diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Me gustaría comenzar con una cita de Gershom Scholem que dice así: “Hay un misterio en el mundo.” Y ahora sí, comenzar, pero de nuevo.
Un cuerpo puede correr o hacer ejercicios, permanecer inmóvil, ya sea leyendo y despertando así la escritura, o asociando en el diván del analista, o bien mirando absorto y perdido el techo en una actitud peligrosamente depresiva; puede bailar o también pasear; puede, en fin, ejecutar una performance.
Cada una de estas actitudes está asociada a un tipo de escritura potencial; ignorar la diferencia entre estas posibles escrituras es ignorar la diversidad y discontinuidad de lo humano, ignorar que los distintos géneros culturales obedecen a cortes que no permiten ninguna totalización, porque obedecen a prácticas experimentales muy diferenciadas.
El pasear es una práctica experimental diferenciada. No pasea quien se dirige a una dirección determinada; ni tampoco pasea quien recorre una ciudad con un mapa procurando no perder jamás la orientación; tampoco pasea quien va pensando o en una deuda que tiene que saldar o en el proyecto para un artículo o en una demanda que debe imperiosamente presentar.
Pasear –algo que obedece a reglas estrictas– puede estar ligado sí al proyecto de una escritura, pero con la condición de que no se pasee para escribir sino al revés: que se escriba para desentrañar los aspectos inquietantes que el paseo, tras su inocente apariencia, puede revelar. Pues se trata, nada menos que de la vida, esa vida que, a diferencia del laberinto, donde es fácil entrar y muy difícil salir, resulta notoriamente muy difícil entrar, pero estremecedoramente fácil salir.
Es este el caso de la escritura de Surghi desde hace un tiempo ya. De ello da fe cuando dice, respecto a Rousseau, suerte de Virgilio moderno que habilita desde las primeras páginas de este este libro, que “en realidad, el ensueño (rêverie) al que nace no es más que el procedimiento del yo moderno para interrogar lo que tal vez ya no le pertenece: la propia vida”. En consonancia, este último libro de Surghi está preludiado por una cita del mismo Rousseau que es ciertamente pasmosa: “Nuestro verdadero yo no está enteramente en nosotros”. ¿Dónde entonces? ¿Y qué parte de lo que antes se presumía entero está en ese punto misterioso hacia el que la vida se orienta al pasear? Lo que nos viene del autor de Emilio ni bien comenzamos a leer, y por cierto como un rayo en un día claro, es la certeza que le advino al filósofo tras un accidente: estamos a merced de las disonancias del mundo, de la ventura en que impera la ausencia del orden; salvedad de Surghi, que no toma, en cambio, su persistente megalomanía de la que lo salva el poder del estilo, ese que nos conduce a un tiempo más allá del tiempo de nuestra pobre y contingente vida.
Por eso, tras evocar a Rousseau de manera totalmente deliberada, lo que sigue en Paseo, es algo ajeno a los clamores de la prosa, de la pompa y de la circunstancia de algún escrito que le hable a la posteridad. Lo que habla es un simple transcurrir. Virtud de dejarse llevar. Prosa ligera, sí, y no por eso exiliada de la grave que aún hay en el poema que a veces quiere romper o doblar su ritmo.
¿Pero cómo? Todo empieza cuando Surghi deja a su hijo en la guardería, viéndose a través de los presuntos ojos de él, al alejarse; cuando se aleja aparece como extraño a su hijo, ya no es el padre que le retiene la mano, sino el padre que se la suelta y se va. Irse es lo que adviene como misterio.
El narrador ha quedado absuelto para su paseo solitario –y sí, es solitario, porque si tuviera compañía, la inercia del diálogo impondría las simetrías de cada yo, uno sale de sí para responder al otro, o hace lo contrario: se esconde del otro tras las buenas maneras.
Desde luego, en la medida en que el paseo no se confunde con el género de aventuras, el narrador volverá a casa. ¿Volverá? Empero ¿qué queda en el divagar en el espacio y en el tiempo, verdadera retórica de lo ensoñado que todo desplazamiento pone en marcha?
Empiezo por el final del libro. El final es una foto en blanco y negro, una foto modesta como esas que pueblan los libros de Sebald, con quien Surghi está emparentado al igual con Walser y con Sergio Chejfec; la foto muestra una morada en ruinas, en la cual nunca vio entrar a nadie, ni tampoco salir.
Allí balbucea una frase que no sabe ni de dónde viene ni a dónde va: “escombros del pasado es el presente, / modesta, la ruina del ahora”. La frase, que podemos juzgar lírica, si es que la lírica es la confesión del fracaso del yo ante la extrañeza del mundo, empieza con minúscula y no termina ni en coma, ni en punto y coma, ni en simplemente el humilde y rotundo punto. ¿Se trata de un intervalo entre dos desiertos?
Vemos así, el despliegue de las reglas del pasear, herencia del Wanderer del romanticismo alemán. Indolencia en el caminar, apertura al azar del encuentro, como la casa en ruinas, sin intentar incorporar lo que se encuentra a alguna matriz enunciativa; vemos así la incomodidad de un estilo que desdeña la grandeza o la falsa asepsia de la pura enumeración, de un estilo que, en definitiva, balbucea, porque carece de plan previo, porque evoca los murmullos del paisaje urbano y alterna balbuceo y murmullo con el ensueño rousseauniano, ese ensueño que tanto se parece a las constelaciones vagas y oscilantes que rodean a los retratos literarios, y que, al hacerlo, le otorgan profundidad y misterio a figuras que, de lo contrario, se convertirían en una enumeración administrativa.
El narrador ?que Surghi es y no es? evoca, al pasar, a Baudelaire, quien se lamentaba –lamento clásico– de la pérdida del pasado de las ciudades cuando estas sufren la violencia de la pica y de la pala. No se trata solamente, dice, de la pérdida del pasado, es el presente el que sufre la disolución; la persona misma se torna imprecisa –vocablo este último que tomó de un libro de Chejfec, Mis dos mundos: en el libro menciona el mapa de una ciudad que contrasta el trazado urbano con las manchas verdes de parques y bosques donde algo inquietante se suspende. ¿Pasear será eso? ¿Ir hacia lo inquietante? Pienso, ¿no está misteriosamente conectado el ensueño del paseo con ese efecto de suspensión, que a veces puede coincidir con lo que Burke llamaba delight, delicia, voluptuosidad, abandono de las coordenadas habituales, simple maravilla del perderse?
Esta suspensión también obedece a otra consecuencia del paseo que ¿el narrador? habrá de evocar: “narrar –dice– es también perder el hilo del comienzo de lo dicho”.
En su Teoría de la locura de masas, Hermann Broch, a propósito de Descartes, hace un distingo importante: una cosa es el Cogito, yo pienso, y muy otra el Yo vivo. El Cogito está del lado de la racionalidad, de la estrategia, del sistema; el Yo vivo, por lo contrario, está del lado del mundo, de lo heterogéneo, de lo irracional, incluso de lo vago e inaprehensible. El mundo es, para él algo donde la familiaridad se desvanece vertiginosamente, amenazada por el abismo, la discontinuidad, el caos. El libro de Surghi es, desde luego, ajeno a este pathos, aunque la foto final ?el final donde lo que impera es el esplendor de la ruina? nos introduzca abruptamente en él de un modo discreto. Pero el contenido toca efectivamente las afirmaciones de Broch, desde el momento en que se acierta sobre lo extraño: si no hubiera extrañeza, no habría paseo posible, todo se reduciría a encaminarse hacia las distintas servidumbres del orden: uno trabaja, compra medicamentos, atiende reclamos (o los desatiende) o se dirige a una reunión. También es cierto (y cualquier alusión a la actualidad no es casualidad) que uno puede precipitarse en el amok de masas.
De este modo el libro de Surghi se sitúa en una zona lábil y fronteriza entre el orden y el desorden, puesto que el paseante vuelve, por fin, a casa. ¿Qué casa? ¿No es lo escrito la única casa, la ruina que es patria? No obstante, habría que pensar en las implicaciones de este fragmento que transcribo: “Pero la mañana de un paseante reclama siempre el movimiento, el cruce de las calles, el ir por las veredas en el sueño de un recto horizonte, reclama la oscilación en las esquinas a continuar por lo seguro y reiterado o a doblar hacia lo incierto y nuevo, eso propio y exclusivo de su andar, el cual no es más que ligero y atento, o parsimonioso y exultante en el vaivén que requieren sus necesarias distracciones que siempre, quiérase o no, son un reclamo encubierto: ahora un paso más, unas cuantas cuadras, tan solo una hora bajo el sol o en la oscuridad yendo hacia ningún lado y después sí, a casa”.
Hacia ningún lado en lo incierto; un río de orillas resecas, una plaza de plátanos que ondulan en un viento tibio, los muros del cementerio viejo, una calle en que el narrador se desorienta porque veinte años antes la caminó y ahora retorna el viento de la memoria, seguramente sesgada, como todo lo humano; “ahí –dice– el triunfo de la ruina se hace cierto”.
Como siempre, se trata del juego permanente de lo familiar y de lo extraño; cuando lo extraño se familiariza, siempre queda un resto que uno decide, para salvar el orden, dejarlo ir. Luego retornará, como retornan todos los malestares no resueltos, ese malestar que nosotros llevamos a cuesta sin que nunca podamos naturalizarlo del todo. Y luego el cementerio donde las flores marchitas y su agrio olor son la más conmovedora alegoría de la impotencia humana en su lucha contra el olvido. Ahí sí, no hay narrador, es Surghi el que habla, en la vereda de enfrente del cementerio viejo de su ciudad.
Es con el olvido radical también, incluso con el tenaz olvido del olvido, que tropieza el paseante, cuando por ejemplo nos señala: “Ahora, risueño, no puedo más que saberme ridículo en el pasado. Todos lo somos. Tal vez por eso recordar es inventar, y en esa invención hay un realismo destructor de todo aquello que nos avergüenza”.Y, esto es lo interesante, interés que justamente es inherente al método, pues ya se sabe, todo método se caracteriza, antes que nada, por aquello que se prohíbe. ¿Cómo seguir escribiendo entonces? Y sí, la pregunta adviene, ¿quién es el que sigue escribiendo?
No emana de Paseo ningún retrato, ninguna indagación que dé cuenta –por los medios que fuera– de eso que aún persiste como equivocación bajo el rótulo de la psicología del personaje. Si el relato de este ensayo que se escribe en el simple transcurrir de un desplazamiento comienza en primera persona, si el enunciante permanece como tal, desde el momento en que se despide de su hijo en la guardería, y queda sumido en la figura incierta del narrador, ubicado en los entretelones de la extrañeza, ¿qué ocurre en su final al resplandecer solo una frase: “escombros del pasado es el presente, / modesta, la ruina del ahora”?
La cerrada bruma de un barrio ajeno o no reconocido o simplemente perdido, no se despliega en asociaciones autobiográficas, tan fútiles cuando el escritor las exhibe, sean mentirosamente verdaderas o verdaderamente falsas, sino que permanece en la inquietante vaguedad que domina toda vida: lo nuestro, es preciso afirmarlo, ya no es nuestro y quizá nunca lo fue.
Cuando al comienzo hablé de la fenomenología del desplazamiento, enuncié tal vez el ansia de comprender a la ciudad, de ser el único que en su soledad puede aprehender esa distinción escurridiza que la hace singular. Esa distinción no admite una descripción cartografiada ni mucho menos sistematizada porque se trata de una aparición en la desaparición. Y, paradójicamente –aquí evoca Surghi a Simmel, autor de penetración excepcional– esta manera de concebir lo que aparece desapareciendo, es efectivamente un instinto de perdurabilidad. Y a la vez, es lo que Gershom Scholem intuyera como lo que efectivamente hay: “un misterio en el mundo”. Paseo es el cruce del instante con la eternidad –una eternidad por cierto vacía como un cielo desnudo, implacablemente desnudo– que caracteriza admirablemente, como lo percibió Baudelaire, a la modernidad que Surghi aun ve entre las ruinas que hacen a sus días.
(Actualización diciembre 2023 – febrero 2024/ BazarAmericano)