diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Algo pasa en mi manera de leer. Lo percibo como el cuerpo reconoce una vieja molestia. El “mal de lectura” que padezco se llama fragmentación. No sé cómo llegué a la situación actual de leer zonas, recortes, territorios de la lengua impresa donde se impone con obstinación, todavía, eso que llamamos (todavía) literatura. Percibo sin preocuparme demasiado hacia dónde me llevará este modo de leer que arrancó lejos, quién sabe cuándo (¿en la infancia?) y que me hace abrir un libro, detenerme en un pasaje ineludible, ir a otro libro, y dejar que ese rastro y rastreo de parcialidades arme un sistema desarmable, cierto detenerse en la huella para quedarse ahí y recordar, (¿qué cosa?, nunca se sabe), luego seguir multiplicando direcciones. Una cartografía, como todas, inestable. Dicho así es una buena manera de justificar el caos que me envuelve cuando leo: las manías de un estado hecho de alteraciones, con el acento puesto en lo corpuscular y ¿acaso? crepuscular. ¿Un refinamiento de lo improductivo? Improductividad al cuadrado. Mis modos de leer (no sin cierta impaciencia) y los modos de autorización y legitimación de la lectura que proponen los libros (¡terminarlos!) van por senderos diferentes. Terminar un libro exige un esfuerzo extra, una decisión contra viento y marea cuando esa resistencia ya no tiene que ver con el despliegue exterior en el que vivimos, sino con uno mismo y con la inconfesable postura de no dejarse abatir, en tanto lector, así nomás (estoy hablando de los libros que verdaderamente me interesan). Terminar de leer un libro es una experiencia única si nos quedamos en el “entre” de cerrarlo y a continuación mirar las cosas que nos rodean, percibirlas como si fuesen otras (al rato eso pasa, y para recuperar ese estado hay que terminar otro libro... ahora pienso que si leo las “zonas” más o menos definitivas o determinantes de un texto es para materializar esa sensación de totalidad que sólo se encuentra en los finales; leer sesgadamente ingresa una tangente desde donde buscar la sustancia “genérica” del “original” de esa experiencia que aparece únicamente en los finales).
La zona, el recorte de campo, la muestra gratis. Hace poco compré un libro usado en un local de Santa Teresita (el verano favorece el encuentro con libros inesperados) y encontré mi “zona”, bajo la forma de una advertencia en Ballena, de Paul Gadenne. Hay una descripción increíble del animal encallado, detenido para siempre (como un género que de repente deja de exigir y se retrae, también como una manera de leer lista para ser abandonada):
“Tratábamos de descifrar dentro de este horror algo que pudiéramos reconocer. Nada en la proa que debía de haber sido la cabeza se distinguía del desmoronamiento general. Únicamente la cola había conservado su estructura, demostrando, a la vista de esta confusión, la nobleza de un ser organizado. La forma todavía era perfecta. Había que preguntarse mediante qué milagro esta popa de avión, flanqueada por dos alerones negros sólidamente enterrados en el fuselaje, subsistía junto a esos tejidos indistintos. El fuselaje parecía hacer sido cortado con precisión justo encima de los alerones, y, en el corte, dejaba ver un disco blanco, de un diámetro considerable, que proponía una imagen instructiva de la bestia y como un intento de explicación. El resto parecía un laboratorio derrumbado en el interior de una fábrica convulsionada. Una especie de bombas de incendios serpenteaba a través de una serie de depresiones, de hinchazones, de túneles, hasta perderse a lo lejos en un amasijo viscoso al que el mar honraba cada cierto tiempo con una baba distraída. Todo esto en el límite de lo informe, movediza frontera donde la imagen de una inmensidad deteriorada y la de una conciencia disipada en la materia rivalizaban con la obsesión del olor y la química de la licuefacción”.
Voy y vuelvo de esa zona del libro, avanzo muy despacio, o rápido en lo que no me interesa, vuelvo a esa zona, amplío su influencia hacia otros territorios de lectura (el demoledor poema de Antonio Cisneros, por decir uno). Oculto en una de las solapas encontré un papel. Alguien, un/a tal “P” (¿de “protocolo”?) lo dejó dentro del libro. El texto, no más que una esquela, dice:
“BUENO PARA LEER ESTE LIBRO SE NECECITA 3 COSAS FUNDAMENTALES DE UNO. LA PRIMERA MUCHA VOLUNTAD, PACIENCIA Y X SOBRE TODO, Q' ES LO MÁS IMPORTANTE, ES TENER UN ANIMO DEMACIADO ALEGRE XQ' SINO UNO SE DEPRIME A GIGANTESCOS PASOS. YO NO SUFRÍ XQ' TUVE TODAS ESTAS COSAS, PUEDE Q' EN ALGUNA OCACIÓN ALLA DECAIDO PERO LO SUPERÓ RAPIDAMENTE. NO LO LEA SI NO TIENE NINGUNA DE LAS TRES CARACT.”.
En ese trayecto de lectura también se puso en juego una resistencia. Quien haya escrito esas palabras no salió indemne del libro; la experiencia fue costosa y tan intensa que no le recomienda a otro que pase por lo mismo, cuando debería hacer lo contrario, no dejar de recomendarlo (se sugiere que con voluntad, paciencia y alegría podría enfrentarse el libro de Gadenne, ¿pero quién se atrevería a hacer semejante derroche fuera del mundo?). Me pregunto qué zonas habrán operado en la lectura de “P” para generar el rechazo de la obra (yo no sufrí, dice: construye su autoridad y si aconseja es para que otros no sufran, pero si ella/él no sufrió, ¿por qué no podría pasarle lo mismo a otro que lea?). ¿Estaría “mi” zona entre ellas o habrá pasado el párrafo como cualquier otro, sin ser decisivo? Igual la advertencia, lejos de disuadir, funciona al revés. Como cuando nos decían “no toqués eso que te vas a lastimar”. Y uno, claro, siempre iba.
(Actualización marzo - abril 2013/ BazarAmericano)