diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Si existe un elemento que parece haber ganado terreno en las nuevas experiencias teatrales de nuestro país, si hay un tema recurrente y fértil para la imaginación y la producción teatral de los últimos años, si reconocemos la presencia de un personaje impensado pero omnipresente en las más estimulantes propuestas teatrales recientes, ese protagonista inesperado es, o son, las casas. La casa como espacio privilegiado para las ficciones teatrales imaginadas y luego puestas en escena, pero también las casas como aquellos espacios que los actores, directores y autores teatrales ofrecen y entregan desde su propia intimidad para poder contar, con ellos y desde ellos, las historias que en otros sitios no encuentran cabida. La casa como tema, es cierto, pero también la casa como herramienta para el “hacer teatral”. Los espacios que el teatro fue ganando a las casas, o mejor, los lugares que desde casas y afines se fueron ganando para el teatro, condicionan y producen toda una serie de lenguajes y narrativas de lo teatral en los que es imposible soslayar el lugar central que “la casa”, como espacio de condensación de vínculos y relaciones, alberga.
Es en ese contexto singular, en esta “serie de casos” en los que las casas cobran inusitado protagonismo, donde se inscriben las dos últimas obras de la actriz, directora y autora Romina Paula.
En la primera de ellas, Algo de ruido hace, dos hermanos reciben como un sacudón a la rutina de la casa familiar la visita de su prima, y con ella, el tiempo parece volver al movimiento. Esa casa “señorial”, según la indicación de la autora, de la costa atlántica en la que han quedado, en cierto modo, atrapados los hermanos, pasó a convertirse en la puesta teatral de la misma Paula en un living como cualquier otro. Esta decisión de puesta en escena, más próxima a la realidad de los espacios de representación teatral, le permite al texto un alcance mayor. Como en cualquier otra casa, y en un lugar como cualquier otro, nos encontramos con historias conmovedoras y sutiles. El mérito de Romina Paula en esta obra teatral es el de rozar temas que suponemos graves, profundos, centrales, pero sin desenterrarlos del todo ni ofrecerlos con arquetipos o caricaturas de los personajes. La extrañeza de estos personajes está en sus palabras, en el modo extraño y casi mudo que tienen para comunicarse entre ellos, en el vocabulario un poco anticuado de los hermanos, que ante los términos y el lenguaje de la prima venida desde la capital suenan desfasados en el tiempo, como si ellos y su prima dialogaran en tiempos diferentes. La casa sería entonces lo inmutable, lo que permanece y se ubica fuera del tiempo, lo que permanece intacto desde la infancia. El presente de la madurez tal vez no asumida es el del desconocimiento y la distancia, es el de un diálogo hacia ninguna parte que se sostiene en el espacio de los recuerdos pero con palabras ininteligibles para sus interlocutores. Un diálogo en el mismo sitio, pero fuera del tiempo.
La casa aparece como el lugar invadido por la visita de la prima que no puede parar de hablar, que no puede contener ese algo de ruido incesante que todo aquello que está un poco vivo, inevitablemente, hace. Antes de esa explosión de palabras que la prima provoca, imaginamos a los hermanos sumergidos en el silencio más profundo, el silencio de una casa demasiado grande, demasiado vacía, demasiado muerta.
En la nueva obra de Romina Paula, El tiempo todo entero, la casa familiar vuelve a ser el espacio elegido para la acción dramática. Pero en este caso, y como efecto de la re-lectura de un clásico teatral del siglo pasado como es El zoo de cristal, de Tennesse Williams, la casa familiar funciona al mismo tiempo como un lugar de encierro del que se busca escapar y como espacio de sobreprotección por excelencia. Como una casa de muñecas.
Uno de los aspectos más inquietantes de esta nueva obra es el especial interés que cobran los límites espaciales de la escena delimitada para la acción dramática. Esos límites, o sea las paredes transparentes de una casa familiar en la que todo lo dicho y hecho por sus personajes puede ser visto, están apenas esbozados. La visibilidad casi completa, reforzada por pensamientos que son proferidos sin filtros, es también la que se permiten los integrantes de esa escena familiar al realizar los actos silenciosos y absortos (como la lectura de un libro, la mirada perdida en un monitor, un cambio de ropa o el permitirse en escena el tiempo –todo entero– que se toma en escuchar una canción completa), y la paradoja es que esa transparencia borronea la relación entre el afuera, los bordes y el interior de ese espacio tan transitado por el teatro argentino actual como es el de la casa familiar.
Ese espacio común de intimidades familiares, mientras la hija chatea, el hijo lee una gruesa novela y del que la madre entra y sale, como si fuera ella la que menos quiere permanecer allí, es el cuadrilátero común en el que el tiempo también se detiene y lo familiar se vuelve sumamente extraño (“¿pero quién es esta gente? ¿qué hacen en mi casa?” es uno de las frases de la madre que mejor condensa esta cuestión). En ese mismo territorio se constituye una particular noción de espacio familiar que se mueve entre algunas tensiones. Porque uno de los hallazgos más notables del texto y la puesta de Romina Paula es haber logrado señalar que una casa o una familia constituye mucho más una serie precisa de sentidos, relatos, historias y silencios compartidos que un espacio y vínculos determinados. Razón por la cual la aparición de un otro en ese espacio familiar tiene tanto más que ver con el ingreso a un código de sobreentendidos, de juegos de lenguaje y de vocabularios que ofrecen resistencia al recién venido que con la comodidad en un espacio y sus conversaciones.
La resolución espacial y la puesta en escena del texto que realizó la propia Paula ofrecen un par de decisiones simples en apariencia que encierran una significación mayúscula. En la versión que pudo verse durante todo 2010 en el Espacio Callejón, los límites concretos de la casa familiar están señalados con sutiles estructuras metálicas que ofician de paredes y aberturas. Por su parte, el límite superior de la escena, su techo, está realizado con paneles de papel o tela blanca bañados de luz que generan una iluminación uniforme. El efecto es que los límites laterales y superiores crean una sensación de visibilidad total: como en una caja para experimentos. El recorrido de los actores y actrices que ingresan y abandonan ese espacio franqueando límites que vemos pero que también nos permiten seguir viendo, de modo que podemos seguir el recorrido de los personajes cuando ya han abandonado la convención de la escena, dota a la propuesta de un elemento también inquietante al dirigirse o provenir los personajes del espacio destinado a la platea, como si vinieran desde o fueran hacia el público de la sala.
De forma similar a lo que ocurría en Algo de ruido hace, la irrupción en absoluto inesperada de un personaje que por contraste aparece como más “verdadero” que los habitantes de la casa en escena, desordena el registro y el código que hasta allí funcionaba y que todo espacio familiar supone. En ambas puestas y como resultado de las decisiones de puesta en escena, la llegada de un extraño apenas conocido que divisa los límites de la comunidad familiar hace visible su condición de mundo cerrado y a la vez su funcionamiento aparentemente normal.
El movimiento que proponen las dos obras de Romina Paula, escenificadas en mundos filiales claustrofóbicos de los que somos testigos a través de una transparencia, es el de cierta toma de distancia con los referentes concretos que caracterizan los universos familiares ofrecidos desde el teatro. En el campo teatral, y como consecuencia de la carencia de espacios para la realización, a veces la comodidad hace que aquello que ya estaba ahí, en las casas devenidas teatros, sea lo más original de una obra. Lejos de eso, las propuestas de Paula construyen mundos y casas familiares pero lo hacen desde sus ficciones dramatúrgicas. Las casas que encontramos en los textos de Romina Paula se van despojando cada vez más de referencias concretas previsibles que las emparenten con aquellas otras casas en las que también se produce, voluntaria o inconscientemente, teatralidad. Lo familiar en esas casas casi invisibles como tales, desapercibidas al ser pensadas en relación con sus vecinas escenas de familia, es mucho más su lenguaje y sus códigos que los elementos que las constituyen como casas.
Con habitaciones sustraídas o despojadas de tal cosa, sin empapelados en tono sepia, sin patios comunes ni pisos característicos, los mundos familiares del teatro de Romina Paula irradian el interés de aquello que nos fascina por su transparencia y fragilidad. Nos encontramos entonces ante mundos de relaciones que son y nos resultan familiares, pero que siempre parecen resguardados por una delicada y perfecta campana de vidrio que los aísla del resto al tiempo que los hace únicos: se trata, es innegable, de familias y de casas, nuevas casas de cristal.
(Actualización diciembre 2010- enero 2011/ BazarAmericano)