diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
I.
No soy de las que pueden escuchar música (toda la que escucho habitualmente) mientras escribe. Algunas cosas sí, claro, que van desde las Sonatas e interludios para piano preparado, de John Cage, a ciertas arias de ópera cantadas por María Callas; de Las variaciones Goldberg en versión de Glenn Gould a Las gimnopedias de Erik Satie. Supongo, aunque no es muy difícil darse cuenta, que en estos casos la música no interfiere en mi escritura. O más bien, no interfiere hasta el punto de distraerme, de llevarme a escuchar atentamente y sacarme de aquello que estoy pensando. Música ante la que puedo mantener una escucha flotante (de ningún modo de especialista, porque estoy muy lejos de serlo). Estuve tentada, cuando escribí Caligrafía tonal, de poner en nota al pie qué escuché mientras escribía ciertos capítulos (porque en algunos casos sostuve y repetí adrede esa escucha) pero no lo hice. Creo, sin embargo, que algo de esa música, algo del ritmo o del estado en que la música pone y predispone el propio cuerpo, queda en la escritura. En mi caso creo que el amor ignorante por el barroco –otra cosa que puedo escuchar mientras escribo ensayos, Bach, casi siempre Bach– tiene que ver con mi modo de escribir. Hay algo del orden de la acumulación, la repetición y la variación que funciona cuando trato de escribir lo que pienso, lo que leo. Tengo que volver a los enunciados, tengo que retomar de manera insistente ciertas figuras, algunas palabras para arrancar nuevamente desde ahí; a veces muevo mínimamente una frase y otras la voy transformando hasta que llega a ser una aserción, podría decirse, de una índole muy diversa a las anteriores. No se trata de una copia fiel, ni de un mero estado anímico. Tampoco de un simple artificio, sino del momento exacto en que una modulación y una argumentación se juntan, no pueden darse una sin la otra. Creo que esta es la razón por la que escucho ese tipo de música –las arias de ópera, en cambio, arman para mí un dramatismo menos artesanal, que está en el inicio, el medio, el final y otra vez el inicio de la escritura–. Entonces, la música se ha ido acoplando a la escritura. Quiero decir, escucho modos de la variación porque acompañan un modo de escribir que es el que más conozco y, a la vez, en algún punto, esas variaciones, interfieren en el movimiento de la escritura y le dan dirección, funcionan como una especie de partitura. No hablo de los temas trabajados, de los problemas abordados, sino de mi propia sintaxis crítica (no, no es una gramática; la variación no redunda en subordinadas, por ejemplo), del modo en que se escande mi escritura (o al menos esto sospecho).
II.
Mientras escribía Caligrafía tonal leí Cuadernos de un mamífero, una recopilación de textos de Erik Satie; allí se agrupan las “Indicaciones de carácter”, aquellas anotaciones que el compositor agregaba a sus partituras para generar un estado de ánimo en el intérprete y “alterar [su] sistema de defensa racional”, propiciando así una mejor recepción de lo insólito (dice Ornella Volta en la “Introducción”). Algunas de estas indicaciones son previsibles, “Alegremente”, “Con alegría moderada”, “Con fuerza”; otras, descabelladas: “A flote”, “Adoptar aire falso”, “Como un animal”, “Como un ruiseñor con dolor de muelas”, “Como una suave petición”, “Con un profundo olvido del presente”, “Opacus”, “Sobre la lengua”, “Sobre terciopelo amarillecido”, “Visible por un instante”. La lista es tan maravillosa que la transcribiría completa. Desde que la leí pienso en el juego que establecía Satie con el intérprete (con el lector); es cierto que las indicaciones no están exentas de ironía y, sin embargo, me parece que quedarse con ese costado cierra muchas puertas. De algún modo los textos nos indican cómo leerlos (sin que contengan “indicaciones de carácter”, por supuesto, esas que existen en la literatura y que no dejan de ser odiosas); por ejemplo, la poesía de Juan L. Ortiz pareciera indicar ser leída “Con un moderado olvido del pasado”, o “Sobre la lámina del presente de un río”. ¿Por qué no? Nicanor Parra podría haber escrito al costado de Poemas y antipoemas “Rompiendo la biblioteca de la lírica” o “Riéndose a boca partida de las lágrimas” (en este caso son indicaciones que recuperan imágenes de su poesía). ¿Puede ser que nosotros los lectores construyamos a veces nuestra propia indicación? ¿No es posible pensar que la crítica lee “Como un ruiseñor con dolor de muelas”, o “Sobre terciopelo amarillecido”, aunque sea esporádicamente? Me seduce pensar en las dos posibilidades: la primera, sin dudas, se acerca a mi experiencia como lectora; la segunda, sospecho, debe estar ahí siempre para ser promovida en el momento justo en el que el texto nos comió la lengua y nos hace hablar sólo con sus palabras.
(Actualización julio-agosto 2012/ BazarAmericano)