diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El origen de este “Rescate” es la reedición de Amor y anarquía: escritos de Luisa Capetillo. Edición revisada, ensayos críticos y testimonios de la activista anarcofeminista puertorriqueña Luisa Capetillo, que salió este año por Editora Educación Emergente (Cabo Rojo, Puerto Rico). La publicación forma parte de la próxima conmemoración del centenario de la muerte temprana de Capetillo (1879-1922). Leemos en la Nota de presentación editorial sobre el libro: “Amorosamente editado por Julio Ramos y originalmente publicado en 1992 por Ediciones Huracán, el volumen Amor y anarquía cuenta en la edición actual con un nuevo prólogo de Ramos (reproducido a continuación) y una entrevista suya a Norma Valle Ferrer, así como con una antología de ensayos críticos y testimonios de: Teresa Peña Jordán, Félix V. Matos Rodríguez, Carmen Centeno Añeses, Nancy Bird-Soto, Sonia Fritz Macías, Carmen Ana Romeu Toro, Jorell Meléndez-Badillo, Beatriz Llenín Figueroa, Luis Othoniel Rosa, Raquel Salas Rivera y Lissette Rolón Collazo. El arte de portada, así como la serie conmemorativa que hemos comisionado para honrar la memoria de Capetillo son de la artista Zuleira Soto Román. Pese a todo lo que nos acontece hoy en Puerto Rico, resistimos, recordamos y proponemos.”
A continuación, publicamos el texto de apertura del libro de Capetillo, cuya disposición agradecemos especialmente a su autor, Julio Ramos.
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Prólogo (post-2019) a la nueva edición de Amor y anarquía: escritos de Luisa Capetillo
Julio Ramos
La activista anarco-feminista puertorriqueña, Luisa Capetillo (Arecibo, 1882 - San Juan, 1922[1]), publicó cuatro libros en vida: Ensayos libertarios (1907), La humanidad en el futuro (1910), Mi opinión sobre las libertades, derechos y deberes de la mujer (1911) e Influencias de las ideas modernas (1916). Ya para comienzos del siglo XX, sus escritos e intervenciones adelantaban un vínculo singular entre feminismo y trabajo sin escatimar las tensiones internas de las asociaciones obreras en las que Capetillo tuvo una participación destacada, particularmente la Federación Libre de Trabajadores de Puerto Rico, donde se desempeñó como organizadora, agitadora y periodista por varios años mientras laboraba también como lectora a sueldo en fábricas de cigarros. Más allá de la reducida –aunque importante– coyuntura sindical, sus escritos conjugan la crítica del régimen y las ideologías del trabajo (llamado) productivo con la impugnación del horizonte normativo, moral y jurídico que sostiene la desigualdad entre los sexos en el amarre de una lógica de la reproducción de la vida familiar y de la propiedad privada. La impugnación del régimen laboral/moral articula una ética singular que desplaza y reubica el cuerpo (explotado) del trabajo en el despliegue de un “arte de la existencia” que se manifiesta en sus prácticas, su estilización de la vida y su reflexión crítica sobre detalles aparentemente mínimos de la vida diaria, por ejemplo, la alimentación, el ejercicio, la ropa o la energía sexual[2].
De ahí que tras las protestas multitudinarias de julio del 2019 en Puerto Rico y otros países latinoamericanos no sea nada casual que el pensamiento radical de Luisa Capetillo provoque nuevas lecturas y discusiones, a tono con las reflexiones críticas que han desencadenado las revueltas[3]. Su antiautoritarismo, su aproximación a la disrupción del régimen del trabajo en la huelga general como una instancia iconoclasta y festiva de la justicia, recupera ahora un sentido renovado. Lo mismo ocurre con su atención a las micropolíticas de la vida cotidiana, inseparables de la importancia que Luisa le asignaba a la performatividad en su análisis de las transformaciones sociales, tal como demuestra Beatriz Llenín Figueroa en su trabajo para este volumen. Todos estos aspectos de su quehacer radical anticipan el devenir de nuevas subjetividades y prácticas políticas en el mundo contemporáneo. Si pensamos que las protestas de 2019 lograron interrumpir y dislocar el tiempo cifrado de un poder espectral –un poder naturalizado en la ilusión de perpetuidad que se proyectaba en la pantalla del imaginario colonial como el destino irrevocable del saqueo, el abandono y la necropolítica–, ahora toca también pensar cómo esta misma interrupción moviliza la reinterpretación del pasado y la historia de los deseos, nunca cumplidos ni claudicados, de un mundo habitable, igualitario, justo, menos tóxico. Es un soplo que nos llega a veces como un rumor desde otro tiempo, desde otro mundo que persiste en éste, en las voces alternativas del pasado o en la letra (re)animada por lxs investigadorxs del porvenir.
Publicado originalmente en 1992 por Ediciones Huracán de Río Piedras, Amor y anarquía: los escritos de Luisa Capetillo ha contribuido por casi tres décadas a la relectura de la obra de la intelectual anarquista boricua, cuyos libros no habían vuelto a reimprimirse desde sus primeras ediciones a comienzos del siglo XX. La biografía de Norma Valle Ferrer, Luisa Capetillo, historia de una mujer proscrita, publicada dos años antes, había renovado el interés mediante una rigurosa investigación de prensa sobre el arresto de Luisa en La Habana por usar ropa de hombres en 1915. Aunque Valle Ferrer publicó posteriormente una edición de la Obra completa de Capetillo en 2008 (un libro casi imposible de encontrar), hasta comienzos de 1990, cuando se publicó Amor y anarquía, los textos de Capetillo eran inaccesibles y prácticamente desconocidos. La única colección completa de las ediciones originales, de las cuales quedaban poquísimos ejemplares, se encontraba en la Biblioteca de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, estampada con el sello de “Luzbel”, cuño de la colección personal del ensayista y bibliófilo Antonio S. Pedreira, uno de los fundadores de la institución literaria puertorriqueña. El estampado es una huella, un rastro de los efectos paradójicos que genera el desplazamiento de estos materiales entre los lugares jerarquizados y antagónicos de la cultura. Está claro que Capetillo no había escrito sus libros y folletos para el reposo en los anaqueles de las bibliotecas o los archivos históricos. Su escritura estaba orientada, más bien, por las exigencias de la acción política, motivada por la creación de vínculos y articulaciones en una esfera de sociabilidad y sensibilidad obrera que Carmen Centeno Añeses (2005) ha identificado como la esfera pública de una alternativa modernidad proletaria. La prioridad que se le asigna a la acción directa y a la escritura como técnica en los entornos socio-discursivos que Alexander Kluge y Oscar Negt denominaron contra-esferas públicas ([1972] 1993) (concepto afín al de contra-públicos subalternos de Nancy Fraser [1990] y de la misma Centeno Añeses) suscita toda una serie de interrogantes sobre escritura y activismo y sobre el tipo de acción social que supone el trabajo de las palabras. Se nos invita a considerar las dimensiones reflexivas, conceptuales, de los actos escriturales incluso en la coyuntura apremiante, urgente, de las luchas obreras y en textos designados (y clasificados) como ocasionales o circunstanciales. ¿O será que estas escrituras efímeras, próximas a la contingencia y los accidentes del presente, cancelan los presupuestos teóricos de las intervenciones, el tejido reflexivo, conceptual, de los actos verbales?
Los escritos de Capetillo presionan a considerar la temporalidad de su pensamiento: el tiempo de la escritura de la activista. Presionan asimismo a investigar el vínculo sensible que imprime la intervención “directa” con la dimensión imaginativa del activismo, en la que lo virtual resulta inseparable de la condición realizativa de las palabras como actos o instancias de actualización[4]. Me parece que a esta dimensión de las prácticas políticas se refiere Lissette Rolón Collazo cuando nota en su “carta” a Luisa, “Querida L., Te abraza L. (Parte del Epistolario Boricuir)”, incluida en este volumen, “la importancia de la imaginación radical que es capaz de crear otra vida, otros modos de relacionarnos, otras justicias y reparaciones” (ver también Alejandra Castillo [2020b]). La dimensión virtual o imaginativa de la acción no sólo proyecta imágenes del futuro, sino que posibilita, en el presente de la vida política, la elaboración de conceptos, posiciones de sujeto, estilos o formas sensibles de intervención. En el caso particular de Capetillo, estas formas sensibles (es decir: formas inseparables de nuevos modos de percibir las cosas y las conexiones) desbordan o desprograman los marcos de la autoridad cultural, los espejeos del reconocimiento social, perpetuados por los regímenes intelectuales instituidos. De ahí que el historiador Jorell Meléndez-Badillo, modificando el concepto de la “ciudad letrada” de Ángel Rama, acuñe el concepto alternativo de la “barriada letrada” (2021) para referirse a la intensidad plebeya de una cultura letrada distinta. Pero el impulso igualador de Capetillo subvierte cualquier intento de perpetuar los cercos ilustrados de la escritura, el prestigio o capital simbólico de la letra: “Por la misma calle y acera pasa el criminal que el abnegado, el uno va al presidio, y el otro a la cátedra. Sin embargo muchas veces salen de las cátedras y universidades bandidos y criminales, y de los presidios apóstoles y sabios” (MO, p. 141). A su vez, para complicar más las cosas, el impulso iconoclasta (que por ejemplo notamos en la emblemática escena de la quema de libros durante la huelga general que Capetillo narra en su singular relato utópico, La humanidad en el futuro [1910]) coexiste con la fuertísima atracción –o seducción– que ejerce la autoridad literaria en Capetillo (ver mi Estudio Crítico reimpreso en esta edición y Ramos [1991]).
La propia confección material de sus libros –que, por cierto, comprueban el alcance de la cultura impresa y de la lectura en el mundo de los trabajadores, sobre todo de los obreros artesanos, impresores y tabaqueros de las primeras décadas de siglo XX, tal como demuestran ampliamente los materiales incluidos por Ángel Quintero Rivera en su antología de documentos proletarios (1971)– tiene un aspecto urgente, contingente, que con frecuencia entra en tensión con el gesto reflexivo de las operaciones literarias y filosóficas que nunca desaparecen de la escritura y la oratoria de Luisa o de varios de sus contemporáneos. Por el contrario, esos intervalos virtuales proliferan en su escritura y cumplen una función clave en los procesos de su autorización alternativa.
Un efecto de la contingencia de la escritura de Capetillo es la marcada heterogeneidad que socava los marcos disciplinarios y resiste toda clasificación genérica. Bajo cualquiera de sus títulos encontraremos una mezcla de aforismos, crónicas, apuntes autobiográficos, notas, reseñas, ensayos, cuentos, consignas, piezas teatrales, relatos utópicos, proclamas, artículos de opinión y discursos pronunciados en la tribuna obrera. Tampoco es raro que Capetillo incluya textos de otros, cartas, extensas citas o traducciones que confirman un concepto alternativo de autoría (y de autoridad) literaria, apoyada en una ética radical de la colaboración, a tono con su colectivismo y su impugnación del régimen de la propiedad privada.
Esto explica por qué algunos de los primeros comentadores de Amor y anarquía consideraron los escritos de Capetillo como un “aglomerado” carente de la coherencia o sistematicidad distintiva de una “obra”. La vibrante heteronomía de los libros de Luisa, puntualizada por la contingencia de las formas mínimas, fragmentarias, de una escritura que surge como respuesta rápida, a veces improvisada, a las exigencias políticas del presente, choca con ese concepto totalizador de “obra”. Como suele ocurrir, el rechazo de las formas fragmentarias idealiza la trascendencia de las formas completas u orgánicas, la supuesta totalidad del libro, su condensación temporal o duración.
Al relativizar el juicio esencialista contra las formas fragmentarias o “incompletas” conviene recordar que los escritos de Capetillo empalman con una amplia discusión iniciada en aquella misma época (y recurrente aún en la nuestra) que replanteaba la relación entre escritura y vida, forma cultural y experiencia, en términos de un vitalismo radical. En contextos diversos, otros contemporáneos suyos también concebían la escritura como un modo de intervención capaz de generar no sólo representaciones o ideas, sino también efectos políticos, modos y estilos de vida y sociabilidad que desbordan el marco institucional del libro, objeto de ontología dúctil que condensaba el reclamo de autonomía y autoridad intelectual. Vale la pena mencionar, por ejemplo, la crítica de la ideología del libro orgánico o unitario manifestada por dos intelectuales contemporáneos de Capetillo, J. C. Mariátegui y W. Benjamin, ambos muy atentos a los vínculos entre escritura y acción revolucionaria. Me refiero, primeramente, al comentario de J. C. Mariátegui en su advertencia/prefacio de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana [1928], donde señala lo siguiente:
[No] es éste, pues, un libro orgánico. Mejor así. Mi trabajo se desenvuelve según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción intencional, deliberada, de un libro, sino a aquel cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e inadvertidamente. Muchos proyectos de libro visitan mi vigilia; pero sé por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital me ordene. Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de –también conforme un principio de Nietzsche– meter toda mi sangre en mis ideas. (2007, p. 5)
El mismo año de publicación de los ensayos de Mariátegui, Walter Benjamin impugnaba el gesto universalizante del libro al defender un concepto alternativo de la literatura abierta al uso de las “comunidades activas” del tiempo contemporáneo:
La construcción de la vida se halla, en estos momentos, mucho más dominada por hechos que por convicciones. Y por un tipo de hechos que casi nunca, y en ningún lugar, han llegado aún a fundamentar convicciones. Bajo estas circunstancias, una verdadera actividad literaria no puede pretender desarrollarse dentro del marco reservado a la literatura: esto es más bien la expresión habitual de su infructuosidad. Para ser significativa, la eficacia literaria sólo puede surgir del riguroso intercambio entre acción y escritura: ha de plasmar, a través de octavillas, folletos, artículos de revista y carteles publicitarios, las modestas formas que se corresponden mejor con su influencia en el seno de las comunidades activas que el pretencioso gesto universal del libro. Sólo este lenguaje rápido y directo revela una eficacia operativa adecuada al momento actual. (2005, p. 15)
La crítica del “marco literario” potencia la “verdadera actividad literaria”, una “eficacia” robustecida por la proximidad (o la identificación) entre la escritura y la acción. El dinamismo del vocabulario vanguardista de Benjamin en esta cita de Dirección única puede leerse como el correlato de otro de sus textos más conocidos, El autor como productor ([1934] 2004), donde también remarca el fundamento de la “comunidad activa” con un énfasis que confirma la afinidad y el diálogo con Bertolt Brecht y cierto paralelo, en un registro muy diferente, con el concepto del “intelectual orgánico” que Antonio Gramsci elabora en “La formación de los intelectuales” ([1921] 1967). La crítica del “gesto universal del libro” en palabras que convocan a la militancia o al activismo, empalma con los persistentes debates sobre teoría y práctica y la división intelectual del trabajo en el interior de las organizaciones o partidos revolucionarios; pero a su vez remite al intento de superar una disyuntiva profunda entre distintas formas (y valor) de acción, como también comprobamos en los escritos de Hannah Arendt (2016).
Aunque Benjamin impulsa la cancelación de la distancia entre escritura y vida, pensamiento y cuerpo en las “comunidades activas” o revolucionarias, su crítica de la “autonomía” intelectual, al promover la apertura de las formas a la energía y prioridad de la acción, reinscribe una serie de jerarquías que lxs intelectuales-militantes provenientes del mundo del trabajo y de las asociaciones obreras experimentaban de un modo muy distinto. Este era particularmente el caso de las mujeres intelectuales, quienes no pasaban por alto la división sexual del trabajo que persistía en el llamado a la prioridad de la acción, llamado que transpira una distribución mayor del lugar y el valor de los cuerpos en un orden que opone fuerza activa a pasividad. La anarquista afroamericana de origen indígena-mexicano, Lucy Parsons (2004), por ejemplo, explica las luchas por las ocho horas de trabajo (que llevarían a los acontecimientos del Hay Market en Chicago en mayo de 1886) como resultado de la necesidad del tiempo necesario para el pensamiento y el cultivo de las facultades intelectuales. Uno de los efectos de la explotación del cuerpo trabajador es precisamente el secuestro de sus facultades intelectuales. Para Parsons, intelectual militante, las exigencias constantes de la “acción” y de la “intervención” suponían el riesgo de la instrumentalización del cuerpo en una distribución utilitaria del tiempo y de la actividad física de la que también había que emanciparse. Este debate corresponde, me parece, a un llamado de cautela ante el menoscabo de las funciones intelectuales en un discurso militante que postula la trascendencia de la acción transformativa.
Luisa Capetillo llega incluso a invertir los términos al defender cierta autonomía y la prioridad de la “inteligencia”. Su apología de la inteligencia se nota particularmente en la respuesta que ofrece a las acusaciones de un amigo barbero, militante, quien tildaba el trabajo intelectual de inútil, derivativo o parasitario del mundo primario de la acción y del trabajo productivo: “Me has dicho que los que escriben no producen, que solamente los que aran la tierra son productores […]. No es la fuerza bruta la que rige, es la inteligencia, sin embargo, la inteligencia es fuerza y luz” (IIM, pp. 61, 63). Aunque la autoridad que ahí le asigna a la inteligencia no justifica ningún privilegio, según Capetillo, la inteligencia es una fuerza que desencadena la experiencia de la innovación y del cambio social. En momentos como ese, su defensa de la inteligencia reinscribe una división del trabajo manual e intelectual, entre cuerpo y pensamiento. Pero no cabe duda de que, como indica Teresa Peña-Jordán en su trabajo clave para este volumen, “Luisa Capetillo: una práctica del cuerpo, el pensamiento y la palabra”, Capetillo deconstruye y subvierte la jerarquía. En efecto, la escritura y las intervenciones de Luisa Capetillo a comienzos del siglo XX alteran una serie de categorías y binarismos legados de la Ilustración, su recorte distintivo entre teoría y práctica, la división entre cuerpo e intelecto, o incluso entre saber y espiritualidad (como confirma también la importancia de su espiritismo, según vemos en el trabajo de Carmen A. Romeu Toro en este volumen). Esto se relaciona con lo que Luis Othoniel Rosa llama la “inteligencia ingobernable” que encarna Luisa Capetillo (ver “La inteligencia y lo ingobernable” en este volumen, y Rosa [2017]). Si bien esa inteligencia resulta inseparable de las dimensiones pragmáticas (es decir, accionales) de su discurso, su forma conjuga poética y política en un mismo gesto performativo, estético-político, como también sugiere Raquel Salas Rivera en su ensayo, “Te <3 Luisa Capetillo, o cómo aprendí a ser ‘socialista ácrata’ en la colonia”.
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Esta reedición de Amor y anarquía también ofrece una ocasión para recordar, aunque sea brevemente, las condiciones que posibilitaron la selección de los escritos de Luisa Capetillo y del estudio crítico que introdujo al libro en 1992. Las condiciones, debates y discusiones que estimularon la relectura de Capetillo en los años 1980 y 90 registraban un giro en el concepto de literatura con que se trabajaba en aquellos años. El título, por cierto, Amor y anarquía, provenía de una frase común anarquista. Había sido el título de una película de la directora italiana Lina Wertmüller (1973) y también de una biografía de la anarquista norteamericana Emma Goldman (C. Falk, 1984), figura muy afín al anarquismo feminista de Capetillo, más cercana a la tradición anarquista del amor libre que a la acción violenta que promovía Lucy Parsons en varios de sus escritos de aquellos mismos años. La frase anónima –amor y anarquía– con que se despedían muchas veces lxs libertarixs que consideraban el amor liberado de los contratos matrimoniales como un correlato de la abolición de la esclavitud moderna del trabajo asalariado, conjugaba en la discusión política aspectos de la vida que habitualmente se consideraban incompatibles.
La propuesta de releer a Luisa Capetillo en 1992 tuvo mucho que ver con las discusiones críticas de la modernidad, el énfasis en las nuevas políticas del cuerpo, del discurso y del saber, que puntualizaron los debates teóricos a comienzos de la década de 1990. Pero también es muy probable que el proyecto de antología y estudio crítico en Amor y anarquía le interesara a Carmen Rivera Icaza, directora de Ediciones Huracán, por sus inquietudes en la revisión del canon historiográfico y literario puertorriqueño de aquellos años. Ediciones Huracán había cumplido un papel decisivo en promover una revisión mayor de la historiografía, las ciencias sociales y la literatura en Puerto Rico entre fines de la década de 1970 y la década de los 1990. Como pequeña empresa independiente, llevada adelante por una editora perspicaz (quien también había establecido la Librería La Tertulia muy cerca de la UPR en Río Piedras), Ediciones Huracán contaba con el apoyo de un equipo de asesores de mucha presencia en el campo intelectual, entre los cuales se destacaban el escritor José Luis González, residente en México, el crítico literario y cultural Arcadio Díaz Quiñones, el historiador Fernando Picó, y unos pocos años después Félix Córdova Iturregui, entre varios otros. Para mi sorpresa, la publicación de Amor y anarquía se programó en la colección de Clásicos Huracán. Esta serie de libros de bolsillo promovía una perspectiva de corte más literario que histórico, aunque sin duda operaba con una noción interdisciplinaria o expandida de la literatura, ligada a las discusiones sobre la historia y la emergente crítica cultural. El detalle de la inclusión de los escritos de Luisa Capetillo en aquella colección de libros de bolsillo confirmaba –ya para comienzos de los años 90– una revisión del horizonte normativo en que se inscribían los vaivenes de la autoridad literaria y el cuestionamiento del canon. De hecho, el volumen de Capetillo en la Colección de Clásicos se publicó con una nota editorial en la contratapa que respondía a algunas de mis dudas:
La tradición está siempre haciéndose y rehaciéndose: no es un museo inalterable. Con esta Colección de Clásicos, Ediciones Huracán desea reactualizar los autores y los textos puertorriqueños consagrados en la literatura puertorriqueña. Se propone, al mismo tiempo, contribuir a la renovación de la manera de concebir lo “clásico”, y la revisión de sus jerarquías convencionales. Hay autores y libros que gozan de legítima autoridad: son fundacionales. Pero su significado va cambiando a lo largo de sucesivas interpretaciones. La aparición de nuevas escrituras o de nuevas situaciones sociales y espirituales lleva con frecuencia a una reestructuración de la “tradición”. En esta Colección interesa tanto difundir los autores fundacionales como las nuevas lecturas. Paralelamente, se prestará atención a textos y autores olvidados o escurridizos, cuya recuperación permita una concepción más dinámica –y a veces polémica– del “legado” cultural.
En efecto, Luisa Capetillo era una escritora anarquista, feminista y obrera. Mantenía una relación radicalmente distinta con la política de la lengua, del “estilo” y los valores instituidos de la literatura que se reproducían en el aparato pedagógico y sus “clásicos”. Incluirla en la misma colección donde aparecerían obras de Luis Lloréns Torres, Julia de Burgos o Manuel Alonso –y donde se proyectaba también la publicación de otros textos formativos de Antonio S. Pedreira y Tomás Blanco– implicaba un desafío a la autoridad de la institución literaria, un reto a los regímenes de inclusión y de exclusión que gobernaban su archivo y repertorios pedagógicos.
Por otro lado, cuando comencé a leer los escritos de Capetillo a principios de la década de 1980, la militante anarquista ya era una figura bien conocida en los círculos de izquierda en Puerto Rico. Sin embargo, incluso en la izquierda universitaria y la emergente escena de discusión feminista, su obra se había leído muy poco, entre otras razones porque sus libros eran casi inaccesibles. El interés renovado tuvo mucho que ver con el estímulo movilizado por la nueva historiografía del movimiento obrero[5]. Ángel Quintero Rivera, por ejemplo, había recopilado un muestrario de materiales extraordinarios ligados al mundo del trabajo y a la literatura proletaria en el volumen titulado Lucha obrera en Puerto Rico: antología de grandes documentos en la historia obrera puertorriqueña (1971), que incluía varias referencias a Luisa Capetillo. Hacia aquellos mismos años 70, investigadoras pioneras como Yamila Azize (1985), Isabel Picó Vidal (1975), Marcia Rivera (1980) y Blanca Silvestrini (1980) mencionaban con cierta frecuencia a Luisa en sus renovadores acercamientos a la historia de las mujeres, en ocasiones para marcar la diferencia entre los movimientos sufragistas y el feminismo radical de Capetillo y otras mujeres obreras. (En su contribución a este volumen, Félix Matos Rodríguez resume el trasfondo historiográfico de aquellas relecturas de Capetillo). En el contexto de los debates feministas, la periodista y activista feminista y socialista Norma Valle Ferrer fue la primera en investigar con detenimiento los contextos de la vida y escritura de Capetillo tanto en Puerto Rico como en Cuba. Ese trabajo de investigación dio base a su biografía pionera, Luisa Capetillo, historia de una mujer proscrita (1990). La entrevista a Norma Valle Ferrer que hice para esta nueva edición de Amor y anarquía apunta a la importancia del género biográfico y de las historias de vida en la elaboración de un nuevo paradigma historiográfico y político. Ese horizonte biográfico opera también en el documental que realizó Sonia Fritz Macías en 1994: Luisa Capetillo, una pasión de justicia, basado en la biografía de Norma Valle Ferrer y en la selección de textos de Amor y anarquía (véase su ensayo testimonial en este volumen). Una década después, ya en los años 2000, los trabajos de Nancy Bird-Soto (2009) ampliaron el marco de la discusión feminista para leer a Capetillo junto a otras escritoras de comienzos de siglo XX como Carmen Eulate Sanjurjo y Ana Roqué, en una clave “post-insular”, a la que también había contribuido Lisa Sánchez González (2001). El trabajo pedagógico de la teatrera y profesora Jessica Gaspar Concepción (2010) contribuyó a ampliar el alcance de la lectura feminista de Capetillo por medio de varias representaciones teatrales en el sistema escolar. En cambio, la carta de Lissette Rolón Collazo a Luisa Capetillo al final de este volumen marca una línea de fuga del feminismo histórico mediante un testimonio de la importancia de la escritura de Luisa en su propia formación como escritora y activista LGBTQI+, que no suprime la crítica del marco heteronormativo que se nota en el rechazo de la homosexualidad en los escritos de Capetillo, un aspecto de su ideario frecuentemente evadido o suprimido por las lecturas feministas de su obra[6].
Las lecturas de Luisa Capetillo en el campo literario fueron inseparables de una revisión histórica más general, pero operaban con una noción distinta del documento y del archivo. La aproximación sociológica de Rubén Dávila Santiago en Teatro obrero en Puerto Rico (1900-1920), de 1985, otra antología fundamental que también incluía un texto de Capetillo, y la interpretación que propuse en la introducción a Amor y anarquía en 1992, les reconocían a los “documentos” recopilados por Quintero Rivera una densidad literaria y socio-discursiva que no había sido parte de la preocupación de lxs historiadorxs de la generación anterior. Lxs últimxs casi siempre interpretaban los documentos como una fuente de evidencia de los procesos históricos. Un nuevo diálogo entre la literatura y la historia suponía la consideración de los procesos de formalización en ambos campos y su relación con el poder. En cierto sentido, se trataba de una transformación de los modelos de interpretación de los materiales culturales y de los documentos mismos. Esta transformación registraba el paso o la deriva de la prioridad que la historiografía les asignaba a los documentos como evidencia, al análisis de textualidades que no habían sido consideradas como procesos complejos de significación estético-política por las instituciones literarias o culturales. Dicho de otro modo, la revisión no sólo interrogaba el repertorio o la economía de la autoridad literaria y cultural, sino que cuestionaba también la naturaleza misma del archivo y de los documentos al abordar la forma documental como instancia de significación (o semiosis) en un ámbito de producción discursiva e ideológica.
Había por lo menos tres discusiones próximas a la literatura en un campo interdisciplinario, inflexionado ya por la teoría cultural, que motivaron mi investigación, selección y ordenamiento de los textos.
Primero: la discusión en torno a la literatura menor, un concepto que Gilles Deleuze y Felix Guattari (1978) habían elaborado a partir su lectura de Kafka. De más está añadir que la lectura de Deleuze y Guattari provocada por la aproximación a Luisa Capetillo desbordaba cualquier “aplicación” de la teoría. Estaba claro que Deleuze y Guattari escribían sobre una figura reconocida de la literatura mundial: la cuestión de la “minoridad” para ellos tenía menos que ver con las políticas del reconocimiento que con las operaciones diferenciales o desterritorializadoras que inscribe Kafka –judío de zona fronteriza– en el interior de la lengua alemana, la lengua “mayor” de Goethe. El trabajo desterritorializador de Deleuze y Guattari estimulaba nuevos abordajes a las literaturas marginales y proletarias que habían sido excluidas de las historias literarias convencionales o estudiadas exclusivamente en función de sus contenidos por investigadorxs provenientes de la sociología de la literatura o de la historia social. Sin embargo, Deleuze y Guatari pasaban por alto la elaboración de los entornos socio-discursivos y materiales de las literaturas minoritarias[7]. Leer a Deleuze y a Guattari desde la experiencia histórica de Capetillo en Puerto Rico requería una entrada alternativa a los archivos y al problema de la precaria documentación.
Segundo: resultaba clave el análisis de las “tretas del débil” y estrategias de insubordinación que Josefina Ludmer (1981) propuso en su formidable lectura de la “Carta a Sor Filotea” de Sor Juana Inés de la Cruz, incluida en el volumen colectivo de lecturas literarias feministas titulado La sartén por el mango (editado por Patricia González y Eliana Ortega y publicado por Ediciones Huracán en Puerto Rico). En su aproximación a la carta de Sor Juana a su superior, el Obispo de Puebla, Ludmer proponía un acercamiento a las estrategias posicionales desplegadas por la escritura de la monja mexicana en un contexto marcado por la diferencia y la jerarquía de orden sexual e institucional. El texto de Ludmer fue un antecedente fundamental del análisis de los problemas de autorización de un sujeto marginal o subalterno. Su acercamiento generaba un cortocircuito en la interpelación identitaria, pues el sujeto femenino, minoritario o subalterno designa allí una serie de estrategias y relaciones críticas más que un repertorio de rasgos distintivos de una identidad. En cierto sentido, el argumento de Ludmer introducía tempranamente una pregunta por la performatividad como estrategia crítica, lo que le permitía evitar el peligro de la reificación de la diferencia o esencialización de una alteridad femenina o minoritaria. A estas estrategias Ludmer las llamó las “tretas del débil” en los procesos de apropiación e impugnación de las técnicas o atributos de un sujeto dominante.
Tercero: ante la escritura de Capetillo, estas discusiones me llevaban a poner de relieve las estrategias de autorización de Capetillo y sus paradojas. Las paradojas de la autorización de la escritora obrera evidentemente retaban el tipo de juicio o evaluación que definía la crítica universitaria e intervenían en un debate sobre el papel de los letrados en la cultura. Para entonces, el influyente marco de la “ciudad letrada” propuesto por Ángel Rama en 1984 nos parecía –a varixs lectorxs próximxs y alumnxs de Rama– un acercamiento muy homogéneo a la letra y la literatura. Ni la letra ni la literatura eran dominio exclusivo de lxs letradxs, designación que históricamente estaba demasiado ligada al ejercicio de la ley (como propuse en Desencuentros de la modernidad [1989]). El trabajo de Capetillo como lectora en fábricas de cigarros en Puerto Rico y otros centros de trabajo en Nueva York, La Habana, Tampa o Cayo Hueso ejemplificaba otras nociones y prácticas de la literatura. La lectura en las fábricas de cigarros reinscribía una lógica de la mediación entre la letra y el mundo ilustrado –aunque mayormente oral– de lxs artesanxs, tal como había sugerido Quintero Rivera (1978) en su trabajo sobre Ramón Romero Rosa. La mediación misma ubicaba a la escritora obrera (y a la lectora en las fábricas) en un entre-lugar complejo, tensionado por el acceso desigual a los dispositivos de representación. Al enfatizar este tipo de contradicciones internas que torsionan el acto de la escritura/lectura en el interior de una cultura obrera mayormente oral, era posible evitar la idealización de la escritura-otra o subalterna de Capetillo[8]. Creo que éste era un modo de responder a una pregunta que surge con frecuencia cuando se trabaja con materiales marginales o minoritarios: el riesgo de reificación de la diferencia en un discurso idealizado del “otro”.
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Así, la edición revisada de Amor y anarquía facilita el acceso libre a una selección rigurosa de los escritos de Luisa entretejida con los hilos fuertes y debates recurrentes que encontramos en sus cuatro libros. La selección se publica ahora seguida de una sección adicional de ensayos críticos y testimonios de varixs de lxs investigadorxs destacadxs sobre la vida y los escritos de la intelectual anarquista boricua. De este modo, el volumen ofrece una entrada posible a la historia de la recepción de Capetillo entre la década de 1990 y el presente, un período clave en la historia del pensamiento radical en Puerto Rico, marcado por la crisis de la izquierda tradicional y la categoría misma de la representación política (partidista). Varias de estas lecturas están transitadas por la energía subterránea de las protestas masivas de julio de 2019 que resultaron en la renuncia del gobernador de turno Ricardo Roselló durante los mismos meses en que se potenciaban intervenciones multitudinarias y revueltas en varios otros países latinoamericanos. El acontecimiento de la revuelta del Verano Boricua –su quiebre radical del horizonte instituido de la política y lo político, su estímulo a nuevas alianzas y formas de intervención colectiva– ha tenido un impacto profundo en el orden de la sensibilidad crítica y en los afectos y vocabularios de la participación, con efectos teóricos o conceptuales mayores. De hecho, varias de las lecturas de Capetillo incluidas en esta nueva edición de Amor y anarquía registran la emergencia e intensidad de una nueva imaginación crítica. En ese sentido, tampoco es coincidencia que sea Editora Educación Emergente –colectiva coordinada por Lissette Roldón Collazo y Beatriz Llenín Figueroa– la editorial independiente que ahora publica esta nueva edición de Amor y anarquía: los escritos de Luisa Capetillo. El catálogo de EEE en los últimos años confirma una renovación radical del pensamiento crítico en Puerto Rico en la ruta de nuevas disidencias y de la creación de formas alternativas de imaginar y habitar (hoy) el porvenir y el planeta. Finalmente, los trabajos de Norma Valle Ferrer, Sonia Fritz Macías, Teresa Peña-Jordán, Félix Matos Rodríguez, Nancy Bird-Soto, Carmen Romeu Toro, Carmen Centeno Añeses, Jorell Meléndez-Badillo, Beatriz Llenín Figueroa, Luis Othoniel Rosa, Raquel Salas Rivera y Lissette Rolón Collazo le infunden a Amor y anarquía nueva vida colaborativa.
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Julio Ramos es autor de varios libros sobre literatura y cultura visual latinoamericana. Su primer libro, Desencuentros de la modernidad en América Latina: literatura y política en el siglo XIX (1989), ha sido reeditado este año por CLACSO. Ha dirigido varios documentales; entre ellos, Detroit´s Rivera: The Labor of Public Art (2017). Es profesor jubilado de la Universidad de California, Berkeley y ha impartido seminarios como professor visitante en varias universidades latinoamericanas y de Estados Unidos.
[1] Hay discrepancias en la identificación de su fecha de nacimiento. La biógrafa de Capetillo, Norma Valle Ferrer, designa como fecha 1878. En cambio, Teresa Peña-Jordán, tras consultar el acta de defunción y una solicitud de pasaporte, marca el 1882.
[2] Judith Butler (2008) reflexiona sobre las prácticas de vida o de conducta que rehacen al sujeto en la transformación crítica de su horizonte ético y epistemológico. Butler discute ahí la propuesta de Michel Foucault (1984) de la estilización de la conducta como cuidado de sí y “arte de existencia”. Sobre el cuidado del cuerpo en Capetillo, ver la lectura de Yolanda Martínez-San Miguel (1997).
[3] Sobre los efectos de las protestas en la teoría política y la política del saber, ver Rocío Zambrana (2018) y Alejandra Castillo (2020a). Sobre la articulación feminista transnacional de las revueltas, ver Verónica Gago y Marta Malo, en Gago, Malo y Cavallero (2020).
[4] Sobre la relación entre lo virtual y lo actual, ver Gilles Deleuze (2002). Deleuze explora el alcance realizativo de la virtualidad y el impacto de los actos de la imaginación en lo actual. De ahí la importancia que tiene el papel de la imaginación en los discursos políticos contemporáneos, como modos de dislocar un pensamiento de “lo posible”.
[5] Ver también Ricardo Campos Orta (1973), Ángel Quintero Rivera y Gervasio García (1986) y Ricardo Campos Orta y Juan Flores (1981).
[6] Véase también el artículo de Teresa Peña-Jordán, “Luisa Capetillo y los límites del efecto travestí” (2004), y su ensayo en este volumen.
[7] Hay crítica al concepto de “literatura menor” de Deleuze y Guattari que conviene al menos sugerir aquí: su inversión del papel que cumple la “minoridad” en la elaboración kantiana del concepto de Ilustración. Para Kant la minoridad es la condición del sujeto que la Ilustración supera como toma de conciencia crítica y condición plena de un sujeto moderno. La “minoridad”, incluso en su inscripción deleuziana, anti-ilustrada, queda atrapada en una temporalidad evolutiva de la que resulta necesario zafar los discursos disidentes que estudiamos.
[8] Los trabajos de María E. Rodríguez Castro (1994), Araceli Tinajero (2007), Luis Othoniel Rosa (2017), Stephanie Rivera Berruz (2018) y Cruz García y Nathalie Frankowski (2020) elaboran luego la discusión sobre el papel de la lectura en voz alta en la escena didáctica anarquista y proletaria.
(Actualización diciembre 2021 - febrero 2022/ BazarAmericano)