diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La ocurrencia principal de estas notas es sencilla y extremista. Quien lo desee, podrá notar familiaridades directas con Paul De Man y con Samuel Beckett (pero también con Sontag, Barthes, Benjamin, Proust). La ocurrencia dice así: cuando se trata de eso que llamamos literatura, no es lectura sino la que fracasa. Es lectura únicamente la que es resistida hasta que, de tan resistida, fracasa. No hay lectura con derecho a que se la llame tal si no se trata de un fracaso. ¿Pero qué fracasa en la lectura para que podamos decir de la lectura misma: "es un fracaso"? Lo que principalmente fracasa en la lectura merecedora de tal denominación es eso que tanto les gusta a los pedagogos escolares de la lectura, es decir el sentido: la construcción de sentidos, la atribución de sentidos, la apropiación de sentidos, la propiedad. Es lo mismo, entonces, que si dijésemos: lo que fracasa es la Cultura, esa terapéutica paranoica que -rellenando de sentidos todos los huecos que alcanza a ver- persigue el alivio de su horror al vacío, de su horror a la fisura, de su pánico ante la falta o también -cuanto más totalista y totalitarista sea tal cultura- que persigue a la vez la penalización: la impugnación psicopatológica o psiquiátrica, moral, escolar, intelectual, mundana, ideológica, política y hasta jurídica de la falta. Releyendo a Keats, a Celan y a Pessoa, Giorgio Agamben supo advertir que, desnudo ante la Cultura, el sujeto desposeído de sí -falto de sí, ausente en "yo" y en su Imaginario- pasa vergüenza (Lo que queda de Auschwitz). La falta de sí -la desposesión que lo ha dejado hecho nada, nadie, como a un asceta obligado a consubstanciarse con el desierto más crecido-, esa falta, decía, avergüenza al poeta, igual que al testigo sobreviviente del genocidio, o al Fredric Moreau de La educación sentimental de Flaubert aterrado ante el presente perentorio de lo mundano que le repite con impaciencia y bajo amenazada de escarmiento pero ya irremediable, sádicamente, que se identifique, que se vuelva tratable (se ha dicho: el arte es lo intratable). Lacoue-Labarthe subrayó también cómo para Diderot el artista en general y tal vez el actor teatral más que ninguno es ese sujeto drásticamente desposeído de toda propiedad: la capacidad para ser cualquiera o todos no consiste sino en ser nadie. Hay lectura cuando la lectura "no termina de no ocurrir", esto es: la hay si, una vez más, al aplicarse al desciframiento lector de un escrito, alguien pone en marcha ese fracaso incesante, ese fracaso repetido, esa repetición del fracaso que hace unos dos o tres siglos llamamos literatura o, mejor, que encontramos en medio de esa masa de libros y papeles que hace dos o tres siglos la civilización llama literatura. Se sabe: ¿qué fracasa con la literatura, si la hay, si la literatura ocurre (o mejor, si la literatura "no termina de no ocurrir")? La Lengua, es decir "yo" y "nosotros": la Subjetividad. O: lo que fracasa por la literatura son las ilusiones más o menos prepotentes, ciegas o candorosas de la Lengua por dar de entender el mundo (mejor: su mundo). De Man diría: lo que fracasa es el fenomenalismo, la ilusión homogeneizante que quiere ir y venir de la retórica al mundo por la vía de la gramática y la lógica. Pero el maximalismo teórico de un De Man es poderoso o convincente porque lo es tanto que se desmiente a sí mismo: quiero decir que en ciertas escrituras como la suya o como otras, literarias o filosóficas (eso interesa poco), es decir en ciertas escrituras a las que les va bien la figura foucaultiana de las heterotopías[1] "se manifiesta" lo que no podemos decir, eso de lo que no podemos hablar. Se manifiesta o se muestra de modo no calculable, con una frecuencia aleatoria, distópica y driscrónica, pero lo hace incesantemente. Como si dijésemos: esa manifestación es el resto, el suplemento o el jirón del "trauma constitutivo", de la hiancia o la fisura insuprimible. Para decirlo del modo equívoco que nos impone la lógica convencional: la manifestación insistente de nuestra imposibilidad de decir alguna verdad de lo real no dice pero muestra, testifica, alguna verdad de lo real. La literatura es uno de los modos de esa manifestación; uno que resulta especialmente inquietante porque en su primer plano, o en su capa más densa, hay imágenes porque hay palabras, decires, todo lo que la cultura nos da como sentido. Agamben trata de mostrarnos que en eso la literatura, o más bien especialmente la poesía, es en tanto tal manifestación, un sinónimo nomás del drama de la subjetividad (no hay subjetivación sin desubjetivación-desposesión). Uno de los mejores ejemplos de Agamben puede mejorar esta aproximación al problema: el testigo modélico entre los sobrevivientes del exterminio nazi, es decir el italiano Primo Levi, era un comunista de formación racionalista (para resumir) especialmente reacio a los discursos opacos, oscuros o, peor, agramaticales sobre el trauma extremo. Sin embargo, no pudo sustraerse a la potencia de los tan agramaticales poemas de Paul Celan, a eso que Celan le hace al idioma alemán para ponerlo a manifestar lo que no podría ser dicho. El caso es especialmente dilemático: si, como quiere Agamben, el enunciado básico y fatal del testigo es "vengo a testificar que no es posible testificar" (vengo a manifestar que no podemos decir eso)... qué hacemos con los procedimientos, las formas agramaticales, es decir las cosas materiales, en este caso escriturarias y glosolálicas (sonoras) que inventan poetas como Celan. Mi sospecha es que en este punto, el que mejor permite pensar el problema no es Agamben ni Didi-Huberman, sino más bien el Benjamin a quien Didi-Huberman califica de "dialéctico" (el adjetivo no me convence porque tiene un arrastre binario o especular). Benjamin permitiría imaginar una figura no facticista del jirón, el añico, la esquirla o la ruina: por una parte, la cosa está ahí y no hay memoria de la clase que fuese sin la presentabilidad (monumentariedad, tangibilidad o sensorialidad) de la cosa, su aparecer; a la vez, la cosa es muda y carece del aura que fuere por su mero estar ahí: el jirón o la esquirla deja de ser meramente tal porque si estamos nosotros ahí no puede sino manifestarse (actuar, efectuarse) como lo que nos mira en lo que vemos. Y el único montaje que manifestaría algo de lo real sería no el cronicista, ni la ley de consignación del archivista (a la que siempre algo se le escapa), sino el montaje que sigue los diferimientos y caminos de lo que nos mira en lo que vemos (es cuando nos mira porque estamos ante él y lo vemos, que el vestigio mudo deja de serlo, sale del estatuto de la mera cosidad sin resto: con Badiou diríamos: se fuga de lo meramente presentado, del insípido "hay"). Creo que fue algo así lo que quise decir cuando anoté en 2009: "Pareciera que el fantasma más auténtico es siempre una puesta en abismo: fantasma del fantasma, espectro del espectro, nunca el resto sino el vestigio que –si impedimos que el afán hermenéutico nos colme– nos hace temer el resto, su huella y su promesa escurridizas, prospectivas, por venir. ¿Quién está obligado a admitir que lo que el archivero le da de ver, de tocar, de oler, signifique algo, diga qué verdad?". Es decir, la lectura que fracasa porque es menos lectura que entrega a la resistencia a la lectura. Por una vía como esta, creo, podríamos despejar la problemática facticista, o fenomenalista.
Entonces, otra vez: la literatura es (no)leída únicamente cuando la lectura se deja afectar por lo que se le resiste, es decir cuando predomina el fracaso, cuando resta -y no resulta nunca reducida- la resistencia a la posibilidad de que en efecto la literatura resulte leída. La lectura es resistida, esto es la literatura ocurre cuando, siguiendo la figura que inventó Jacques Rancière en su ensayo sobre Borges, leer no consiste sino en desplegar el recorrido interminable del intervalo que separa las palabras y las cosas, el mismo que la Lengua, la Cultura, la Civilización o la Comunicación Social quieren suprimir, sueñan haber suprimido, dan por colmado. No sería casual que "intervalo" sea una palabra decisiva en la teoría de Maurice Blanchot sobre el lenguaje y la literatura.
Hay, creo, todo un pensamiento sobre este asunto que pone el acento en la infancia y en el infante según el perturbador sentido etimológico de la palabra: in-fans, literalmente el que no habla. Agamben está otra vez entre quienes ponen esta cuestión en el centro, recordando entre tantas cosas que es en la poesía y en el poeta donde asoma una no-lengua que corteja su estrecha vecindad con el silencio (vengo a manifestar lo que no puede ser dicho) y su ajenidad respecto de la común-icación.
Hará unos tres años, un maestro de sexto año de una escuela primaria me contó que se había animado (así dijo) a darles de leer "Casa tomada", el cuento de Cortázar, a sus alumnos, es decir a un grupo de niños de entre once y doce años de edad. "Al principio -me decía el maestro- estaban un poco perdidos. Cuando les expliqué el contexto del peronismo, ahí empezaron a entender más". No sé si hay que lamentar o preferir mi cobardía, pero lo cierto es que no me atreví a acusarlo de haber suprimido el azar de que -por la resistencia del cuento a ser leído, esto es por lo in-apropiado del cuento- ocurriese la literatura. En la primera versión de este relato usé una figura judicial desproporcionada: la figura del contexto como homicida de la lectura. Las perplejidades, muecas y advertencias de algunos amigos me sugirieron no tanto que no exagerase como, más bien, que parecía preferible abandonar la confrontación entre una cosa y la otra, porque mi modo de pensar la literatura viene siendo hace rato más sustractivo y heterogéneo que opositivo y complementario, más disimétrico que asimétrico. Sí pensé luego que en el episodio -aunque no hubiese homicida alguno- había alguna clase de muerte de algo: lo que el comprensible miedo moral del maestro había suprimido allí era algo así como la posibilidad de un evento de desubjetivación. No quiero decir, de ningún modo, que se hubiese tratado -en caso de producirse- de un evento entonces necesariamente emancipatorio (habría que adoptar una concepción muy imprudente de la desubjetivación para suponer tal cosa). Pero sí creo que en el episodio, y en la elección del maestro provocada por el miedo a la literatura -su miedo a la resistencia de la literatura que, al precio de impedirla al impedir su fracaso, da lugar a la lectura tratable- hay un dilema de orden ético, porque hay un dilema de un orden que llamaría (porque de algún modo hay que llamarlo) antropológico.
Fue también no hace mucho que, casualmente, pesqué una conversación radial entre la actriz Leonor Manso y un periodista de espectáculos conocedor de su oficio, es decir ávido de actualidad y capaz, por tanto, de hacerle decir a quien esté dispuesto, pongamos, qué significado tiene la poesía de Eugenio Montale respecto de las políticas públicas para la minería a cielo abierto del gobierno provincial de San Juan. Hablando entonces de una puesta de Esperando a Godot en la que había intervenido, Leonor Manso se escuchó decir por radio que por qué no pensar que Vladimir y Estragon son dos desocupados que esperan la llegada de Godot porque este les va a dar un empleo. Laura Conde, una joven actriz y directora de escena que me escuchó contar la anécdota, me escribió al día siguiente: "¡Qué bueno que Godot nunca llegó y siempre está por venir, sería una pena conocerlo!".
El peronismo, la desocupación: el contexto. Pero conviene anotar que eso que aquí llamo el contexto incluye poéticas, teorías literarias, taxonomías críticas: incontables maquinarias y maquinaciones disponibles de atribución paranoica de sentidos. Digo "paranoica" porque eso es lo que el arte y la literatura le hacen al Sujeto Cultural: como suele decirse, le meten miedo. Una de esas maquinaciones, la que Blanchot llama la reducción formalista, suele tener como efecto el escamoteo de la resistencia a la lectura (venía diciendo: si la lectura no resulta resistida incesantemente, la literatura ha sido escamoteada). Por ejemplo, es muy usual una cierta reducción a procedimiento: se resuelve (es decir se olvida) La metamorfosis de Kafka sentenciando que se trata de algún tipo de relato fantástico o extraño, por caso. Y en efecto, cualquier docente de literatura de escuelas sabe bien que la teoría de los géneros literarios es el más temible entre los asesinos seriales de la literatura. Pero no se trata de ensañarse con la especulación universitaria o escolarizada, porque la tabla de salvación del fantástico o la de los géneros -igual que el contexto del peronismo para "Casa tomada"- no viene sino a codificar viejos procedimientos de reducción cultural de la experiencia procedentes nomás del horror civilizatorio ante la ausencia o la vacilación del Sentido: "clima onírico", dice el repertorio de clisés más frotados; "no, es que era un sueño", repiten los niños una vez que ya les ha sido inoculada la exclusión real/irreal, sueño/vigilia (es decir una vez que ya hablan, cuando ya han dejado atrás la in-fansia, re-plegados por la Cultura). Si la consabida dicotomía barthesiana no introdujese otros problemas, diría que ese escamoteo de la literatura como acontecimiento hace del texto que fuese (hasta de Godot) lo que Barthes llamaba texto "legible". En fin: un éxito. Pero anotémoslo, mejor, con el Barthes que en aquel ensayo de 1976 titulado precisamente "Sobre la lectura" anotaba esto:
Hasta el infinito: no hay límite estructural que pueda cancelar la lectura: se pueden hacer retroceder hasta el infinito los límites de lo legible, decidir que todo es, en definitiva, legible (por ilegible que parezca), pero también en sentido inverso, se puede decir que en el fondo de todo texto, por legible que haya sido en su concepción, hay, queda todavía, un resto de ilegibilidad. El saber-leer puede controlarse, verificarse, en su estadio inaugural, pero muy pronto se convierte en algo sin fondo, sin reglas, sin grados y sin término.
Pero entonces, como me preguntó hace poco una estudiante, ¿esta teoría de la literatura es una teoría del lector? ¿Es el lector o su acción quien da lugar a la literatura? Le respondí que a mi modo de ver, esa pregunta procedía de otro paradigma, porque en una teoría acontecimentalista de la literatura como la que trato de sostener, hay literatura (hay manifestación de experiencia en un predio de materia verbal) cuando y solo cuando el "lector" (es decir el sujeto) y el "texto" (es decir el fetiche cultural) han comenzado a retirarse de la escena (es decir a fracasar) para dar paso a lo otro: a la sospecha, el temor, la inminencia, la entrevisión o el fogonazo instantáneo (efímero) del pequeño objeto perdido que -mientras se insinúa allí- no termina de no tener sentido, no termina de ser sentido.
Resistencia a la lectura, o "resto de ilegibilidad" en la lengua teórica de aquel Barthes. Es bien relevante que en la cita Barthes arme una distinción no reductible entre un "estadio inaugural" de la lectura como un "saber" vinculado al control y a una verdad veri-ficable, y eso otro que bien podemos leer como una definición de la lectura como fracaso: "algo sin fondo, sin reglas, sin grados y sin término".
Hace tiempo incluimos entre las consignas de esta columna que mejor que realizar es prometer. Así que prometería para una próxima entrega improbable, examinar la figura del "lector común", es decir tratar de escarbar en la pregunta "quién lee así, quién fracasa y se desubjetiva en esa entrega a la resistencia".-
[1] Que "La resistencia a la teoría" es lisa y llanamente un escrito heterotópico lo demostraría el mero hecho de que es resultado de un encargo imposible y en consecuencia el objeto de un rechazo por parte de los contratantes del texto, gente que estaba organizando -¡Voila!- una enciclopedia, un reader como dicen allí.
(Actualización julio – agosto 2013/ BazarAmericano)