diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En torno a la palabra “lectura” cualquier perspectiva desde donde la abordemos resulta de suyo reductiva frente a la pluralidad de sentidos, usos, prácticas y modos posibles desplegados en la multiplicidad de esferas de la vida social, escolar, académica, cultural donde la lectura se presenta como un bien, como un valor naturalizado, como un propósito político, cultural y pedagógico. Inevitablemente, teorías y prácticas, tradiciones y modos de hacer confluyen –para ponerla en sospecha– en cualquier consideración inevitablemente sesgada que quisiéramos desarrollar en torno al problema de la lectura.
De este modo, durante décadas, el modo de leer la literatura en la Universidad desde los cánones de la teoría literaria y en algunas de las concreciones reconocibles como lo son las prácticas de la crítica literaria, en su abordaje y práctica de corte periodístico o en las producciones más complejas de la investigación literaria se ha presentado como el modo legítimo y legitimante de leer literatura, seguramente diferente y por momentos opuesto, en tensión, con otros modos de leer literatura, más o menos estables y también legítimos aunque propios de otros universos de experiencia. Así cierto circuito de lectura alimentado por la lógica de la propia producción editorial, que sin llegar al extremo del best-sellerismo, acomoda y reacomoda a legiones de lectores que buscan retornar a ciertos horizontes de sentido en los que la literatura parece cumplir una función ratificatoria de cierto orden social o acaso también correctiva de ese orden aparentemente incuestionable.
En el mismo sentido, la gran institución de lectura de la modernidad (por su alcance, por su eficacia), la escuela, exhibe concepciones y modos de jugar su propia práctica cuya diversidad dista enormemente de cierta imagen naturalizada de homogeneidad todavía repetida pero insostenible ya a principios del siglo XXI por la que la escuela arrastraría indefinidamente el mandato nacionalizador y/o normativizador de la lengua y/o la ética de la buena enseñanza para la formación del niño, del joven, del ciudadano y/o el supuesto imperativo del sentido según el cual la escuela no toleraría la falta de control sobre la construcción de significado y menos aún, la mera posibilidad de pensar desde una lógica que no sea la de la centralidad del sentido, la obsesiva consecución de la atribución de cierto repertorio de significados (¿humanistas?, ¿trascendentes? ¿filosóficos? ¿sociales?) como operación de lectura privilegiada y excluyente de la escuela.
En tanto se trata de un espacio empírico de enorme diversidad, configurado a partir de una suerte de micro-historia de la lectura escolar aún insuficientemente estudiado, con un presente complejo en términos de diversidad de contextos socioculturales y de cambios notables en las propias tecnologías de la cultura escrita, es temeraria cualquier generalización en torno a lo que sucede con la lectura en la escuela, acerca de quienes la practican y cómo lo hacen, acerca de los textos que en ella se leen. No hay aparato de control estatal de tal eficacia, ni paradigma de teorización acerca de la lectura de tal legitimidad que pudieran obturar en su afán generalizador las múltiples posibilidades de teorías y prácticas que la escuela pone en juego. Cada nueva observación realizada en el propio espacio de la escuela, alerta a lo heterogéneo sin prejuzgamiento alguno, cada nueva investigación en lectura centrada en los modos de operar de diversos grupos sociales con la lectura, se constituye en una nueva desmentida respecto de cualquier mirada, en definitiva, reproductivista. El sentido común es reproductivista y es esa la operación que queremos evitar a la hora de avanzar en consideraciones acerca de la lectura en la escuela.
La lectura, cuyo referente empírico se presenta como una diversidad de prácticas inabordable, necesita de cierto recaudo constante que impida las múltiples formas del reduccionismo. Allá por los años ochenta cuando en las universidades argentinas comenzaban a circular las teorías literarias dominantes, retardadas en circulación gracias al efecto opresivo de la última dictadura cívico-militar, el lugar de las teorías de la lectura no parecía ser el central en la agenda de la teoría literaria: teorías acaso sospechadas de sociologismo o de empirismo, las del lector. Mucha agua bajo el puente, desde el campo político-pedagógico parece habernos advertido de que existían unas condiciones materiales de la lectura a tener en cuenta en nuevas consideraciones sobre la lectura en la escuela.
La lectura rezuma empiria y, siempre y cuando no medie prejuicio, esto no habrá de ser un problema para el teórico, ni para el crítico, ni para el político ni para el pedagogo. La lectura rezuma empiria, lo que se traduce en proyectos editoriales, en políticas de acceso al libro, en políticas curriculares y lingüísticas, en modos de mediar la lectura, en formación de maestros y profesores, en prácticas de enseñanza, en discursos acerca de la lectura. Desde hace algunos años, la historia cultural, la historia del libro y la lectura y también la historia de la enseñanza nos vienen alertando acerca de que la lectura no es mera metafísica sino práctica social moldeada en dispositivos socio-históricos por los que ningún sujeto es propietario –y por ende responsable– de ningún mandato político, ni pedagógico ni del orden de algún sentido consagrado y cristalizado sin más acerca de la lectura. El viejo relato nacionalista, la perimida estética de las bellas letras o el urgente disciplinamiento de la lengua pierden su fuerza ordenadora y en su lugar, una mirada multiproblemática y por eso necesariamente multidisciplinaria nos invita a asumir esa práctica valorada, la lectura, en toda la complejidad teórica, política y práctica desde donde urge abordarla. No cabe entonces ningún sesgo disciplinario, ninguna mirada desde ninguna capilla, ningún retaceo corporativo.
(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)