diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Con Sagasti se aprenden cosas: que en el mundo hay unos doce mil faros, nueve mil de los cuales aún siguen encendidos; que existen actualmente siete mil lenguas, de las cuales solo seiscientas tienen más de cien mil hablantes; que el Ojo del Sahara, una extraña estructura geológica con forma de espiral de 50 km de diámetro en medio del desierto, fue descubierto desde el espacio por el primer astronauta que en 1965 realizó una caminata espacial; que hasta 1885, el año en el que un meteorólogo de Vermont inventó un dispositivo para fotografiar un cristal de nieve, toda la belleza de esos mandalas de hielo se perdía para siempre. Se aprende quiénes fueron Purvis Young, Henry Darger o James Hampton, artistas populares estadounidenses, todos autodidactas, que crearon en medio de la noche, en garajes, muros o callejones, con colores brillantes, deshechos y materiales reciclados juntados de la calle obras redentoras sobre niños y santos inocentes. Se aprende que hay un libro de fotografía que se llama El libro de los saltos, donde Philippe Halsman congela con su cámara una serie de instantes decisivos de personajes famosos (actores, científicos, artistas y políticos) suspendidos en el aire, pero que el salto más conocido, el que todos recordamos por su composición y encuadre, es el de la foto de Cartier-Bresson de 1932, la que muestra a un hombre saltando un charco, suspendido en el aire, con el talón rozando la superficie del agua, a punto de caer y fundirse con su propio reflejo.
Sagasti sabe estas cosas porque en el mito de origen de su literatura, en principio, hay un modo de leer infantil vinculado a la cultura tal como se transmite por el libro y la enseñanza: un chico con los ojos grandes de asombro pasando las páginas multicolores de Lo sé todo, la enciclopedia infantil de Larousse de fines de los años 60 que a lo largo de los doce tomos le prometía al lector acceder a la suma del saber universal pasando de artículo en artículo sin seguir ningún orden temático ni alfabético, sin causalidad lógica o narrativa, sin maduración del conocimiento
Pero lo que aprendió Sagasti dando vuelta las páginas de Lo sé todo no reside en la acumulación de los temas y materias tomados uno por uno en su sucesión caótica (los colibríes; quién inventó el microscopio; el vidrio; Mozart, un niño prodigio; los cometas; los grandes navegantes; los animales prehistóricos; el ojo; los eclipses, la Edad de Oro de Grecia; el radar; el enigma de los mayas; el petróleo, las orquídeas, los dioses del Olimpo). Porque conocer para Sagasti no es atesorar una sumatoria de saberes –lo que se sabe por ser parte de una cultura y de una época–, sino ir creando algo nuevo, siguiendo una serie de signos que abren la imaginación a otros mundos. Sin este desplazamiento constante del centro de gravedad, sin ese andar a los saltos que permite ir de un tema a otro, no hay generación ni intensificación del conocimiento.
En este sentido, lo que aprendió Sagasti tiene más que ver con la fuerza de arrastre de la conjunción “y”, el salto de página, el impulso de una lectura que prolonga un tema en el otro para ir produciendo un plano continuo de relaciones: un tren de pensamiento que vive de bifurcarse (como el Expreso de Medianoche que recorre las páginas de Lenguas vivas). En ese intervalo, en esa “y” que empuja hacia adelante y pone a proliferar las series, Sagasti encontró un lugar para su literatura, entendida como una actividad de ensamblaje. Porque esa tercera instancia que surge con cada vuelta de hoja es nada más y nada menos que la conciencia de un relato de un escritor que no deja de establecer relaciones para ir de una cosa a la otra por túneles secretos. Conocer es ahora algo más que un mero acopio enciclopédico de representaciones del mundo; es un acto creador mediante el cual la escritura introduce –inventa–, de manera retrospectiva, una relación entre los diferentes términos de una constelación para construir una vasta combinatoria de series que entran en correspondencia. La casualidad de la enumeración caótica se transforma en una causalidad poética que estaba virtualmente allí, entre las cosas, pero que sin el chisporroteo sináptico de la escritura de Sagasti pasaría desapercibida.
Lo decisivo no es entonces lo que Sagasti sabe, sino el proceso, el conocimiento que está haciéndose en el escritor cuando, por ejemplo, de la foto de Ludwig Wittgenstein que abre Lenguas vivas –el filósofo enfrentado a la cámara con la mirada perdida delante de un pizarrón borroneado con furia–, pasamos a la foto en la que Albert Einstein está escribiendo con tiza “R subíndice i k igual a cero”, la fórmula sobre la densidad de la Vía Láctea, ese sitio lleno de gases y polvo de estrellas que evocan las manchas blancas sobre el fondo oscuro del pizarrón mal borrado de Wittgenstein. Lo escrito y lo borrado se confunden en el polvo blanco de la tiza, acumulado en capas sobre el pizarrón, flotando en nubes o cayendo perpendicular sobre el suelo, como cuando borraba la maestra.
Cada término actúa sobre otro en una coreografía de formas danzantes donde se arremolinan nebulosas de personas, cosas, lugares, sonidos, voces, lenguas, colores, figuras, relatos, edades, difícil de describir porque lo que ve y conecta Sagasti es simultáneo y la escritura es sucesiva (aunque un pizarrón no tiene renglones). A Wittgenstein, por ejemplo, el frío lo hacía pensar, por eso se muda de Cambridge al frío de Noruega para vivir en una cabaña entre la nieve. Pura matemática bajo cero, los copos de nieve están formados por diminutos prismas hexagonales que se pierden para siempre cuando el cristal se derrite y que recién en 1885 logró congelárselos por medio de un dispositivo fotográfico. Las cosas en Sagasti se transforman en imágenes o en ecos, según una auténtica retórica de las cristalizaciones azarosas. Son cosas que no se ven o no se escuchan sin que hagan ver o escuchar otra cosa: seis son los lados del hexágono (el diagrama al que recurre la naturaleza para ocupar la mayor cantidad de espacio posible); seis son también las proposiciones de las cuales Wittgenstein deriva uno a uno todos los enunciados de su programa filosófico, hasta perderse en el aforismo que más conocemos, ese que dice que de lo que no se puede hablar es mejor callar. De allí debía venir el gusto de Wittgenstein por la nieve y por lo blanco –descubre Sagasti–, porque la nieve caída acalla y absorbe los sonidos humanos. Como la nieve cayendo en las trincheras de la Primera Guerra, donde Wittgenstein escribió su Tractatus. O como el blanco del papel o de la pantalla de la compu antes de escribir, cubriéndose de palabras que expanden simétricamente sus tentáculos por la página en múltiples direcciones a la vez, como un cristal de nieve que crece por los bordes.
Sagasti sabe que el universo está formado por líneas de sentido entrecruzadas que conectan las cosas, y que esas líneas construyen figuras a medida que avanzan, “formas en las que nos representamos algo”, leemos. Y a partir de esas condensaciones de sentido azarosas se escriben libros como Lenguas vivas, donde hay pizarrones y cristales de nieve, saltos y trenes nocturnos, artistas chamanes y narradores de la tribu, aureolas y brillos de estrellas, astronautas y soldados de la Primera Guerra, faros, antorchas y fogatas; lenguas secretas y colores resplandecientes, celdas oscuras y cuevas rupestres, lenguas olvidadas y voces íntimas, girando en redondo e interpretándose entre sí.
Por eso es el más artista de nuestros escritores: pinta, fotografía, dibuja, compone, tararea con palabras que capturan y encierran entre límites la estructura vibratoria de materiales en continua transformación. El arte es la transformación de la energía en sensación, la traducción de fuerzas en formas gracias a un arte de entrar en los flujos y componer a partir de ellos un orden de coexistencias sensibles en oposición a la construcción de argumentos o a la invención de intrigas. Nieve, noche, mar, trenes, oscuridad, brillo, fuego, alturas, saltos, piedras, cuevas, alturas son “entradas”, fragmentos materiales de un mundo que no deja de mandarnos signos y que, por consiguiente, pueden ser formulados en el lenguaje.
Pero en medio de esos torbellinos de signos condensándose sobre la página, hay algo que Sagasti no sabe: no sabe las palabras que lo tocan y que reverberan en la conciencia, no conoce de antemano los signos que le salen al encuentro, forzando a la escritura a cambiar de dirección y de velocidad; ni alcanza a entender por qué las percibe con tanta intensidad. El escritor choca contra un signo indescifrable, en apariencia insignificante, que repercute en otro signo para ir estableciendo un cierto nivel de tensión, una atmósfera de alusiones y equívocos cargada de dolor e indeterminación creadora. Por ejemplo, ¿qué hace tan remarcables las palabras en diminutivo? ¿Qué mundos envuelven expresiones como “soldadito de juguete” o “mesita de luz” pronunciadas por un adulto? “Tal vez sea porque usualmente son los niños”, los mismos que miran a la maestra escribir y borrar el pizarrón, “los que hablan de ese modo”, como hablaba Sagasti, de chico, cuando se dormía mirando sobre la mesita de luz a unos soldaditos de juguete cubiertos de un material fluorescente que lo hacía brillar por unos instantes en la oscuridad después de apagada la luz del velador. “Casi siempre la luminosidad los abandonaba antes de que nos durmiéramos” –evoca Sagasti, y en ese discreto “nosotros”, que se introduce sigilosamente en la enunciación, resuena otra voz que se mezcla con la suya, la voz de un hermano apenas mayor dormido en la cama de al lado, rodeado por un halo, en la penumbra del cuarto, brillando por su ausencia a lo largo de un relato que velará por su sueño hasta arribar al centro inefable de Lenguas vivas, el comienzo del drama, el Aleph de dolor, el punto del universo de Sagasti donde comienzan todas las historias: el verano en el que el hermano se tiró a una pileta y el cambio de temperatura le provocó un infarto.
Esa muerte incomprensible, ese salto decisivo velado por el reflejo cegador de la nieve, es lo que Sagasti no sabe; o lo que Sagasti, sabelotodo hasta el final, no sabe que sabe, que es como se saben las cosas cuando se saben con el cuerpo. El cuerpo sensible, hecho de conexiones sinápticas, fibras nerviosas y órganos, el de la piel erizada y el pulso acelerado, el de las cicatrices y los tics nerviosos, el del nudo en el estómago y los trastornos del sueño, el de los escalofríos y los ataques de pánico, el de la boca seca y el sudor frío. ¿Qué es lo que está actuando por detrás del individuo, debajo de la nieve, sino el cuerpo finito y viviente sumergido en el flujo continuo de sensaciones, emociones y afectos que vienen “de las tripas”? Como un animal herido que aúlla de dolor y se lamenta, un duelo interminable corre por debajo de la superficie blanca cubierta de cristales de enunciados, asegurando la continuidad de una escritura que circula gracias a lo que espera agazapado en el campo de lo no narrado, listo para abalanzarse. Saber es ahora mucho más que la actividad mental de un sujeto que asocia cosas disímiles para producir una causalidad artificial o “mágica”, como decía Borges; saber es una cuestión vital para un sujeto sensible que no conoce los afectos y las emociones que lo mueven, capaz de vibrar ante el menor signo para volverlo tinta, papel, imagen, voz, colores, sonidos, notas musicales.
Comprendemos entonces que un relato también se construye con lo que no se narra y se muestra velado, el comienzo de un drama asordinado por la nieve. Existe entonces otro nivel, ya no referido al orden impersonal de un saber que gira en el blanco, deslizándose de un signo a otro. Dejamos el encadenamiento horizontal de los elementos para hundirnos en la nieve hasta “la médula misma del dolor” comprimida en el fondo del cuerpo del que escribe. La cuestión ya no consiste en trazar frías asociaciones mentales entre cosas heterogéneas, sino en determinar qué efectos producen los signos en la potencia de actuar de ese cuerpo tocado por el caos, si la muerte del hermano lo deja sin palabras, habitado por fantasmas, o si a través de esa muerte revive, aferrado a la vida y a su impulso vital, con la convicción de estar vivo. Son señales de vida que le hace el mundo, faros o fogatas que orientan al artista en la noche de la escritura y que, en definitiva, son lo único que puede saber.
Saberlo todo es ahora experimentar con todo, descubrir que hay signos que no consisten en saber y conmoverse lo suficiente ante ellos como para seguirlos. El artista toma lo que necesita del mundo y los somete a su perspectiva para hacer ver algo de sí mismo y experimentarse como vivo. Porque, finalmente, se trata de la vida del que ya no está tanto como de su propia vida, multiplicada e intensificada por la emoción de estar vivo que viene de la literatura cuando escribir es “creación de una salud” y voluntad de vivir, como sospecha Deleuze en Crítica y clínica.
De allí la figura del “último hablante” que se repite a lo largo de Lenguas vivas, hombres y mujeres en quienes se concentra la totalidad de una lengua que se aferra a ellos como a los maderos de un naufragio. Cuando la voz del último hablante se apague, el ubijé, el warrungu, el sirenik, el yagán o el eyak se ahogarán por falta de aire. Volverán entonces al ruido indiferenciado del que salieron –la infancia del lenguaje–, formas vocales vaciadas de sentido que algunos pocos podrán leer en un libro, pero nadie podrá pronunciar ni entender: como hojear un Lo sé todo de arena y ver como se nos va deshaciendo entre los dedos mientras pasamos las páginas.
Sagasti pertenece a esa especie, la de los últimos hablantes. Es el narrador de su tribu, alguien con el poder del relato, que es el poder de llevar y dejar huellas para que lo que desaparece siga existiendo en las vidas y las memorias de los que sobreviven confundido con el presente de sus propias fuerzas vitales. Porque con sobrevivir no alcanza: una cosa es estar vivo y otra cosa es saberse vivo y experimentar con su propia potencia de vivir –la potencia del devenir— para restituirle sus derechos al presente, el todo abierto de una gran vida pasada y futura que anida en cada fragmento, penetrando las almas para fabricar mundos posibles de percepciones y pensamientos que se unen y desunen como remolinos de nieve.
El arte extrae del mundo algo del orden de lo vivo, capturado por un color, una voz, un sonido, una palabra, una imagen de la vida multiplicándose en el espacio y en el tiempo hasta ocupar el universo entero y hacerlo vibrar, sin pena ni nostalgia, con la “alegría franca renuente al pensamiento” de quien lee y escribe con toda la historia de su cuerpo encima, entregado a la emoción de sentirse vivo.
(Actualización diciembre 2023 – febrero 2024/ BazarAmericano)