diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Leo Moluscos, la novela que Ramiro Larrain publicó en EME a fines de 2022. Un montón de asociaciones, una estructura de capas que por momentos se van desperdigando y forman nubes o rizomas, capas de sedimento que se agolpan y se extienden alrededor o se fijan a un centro y giran por ahí desde que termino de leer. Ahora, por fin, trato de ordenarlas. El primer asalto, eso que cuando empiezo la lectura me toma por completo, aparece porque Moluscos ocurre en mi barrio, a dos cuadras de donde vivo ahora pero antes, a comienzos de los 2000. La novela transcurre entonces aquí, en el lugar en el que escribo, pero en otro siglo; hace unos veintitrés años. En esa época yo armaba mi primera casa, más hacia el este de la ciudad. Una casa temporaria en la que escuché los bombos que se escuchan también en la novela y vi por televisión, antes de salir a la calle, las primeras imágenes del fin del gobierno de Fernando de la Rúa.
En la fábula que se cuenta en Moluscos, el narrador protagonista que busca un refugio o una casa, ocupa en aquellos días de 2000 o 2001 un departamento familiar en el que había vivido en la infancia y planea sobrevivir junto a su hermano instalando allí un criadero de caracoles con la expectativa de que si prospera, esos seres con casa incorporada puedan salvarlos de la intemperie. Los viscosos bichos con dibujos helicoidales en la corteza y, a cuestas, su casa redonda —como la famosa construcción platense que está también a dos cuadras del mapa que traza la historia—; a salvo de tener que conseguir una vivienda en medio de la crisis, se dejan atrapar, sin embargo, por dos epidemias y mueren o deciden escapar de sus caparazones para trepar por la pared sin peso ni refugio hacia el afuera. Las criaturas llevan sobre sí esa casa espiralada que parece ser para el narrador, la figura de los 80:
Todas las tardes después del colegio veíamos series en su televisión a color. En la La dimensión desconocida usaban una espiral giratoria para viajar a otra dimensión. En Batman y el Avispón, además del PUM, BANG, BONG, si un personaje recibía una trompada ponían una espiral y el quilombo que se armaba. La espiral era nuestra señal, aparecía la espiral y gritábamos FUERZA CENTRÍFUGA.
En el presente de la historia, en cambio, quedan los vestigios de aquella figura que parece desarmarse pero que en lugar de haberse desperdigado en escombros o partes rotas se reordena en la estructura vertical de un edificio cuya historia se remonta a los años setenta pero que se vuelve más bien una carcasa con aires fantásticos en la que parece poder ocurrir cualquier cosa. La historia del edificio, contada por el amigo de la infancia del narrador, en una carpa improvisada en el living durante un apagón programado en el que resuena la historia de El resplandor consiste en que lo habían construido los Montoneros con la plata del secuestro de los hermanos Born, “Se dice que viven las familias de los guerrilleros y que en el sótano hay un cabaret vip y un depósito lleno de armas cubanas”. Se trata del edificio que está sobre el Ministerio de trabajo de la Provincia, entonces, ahora, en diciembre, busco información sobre si, de eso, hay algo cierto pero no encuentro más que datos de maravillas arquitectónicas como el Kavanagh platense de 7 y 45 y noticias sobre el mismo Ministerio pero de la Nación devenido en secretaría y parte, ahora de ese nombre espantoso que es el de Capital Humano.
Me obsesiono buscando datos pero también caminando las manzanas por las que caminan los personajes. La YPF, la plaza Olazabal, la casa de venta de durlock, el supermercado chino y algunos otros nombres cuyos referentes ya no están. Salgo, por momentos a buscar esos sitios como si quisiera reconstruir un mundo y no dejo de pensar, por varios días, en El mapa y el territorio, en la novela de Houellebecq y en la frase de Alfred Korzybski. Si hay, entre la novela y mis caminatas, una perfección cartográfica como la que construye Borges en “El rigor en la ciencia”, hay también de esa correspondencia en la historia narrada un pequeño episodio con el que la escala, la representación y la copia, se convierten en problema de la trama. En el comienzo, el narrador cobra un dinero y se compra un autito de colección que es un Falcon amarillo. Bastante después, una noche en la que recolecta caracoles en la plaza, conoce a Rosario, la chica que vive enfrente y tiene estacionado en su casa un Falcon amarillo real. Converso con el escritor sobre la novela y sobre mis recorridos, me pregunta si encontré la casa de Rosario, mi obsesión crece. Salgo a buscar esa casa con el Falcon estacionado en el garage y pienso entonces en un corpus de películas en las que la relación amorosa de los personajes se dibuja en un mapa o, al revés que en Rayuela, en una serie de indicaciones para encontrarse. La primera, mi favorita, es Elisabethtown de Cameron Crowe, mi director personal de culto. Buscando una frase que creía recordar de la película, tropiezo con la categoría que está aquí en el título: Manic Pixie Dream Girl. Parece que el crítico Nathan Rabin, usó el concepto para referirse a Claire Colburn, el personaje de Kirsten Dunst que enamorará a Drew (Orlando Bloom), definiéndola como la chica que existe únicamente en la febril imaginación de sensibles escritores y directores para enseñar a jóvenes inquietantes y conmovedores a abrazar la vida y sus infinitos misterios y aventuras. O algo así. A eso agregaba que se trataría de personajes un poco inocentes que plantean un juego alocado y misterioso que lleva al otro de la pareja protagónica a cambiar sus hábitos y su melancólico estado de ánimo.
Rosario, en la novela, es la única de afuera de la familia que conoce el secreto de los caracoles y saca al personaje de ese edificio del pasado y la quietud en el que parecía estar encerrado. Yo, que no sé si quise ser Claire Colburn pero sí la Marie Jane de Kirsten Dunst en Spiderman, o la Penny Lane de Almost Famous; sigo, después de unos meses de terminar de leer la novela, recorriendo las calles más cercanas para encontrar la casa con el auto amarillo. Sufro, supongo, algún tipo de bovarismo barrial. Los efectos de la lectura y algo del diálogo de “Discusión sobre el término zona” de Saer me hacen pensar que aquí en esta parte de la ciudad que tiene el nombre poco elocuente de Barrio Norte pero que era para mí el barrio de la casa redonda, deberíamos inaugurar una versión del Bloomsday de Dublín que tomara como guía la novela del edificio de Montoneros y el Ministerio de trabajo y deberíamos con ese mapa, salir a encontrarnos en las calles otra vez con el ruido de los bombos.
(Actualización diciembre 2023 – febrero 2024/ BazarAmericano)