Homenaje merecidísimo: el spaguetti funcionó en sus años de gloria como un espacio de encuentro entre el género y la investigación formal, como el cine negro en el Hollywood de los 40 y el cine de acción hongkonés en los 80. Pero Tarantino –que no convoca al espagueti para copiarlo o redimirlo sino para retomar su incorrección y su espíritu experimentador– abandona pronto el camino de la cita para lanzarse hacia una historia de amor, amistad y venganza en un tremendo Sur, en parte histórico, completamente infernal.
Recuerdo que cuando la película estaba en cartel la página web de Cinemacenter ofrecía el tráiler junto a la información sobre salas y horarios de proyección. La imagen fija que esperaba el play del visitante mostraba a Leonardo Di Caprio mirando hacia nosotros por sobre su hombro izquierdo y un subtítulo sugerente: “Ven, hay pelea y será divertido”. El fotograma y el texto responden perfectamente a lo que se espera de Tarantino: acción y entretenimiento con estrellas. Django da lo que el tráiler promete, excelentemente. Pero da también otras cosas. Incluso elementos para contradecirlo.
La escena de la que sale el fotograma con Di Caprio no tiene nada de divertida. En ella, dos negros grandotes pelean hasta la muerte para entretener al amo. Se trata de una puesta en abismo que Tarantino probó también en Bastardos sin gloria, cuando Hitler se ríe locamente de una película muy parecida a la que vemos nosotros, que disfrutamos de los tiros igual que el Führer. Hay, igualmente, una diferencia importante entre los dos juegos con el punto de vista. Tarantino nos hace nazis en Bastardos sin gloria, pero en Django no nos hace esclavistas. O en otras palabras: en Bastardos sin gloria gozamos de lo que goza Hitler, en Django Monsieur Candy (tal el nombre del personaje de Di Caprio, sureño bárbaro, francófilo pueril) goza de algo que no podemos gozar.
El tráiler hacía trampa en particular, por invitar a la diversión con una escena no divertida, y hacía trampa en general, por señalar en Django solo una de sus aristas. No mentía, porque quien busca tarantinadas encuentra tarantinadas, pero es muy notable que la violencia tiene en la película un tratamiento predominantemente poco festivo. Si bien el mismo Tarantino explota como un dibujo animado, las capuchas del KKK resultan ser bastante malas y Django cancherea al final, después de dinamitar a los blancos, al negro del patroncito y la finca negrera toda, la violencia no es siempre catártica. Matar a un tipo que trabaja la tierra con su hijo, escuchar los huesos que se rompen para solaz del César y mirar cómo los perros destrozan a un esclavo: en esos momentos la violencia pesa.
El único problema de Django surge de esta oscilación entre seriedad y reviente. A veces parece como si Tarantino hiciera un movimiento, y pensando en su posible captura hiciera a continuación otro, de signo contrario, como despegándose a la vez de los dos sectores de su público menos volátiles: los fans y los críticos. Pero lo cierto es que el cine de Tarantino no parece el de un tipo preocupado por embromar o complacer a sus fieles sino el de un cineasta increíblemente dotado que tiene que sobrellevarse a sí mismo. Es como si dentro de Tarantino convivieran dos figuras no complementarias: la del Todo-excepto-el-cine-me-chupa-un-huevo y la del Soy-algo-más-que-un-chico-del-entretenimiento. La primera figura es fascinante. De ella deriva la fiesta y el gozo de Death Proof, y de su formulación autoconsciente, la rotunda afirmación del cine que significa Bastardos sin gloria. De la segunda deriva la preocupación por dejar en claro que con Django tiene algo para decir sobre el esclavismo, como si en la genial escena de la taberna de Bastardos sin gloria, en la que King Kong y la historia de los negros en América resultan respuestas igualmente adecuadas al mismo grupo de preguntas, no lo hubiera hecho ya, terminantemente. O peor aún: como si fuera importante saber que Tarantino piensa de manera correcta.
Hay un segundo nivel de lectura política en Django, que excede por mucho la cuestión esclavista. Me refiero a una reflexión sobre la violencia que persiste en la historia de los Estados Unidos y caracteriza también su presente. Dicho de manera crítica: en Django no se habla solo de un periodo histórico sino también de una vinculación cultural de largo plazo entre América, la dominación y el entretenimiento. Esta idea no se apoya en un subtexto algo borroso que requiere de la buena voluntad hermenéutica para salir a flote. Tarantino enfrenta el tema, lo pone ahí, bien a la vista, cada vez que Monsieur Candy monta su circo de sangre y el montaje nos obliga a mirarlo mirar, manteniéndonos a salvo de la identificación. El momento fundamental en este sentido es el del esclavo devorado por los perros. El cazarrecompensas alemán que interpreta Christoph Waltz da vuelta la cara ante la escena que el amo Candy disfruta sin pestañear. Django, en su papel de negro comerciante de negros, no mueve una ceja. Estoy un poco más acostumbrado a los americanos que él, dice.
Pero lo apasionante de Django no pasa por el modo en que Tarantino condena el esclavismo ni por las ironías que dirige contra la cultura violenta de la que participa (lo primero es obvio, lo segundo indudablemente interesante: quien necesite una película seria, para hablar citando nombres más acreditados que los de Corbucci y Franco Nero sabrá cómo aprovechar estas honduras). El triunfo cinematográfico de Django se debe a que hace brillar cuatro cosas en las que Tarantino es grande. Las dos primeras son tan evidentes que hasta sus detractores las reconocen; hablo por supuesto de los diálogos y la creación de personajes (incluyo en esta rúbrica la dirección de actores). Las otras dos han sido un poco menos señaladas. Tarantino es dueño de una imaginación fervorosa (de un coraje, de un capricho) que le permite expandir y contraer las secuencias hasta límites pocas veces alcanzados por el cine de vocación popular posterior a Hitchcock; el mejor ejemplo en Django es la cena en casa de Monsieur Candy, que cambia de tono y de dirección durante treinta minutos –del aperitivo a la torta, de la cocina a la biblioteca– sin perder ímpetu ni crujir jamás. La fiesta de sangre que sigue a esta cena (o que la continúa por otros medios) ilustra el último de los cuatro brillos tarantinescos, quizás el más importante.
Con sus idas, vueltas y esporádicos traspiés, Tarantino es el cineasta que más ha hecho por liberar la violencia de las ataduras representacionales que el buen pensar le ha fabricado lentamente. Que busque inspiración en los lugares en los que suele buscarla tiene otro motivo además del gusto y el interés por leer la historia desde sus zonas desprestigiadas: las fuentes no clásicas de las que Tarantino se alimenta –el cine de acción hongkonés, las películas de kung fu, Russ Meyer, el western y el poliziottesco italianos, la blaxploitation– tienen en común el hecho de haber nacido durante un tiempo en el que los filtros de la corrección eran menos perentorios, y una venganza podía concluir sin moralinas, y una mujer podía recibir una trompada. Un cine anterior al INADI espiritual en que vivimos desde hace aproximadamente treinta años: de ahí saca Tarantino su energía. Además de Bastardos sin gloria en su totalidad, el momento más autoconsciente en este sentido es el final de Kill Bill, cuando después de su venganza Uma Thurman, sola, en el baño, amaga con llorar y en cambio ríe jubilosamente, como diciendo: y sí, maté y me siento bárbaro, si querés un plano compungido andá a ver en unos años La noche más oscura. Django transita también este camino. La gran masacre en la finca de Candy es una coreografía de sangre que celebra el movimiento mientras pinta de rojo las paredes. Incluso teniendo en cuenta que está ubicada justo después de que el Candy explique con una calavera la inferioridad natural de los negros, su sobrecarga formal y hemoglobínica la pone fuera del alcance de la mera justificación sociológica.
Y sin embargo, a la luz de Bastardos sin gloria Django no deja de ser una película más bien circunspecta. Fundamentalmente por una razón: si en Bastardos sin gloria Tarantino afirmaba el poder de la ficción haciendo volar a Hitler por los aires, en Django se toma una, diez, mil libertades pero se cuida de la Historia. El único pero que se le puede poner a una película tan notable deriva justamente de este cuidado, de la obligación de decir algo correcto sobre un sistema atroz. Cuando Tarantino quiere resumir su posición frente al tema más a la vista de Django no puede hacerlo sino a través de un énfasis. Es lo que sucede con el plano del campo de algodón bañado en sangre de esclavista: una metonimia que impugna un modo de relación social por medio de las consecuencias que provoca, y que no tiene más virtud que la de confirmar lo que todos sabemos aprovechando la plasticidad predigerida que otorga el rojo sobre el blanco.
3
En Good Men, Good Women –la última de las películas que componen su trilogía de la historia (las otras dos son Puppetmaster y A City of Sadness)– Hou Hsiao-hsien pone en relación a dos mujeres muy distintas, y con ellas dos épocas de su país, Taiwán. Una de las mujeres fue parte y víctima de la gran historia: combatió en la guerrilla antijaponesa y fue perseguida luego por comunista. La otra atraviesa una crisis personal y espera el inicio de la filmación de una película sobre la primera, en la que interpretará el papel principal. Lo que sabemos de una proviene de su testimonio oral; lo que sabemos de la otra de su diario, arrancado de la intimidad por un ladrón que la acosa enviándole fragmentos por fax.
A partir de estas dos mujeres –interpretadas por la misma actriz– Hou investiga los lazos y las disociaciones que existen entre pasado y presente, Historia e historia, oralidad y escritura, vida pública y vida privada. Hay una virtud incuestionable en Hou: no somete un tiempo a las reglas del otro. No es sacerdotal. Propone unas vagas analogías que permiten la conexión y unas diferencias específicas que significan la Historia. Incluso las canciones ligadas existencialmente a cada mujer –una grupal y militante, la otra solitaria y melancólica– señalan sus diferencias y el cambio de época.
La trilogía no solo ocupa un lugar importante dentro de la obra de Hou sino también dentro del cine de Taiwán. Es un proyecto de los años 90 que se permite (y al que le permiten) volver sobre el pasado sin la obligación de la propaganda, después de décadas de censura y Guerra Fría. El peso del acontecimiento se nota en las películas. Especialmente en esta, sobrecargada de corrección y apocamiento. Hou es un director extraordinario, pero no esta vez. ¡Qué lejos está Good Men, Good Women de las glorias opuestas –una realista, otra narcótica– de Dust in the Wind y Flowers of Shangai! ¡Qué lejos de las motos eternas de Goodbye South, Goodbye y la melancolía tecno de Millenium Mambo!
Las cosas andan mal desde el principio: un énfasis paranoico gobierna la secuencia que sigue a los títulos. Vemos a una mujer en su departamento. Está sola, tiene ropa negra, el pelo sobre la cara y camina con los hombros caídos hacia adelante, como sin saber qué hacer. Después sabremos que es actriz, y que prepara una película sobre la persecución de opositores que siguió al arribo de Chiang Kai-shek al gobierno. Pero por ahora solo tenemos señales de su aislamiento, tan contundentes que nos permiten lanzar una hipótesis fuerte sobre su estado de ánimo sin necesidad de palabras. Enseguida, para fortalecer los signos, llega la información sobre su novio muerto y el robo de su diario íntimo.
Sabemos entonces que la mujer está afligida, triste o depre (el grado de incordio depende del nivel de angustia que maneja nuestro espíritu). Pero Hou quiere más: quiere un punto de anclaje que acentúe la soledad y el peso de las paredes. Para conseguirlo juega dos cartas. Primero, la del contraste. El televisor reproduce para nadie imágenes de Primavera tardía, una de las tantas grandes películas de Ozu, en la que vemos a una joven feliz, andando en bicicleta al aire libre, con un hombre al lado. Hou retuerce la cámara para ir hacia la tele y encuadrar conjuntamente a la mujer de Ozu (que luego irá hacia la resignación, pero no importa) y a la suya propia. El resultado es claro: encierro contra paseo agradable, soledad contra compañía, rictus de angustia contra sonrisa descomunal. Primavera tardía contra lo que en Hou parece un otoño temprano.
La segunda carta es todavía más exagerada. En el lugar hay una cama, un espejo, una mesa, ropa, unas papas Pringles, una heladera, un VHS y bastante espacio libre. También hay dos peceras situadas estratégicamente para que el encuadre las ubique a veces en los bordes laterales del plano, una a cada lado de la mujer. Entonces podemos ver tres veces el ensimismamiento, ya que los pececitos dan las mismas vueltas que la muchacha en su departamento vidriado.
4
El aerosol, el campo de algodón ensangrentado y las peceras cumplen la misma función: concentran el sentido en una imagen poderosa, de fácil lectura. Es posible que no haya muchas películas –al menos fuera del cine experimental, que tiene sus propios inconvenientes– que carezcan de un objeto o una situación de este tipo, capaz de ser interpretado retóricamente. En Mouchette la niña que no encaja desafina en la clase de canto. En Tierra de los Padres –una película que recorre como en una letanía el odio político argentino– dos gatos se disputan una paloma. En Taxi Driver, una pastilla disolviéndose en un vaso anuncia y representa el retiro definitivo de la psiquis del tachero. (Haneke solo filma planos de este estilo, así que mejor no mencionarlo). Pero así como hay quienes practican o se abandonan al énfasis, hay también quienes saben combatir esta superstición. Conozco (amo) algunas películas que ofrecen ejemplos contrarios a los que he mencionado hasta el momento, y que permiten entonces observar otras cosas, puede que más interesantes: cómo se sub-indica, cómo se sacude el registro, cómo se resta o suma por encima de lo aceptable. En resumen, cómo se aturde el sentido (a veces por un instante).
Siempre quise escribir esto:
Continuará
(Actualización mayo – junio 2014/ BazarAmericano)