diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Camino al Festival de Poesía me encuentro con Gabriela, yo bajo por calle Sarmiento y ella por Illia, hacemos la esquina que entra al túnel y seguimos juntas hacia el río. Me cuenta que llevó esa mañana algunos de sus poemas inéditos a la clínica que Damián Ríos dicta en el marco del Festival. Le digo que ella no necesita clínicas, que incluso debería darlas. Me dice que Ríos le discutió cordialmente el uso de la palabra “instante”, supongo que por demasiado poética, y le propuso otras variantes, “momento”, por ejemplo. Gabriela rechazó: “momento” no es “instante”.
Aunque no lo hago, me da ganas de citarle a Aldo, la raíz latina de “instante” tal como la acentuaba Aldo Oliva en sus clases de literatura argentina en la universidad. Del participio activo de instar, instants, instantis, entonaba Aldo. Emparejaba instante con intensidad cargando un doble sostenido en el “in”, dándole el silencio de una blanca con puntillo, o directamente de una redonda, a la pausa de la sílaba hacia “star” o “stants”, in-star, in-stants, para rematar en su interpretación final de la etimología: “el instante —decía—: la intensificación del presente”.
Pero a Aldo le gustaban los poemas de Lugones, leía Las montañas de oro en voz alta y altiva en sus clases de la universidad, y mientras leía se emocionaba tanto que redondas, blancas y corcheas, tonos y semitonos abatían un poco la métrica, los acentos, los instantes del alejandrino: “Y decidí ponerme de parte de los astros”. A Gabriela Saccone, en cambio, le gustan los poemas de Juan Manuel Inchasupe y, más que de parte de los astros, está de parte de sus vecinas: “La vecina maldecía a sus hijos / y yo la excusaba, porque / igual que ella maldije y fui convencida / de que la calma sigue a las tormentas.” (Medio Cumpleaños, 2000)
Gabriela Saccone alquiló una casa de campo en Arroyo Seco en los eneros consecutivos de 2000, 2001 y 2002 donde escribió su poema “Diario de la dacha”, uno de los inéditos que llevó a la clínica de Ríos. Aunque el “Diario de la dacha” no tiene fechas sucede, como todo diario, en el presente, pero un presente raro que viene desde Rusia, de la Rusia de los zares, cuando lo zares daban a sus cortesanos parcelas y casas en los alrededores de San Petersburgo para que dominguearan a diario al aire libre —dice acá, también la etimología, que “dacha” viene del verbo ruso “dat” (dar)—; o de la Rusia de Chéjov cuando la aristocracia perdía su dacha de cerezos; o de la Rusia soviética, cuando la dacha vacacional era signo del bienestar económico del proletariado pero sólo la gozaban los burócratas. De todos modos, si no rusa, inglesa o húngara trashumante, la casa de verano de Arroyo Seco tiene aire —y hasta viento— de anacronismo y extranjería, los que bajan del título del poema que la nombra y la dispone en su presente: “Diario de la dacha”.
La escritura del diario, que depende en todo de la enumeración, no se contenta para hacerse género con el registro de un solo día, aunque el presente puntual —y aun el instante, tal como lo pensaba Aldo Oliva— sea el tiempo que la conforma. El diario de la dacha crea una estación vasta para el ritmo de su paisaje como si su ciclo correspondiera no a algunos días o a algún día exacto del verano —los lapsos bien datados del descanso en la dacha—, sino a todos los veranos o a un ancho verano inclusivo (¿por eso el “Diario de la dacha” no tiene fechas?). Esa extensión de tiempo pleno, y básicamente inútil, desmantela la rutina llana del vistazo diario que aquí, en la dacha, se llama color local, para revitalizarse en crestas raras de extranjería, una suerte de crispación que en la atmósfera nítida de la dacha se figura en la tormenta inminente, “viene la piedra”, “se viene el agua”.
No se trata entonces de lo que permanece verano tras verano en el verano de la dacha (la casa, el río, el campo, el clima benigno, los árboles que prueban, como los cerezos en Chéjov, la existencia de un linaje), y que constituiría en la repetición y el lazo un souvenir distintivo del descanso costumbrista de la familia —porque ahí están los chicos armando una familia en la tumba de la calandria o en la caza de la iguana—, sino por el contrario de un divorcio intrínseco al paisaje, de una distancia extrema e inconcebible. Una distancia de estepa rusa en el presente de Arroyo Seco que, trazada en la instantánea de la visión poética, altera en desconcierto el litoral célebre —que Saccone observa desde el horizonte de Juan L. Ortiz, y junto a los poetas de su zona y generación, García Helder, Prieto, Taborda— pero con el que, aunque lo intente, no logra comulgar: “Cambiar el punto de vista. / No miremos el río. / Volvamos al campo.”
De un lado del territorio de la dacha de Arroyo Seco está, claro está, el río, del otro lado, el campo, según mire el poema de la dacha que, en realidad, mira casi siempre hacia el río —al menos hasta que la decisión de sus versos últimos llame a cambiar por su antípoda el punto de vista—. Hacia el río el poema avista, en principio, lanchas, un barco mercante, un bote anaranjado, dos carromatos húngaros entre unos caballos, unos pescadores y un par de perros, o un solo perro y su sombra. Siempre hacia el río, el presente comarcal de la dacha enumera en versos de arte mayor que muchas veces sobrepasan las medidas del alejandrino y también, en su conjunto, los estándares estróficos que Saccone bien probó en su libro Medio Cumpleaños. El poema largo extiende el tiempo de la dacha en el paisaje y permite tanto su retorno estable “...Vuelven las moscas, / y las avispas” como su aparición.
“Un perro completamente blanco, mediano, / cruza corriendo, y atrás su sombra, / un perro mediano completamente negro.” ¿Cuántos perros admite el poema de la dacha en los tres versos que funcionan casi como un silogismo de sus trayectos? ¿Un perro sigue a otro perro como si fuera su sombra, o un único perro con su axiomática sombra como si fuera otro perro cruza la geografía metafórica de la dacha? Ambas posibilidades en la misma aparición, arraigadas limpiamente en un breve posesivo especular: “su sombra”, y el denuedo poético de mantener, en ese enunciado, que es lo mismo que decir en ese acto, sus alcances ambiguos y potenciales, dan al poema y a la dacha el espacio que les corresponde. Allí el paisaje ya no es encuadre y armonía ambiental sino perspectiva dinámica y artejo de fuerzas extrañas, un “nuevo todo”, según escribe George Simmel, que poco tiene que ver con el equilibrio de la naturaleza (o su forma literaria: el bucolismo) y donde la equívoca aritmética de su elementos parece destrabar y abrir un breve ciclo para la voz imperativa de la dacha: “Que hable del amor, que hable del dolor, que hable”. (En una estrofa posterior del poema de la dacha, y momentos después o años después en la dacha, el perro negro sigue en rima interna a su dueño. Deslinda su existencia de la del perro blanco e inflige así el mandato gongorino: “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Ahora el paisaje de la dacha, que también contiene la fábula de la dacha, encaja en un “nuevo todo”: el divorcio de los perros, extraños ya a la visión que los aunaba en sombra, da paso a la convicción presente de la dacha y a su constatación temporaria: “Ahora el perro negro sigue a su dueño; éste en bicicleta”.)
Pero en realidad, el “nuevo todo” de la dacha arguye su novedad no en el encastre oportuno de sus elementos naturales (dos perros, los pájaros, las avispas, las moscas, los pastos) sino en un sentimiento anómalo en el que no hay maridaje ni sosiego posible. La visión de la dacha devuelve al poema raros recelos, un “temblor general” allí donde se espera que impere el aura doméstica de los veranos: mares extranjeros por ríos patrios, fobia a los vientos, pánico, otra vecina (de la serie de las vecinas de Saccone, pero ésta fúnebre), caballos que silban junto a Mr. Ed, el caballo que habla; y un aire inglés en el campo arroyence. “La muerte igual efecto”, escribe el poema de la dacha.
Porque el efecto crispado de los dedos de los muertos que resucitan, como dice el poema de la dacha, no es un término más de las comparaciones del paisaje sino su real fuerza extraña. Se trata del intervalo espástico que impera en el territorio de la dacha, bien extendido y detallado (esa puntuación, esos encabalgamientos y esos cortes de versos tan extraordinariamente límpidos) que, antes de configurar, si así fuera, su traza en contemplación autóctona, ofrece, en la visión poética, su instante de extranjería. De nuevo, una distancia de dimensiones rusas suspende consonancias en el ambiente de la dacha —un perro y su sombra y dos perros realistas, los pastos y las estrellas y los flecos y los dedos de lo resucitados, la modesta acequia y el río torrentoso, el pino y el vendedor de plumeros, el río y el río—, distancia que no hace lugar, como ordenaría cierto simbolismo místico, al misterio o, a su contrario complementario, la epifanía, sino a la bien concreta “nada”: “... Nada cae del árbol: la idea como un fruto, /el detalle que abra el abanico, no cae nada”.
A la voz imperativa de la dacha “Que hable del amor, que hable del dolor, que hable” se le suma, en módica contestación, el yo de la dacha: “Mejor no hablo, mejor canto.” El yo de la dacha no es el eje de la perspectiva en el poema de la dacha, o mejor: no es el origen del vínculo armónico entre el alma romántica y el paisaje, el interior profundo y el amplio exterior, que dotaría al segundo de las aparentes ventajas expresivas del primero. Nada de esto sucede nunca en los poemas de Saccone: aunque en muchos de ellos el yo, el personaje del yo poético, parece componer el espacio, el espacio preserva su indiferencia y, muchas veces, su dominación:
La tarde se acerca y busca
en el silencio vaciar aquello de mí
que ronda por la casa.
Un nudo de palabras que espero como la suerte
y que eligen terminar entre las piedras
siendo carga de hormigas.
Medio Cumpleaños
De manera que en el poema de la dacha la voz del yo agrega a la dacha un atisbo del poeta-personaje, —tan propio del arte de narrar poemas en la zona—, con ese personaje, un espasmódico punto de vista, y con ese punto de vista la fábula íntima de la dacha: la de la propia extranjería. Aunque es claro que el paisaje impersonal e indeciso de la dacha no pregona ni revela la intriga de esa fábula —que ocurre, también de modo espástico, alternando los versos del paisaje y guardando su distancia en paralelo: cuando las nubes oscuras, el recuerdo de los velorios del barrio; cuando los caballos silban, la serie de televisión del caballo que habla; cuando la música de las neuronas, la hora del mutismo en el toldo de los húngaros; cuando el río, la duda sobre el río.
Porque en el poema de la dacha no hay, no puede haber, una intimidad profunda que desborda en sentidos y da sentido al paisaje, que se une a él en la contemplación y, por obra de esa contemplación, el mismísimo río de Ortiz la atraviesa. Muy por el contrario, la intimidad del yo del poema de la dacha es sus “axones y dendritas”, una degradación arrítmica y materialista, neuronas y síntomas físicos: “se me acelera el pulso, / las piernas pierden fuerza, la respiración el ritmo”. (En otro poema inédito, “Cuaderno de la angustia”, también en esa primera persona que recalca la extranjería del mundo conocido, Gabriela Saccone recela de la plenitud perceptiva, al buen estilo de la literatura de la zona: “Conozco e ignoro lo conocido // Si la percepción no alcanza, / entonces qué es lo que basta / y cuál la nube que oscurece.”)
La visión del poema de la dacha no se resuelve en comunión, no hace seguidilla vinculante, y reniega de las correspondencias, del “bosque de los símbolos”. En cambio, mete distancias ahí donde se esperan armonías, y refuerza sus torsiones y desequilibrios: si “el viento empuja los pastos” entonces “los pensamientos frenan”. El paisaje trastorna entonces su identidad, juega en el poema de la dacha su idiosincrasia (la dacha rusa en la costa santafesina) de modo tal que hasta su principal, mitológico componente merma su persistencia (“El río no lo es, ni tampoco sé lo que es”) y anuncia, en el giro final, un “nuevo todo”, o mejor, un mundo todo de nuevo: “Cambiar el punto de vista. / No miremos el río. / Volvamos al campo.”
Uno de estos últimos domingos intercambiamos con Gabriela unos mails. Yo le hice preguntas de aquí y de allá, de un orden y de otro orden, del orden del Club Atlantic Sportmen y del profesor de natación, del orden de la dacha y de Marina Tsvetáieva, ella me contestó en detalle y agregó, para cerrar el mensaje, un dato de súbita importancia al que alguna vez habrá que volver: “Hoy tuve mañana dominical en la rambla Catalunya. ¡Qué río precioso!”.
(Actualización noviembre-diciembre 2011/ BazarAmericano)