diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La publicación de Regreso a la patria, a principios de 1989, y un viaje a Buenos Aires al año siguiente abrieron una nueva etapa en la obra de Juana Bignozzi. Con el libro, Bignozzi volvió a la escena poética de sus orígenes y retomó el diálogo con pares y críticos que había quedado en suspenso desde su partida a Barcelona en 1974. A partir de entonces fue una presencia creciente y se constituyó en referencia para la renovación de la poesía argentina que se definió en los años noventa. Una entrevista realizada por Jorge Fondebrider e incluida en Conversaciones con la poesía argentina coincidió con el movimiento e inauguró una serie de notas fundamental para la construcción de esa figura.
A su regreso Bignozzi fue recibida como protagonista y testigo calificada de la poesía de los años sesenta. Su testimonio y su mirada resultaron significativas en un momento en que el corpus era objeto de crítica por parte de una generación que buscaba actualizar el legado poético. Distanciada en el tiempo, en el espacio y sobre todo en la continuidad del proyecto literario, ella misma participó de esa revisión. Al mismo tiempo, por efecto también de su posición excéntrica en la escena, examinó la poesía del presente y sus juicios resultaron notables por la franqueza inusual y el tono frecuentemente lapidario.
Bignozzi se declara contenta porque la recuerdan, y también contrariada por la confusión que nota en los demás entre el personaje literario que proyecta en los poemas y su propia biografía. El equívoco, un anticipo de polémicas más fuertes en las que pronto se involucra, es sin embargo productivo porque debe exponer sus ideas para aventar el error: la confesión puede ser el registro de la correspondencia, del diario íntimo, dice, pero nunca de la poesía, y hay que saber separar la ficción de la biografía. La confusión contiene además el germen de un malestar que madura como contraparte de la consagración por parte de la crítica especializada –en ese marco, el dossier en Diario de Poesía (número 46, invierno de 1998) la presenta como “una poeta de los noventa”- y la edición de la obra (La ley tu ley, 2000) con una intervención que consiste en prescindir de los primeros dos libros, es decir, en arrancar de raíz el vínculo con la poesía de los sesenta.
Bignozzi evalúa una y otra vez a los contemporáneos y se muestra particularmente impiadosa con los antiguos compañeros del grupo El Pan Duro y con los poetas de El Barrilete, otro grupo de los sesenta. Esa mirada es el correlato del desplazamiento de su poesía de los márgenes de los sesenta hacia el centro de los noventa. El punto es insistente en las entrevistas que le hacen pero no simplemente reiterativo, porque lo que retorna son matices y reformulaciones del propio juicio. Puede ser tajante y hasta cruel al opinar pero también repara el exabrupto o la sentencia descalificadora, y los cambios sugieren que el proceso no está tan cerrado como podría parecer en una primera lectura. Al cabo del tiempo, por otra parte, las anécdotas sobre las “maldades” de “Juanita” resultan abundantes, pero lo que se pasa por alto en ese punto es la complicidad de los auditorios, el modo en que los juicios lapidarios de Bignozzi sintonizaron con una virulencia solapada en el ambiente poético.
Como su alter ego en Regreso a la patria, Bignozzi es “una mujer trabajada por los fantasmas”. En principio declara un reconocimiento pleno hacia Gelman: lo considera uno de los pocos autores de la generación del sesenta que elaboró una poética, creador de una obra “que va a quedar” e interlocutor personal aun a la distancia. Sin embargo se vuelve menos concluyente hacia las últimas publicaciones, para las que dice y repite un comentario desdeñoso: “él escribe, en los últimos años, desde Carta a mi madre, como si hubiera ido al taller literario de Gelman”. Los poetas jóvenes de los 90 festejan la ironía, y en esta escena algo importante ha cambiado: victoriosa en la disputa con los poetas del sesenta ante el tribunal de los noventa, se trata de situarse en un contexto que replantea la discusión. Atenta a los mínimos signos, Bignozzi advierte que la nueva generación tiene una mirada crítica sobre los consagrados; y si bien el cuestionamiento no la alcanza en público, se pregunta qué dirán los jóvenes en su ausencia.
Su opinión sobre Pizarnik es más estable: Bignozzi considera a su obra como juvenilia y vanguardia sin correlato objetivo, reitera una y otra vez que está sobrevalorada y confía en que ese error de apreciación se despejará en el futuro. La figura de Alejandra, como la llama para denotar la familiaridad del trato, es su retrato invertido en el espejo -“Ella se convirtió en sujeto de su escritura. Yo hice el camino inverso. Yo dejé espacio para la ficción”- y define también por contraste a la generación del sesenta: “nosotros no estábamos con la poesía de Girri, tampoco con la de Pizarnik”. Sin embargo, no la invoca como antagonista. Bignozzi rememora una amable amistad en la que compartían conversaciones y evitaban hablar de poesía a la vez que mantiene un tono respetuoso porque Pizarnik “avaló lo escrito”, dice, en alusión a su vida y su muerte.
Estas consideraciones sobre Pizarnik no alteran la convicción de que el juicio crítico sobre su obra está perturbado por el mito y de que las aguas bajarán cuando los lectores trabajen exclusivamente con los textos. El señalamiento de “los poetas que van a quedar”, sin embargo, es una ilusión pronto desmentida y tanto más notable en alguien que reivindica el pensamiento materialista: la de creer que las obras de arte pueden ser valoradas y disfrutadas exclusivamente por sus cualidades formales, como si portaran una esencia que tarde o temprano se impone al mundo y el reconocimiento a los auténticos creadores decantara inevitablemente con la historia. Las expectativas que tiene sobre la crítica de Pizarnik son un ejemplo.
Aquel que es capaz de identificar a “los que van a quedar” es escuchado como una voz de autoridad. La ilusión encubre el carácter de la operación: se trata de una intervención sobre el presente del campo poético. Como el ángel de la historia Bignozzi se vuelve entonces hacia el pasado para dictaminar con ácida ironía cómo aquellos que se ufanaban de ajustar cuentas con la tradición cayeron en el olvido; y al mismo tiempo examina la actualidad para señalar, entre la masa de libros que recibe y de las cuales según dice quema o regala la mayoría elige los pocos poetas en los que encuentra “algo”. Irene Gruss apilaba esos libros en la calle para que se los llevara el basurero, o los lanzaba desde el sillón de lectura, como el que tira algo a la mierda. Pero las preferencias, al margen de unos títulos puntuales, indican más bien cuáles son las afinidades de Bignozzi, en un arco extendido desde adentro hacia afuera del objetivismo, una etiqueta que empieza a molestar; las profecías sobre quiénes “van a quedar” son un modo de tomar partido e influir en las discusiones del presente.
Bignozzi entiende que el sustrato de la poesía son las formaciones de la ideología y lo que llama mitos personales. Su concepción del mito está alejada de la acepción común: no es una representación engañosa o una simple fabulación sino que remite al conjunto de referencias culturales que constituye su historia como escritora en articulación con la ideología y la extracción de clase obrera que enarbola. Se define de izquierda, marxista, antiperonista hasta el final de sus días, pero del mismo modo en que distingue al personaje literario de su propia biografía separa la profesión de ideas “que te permiten saber quién sos” de su proyección en la escritura, de donde proviene el señalamiento de que no escribe poesía política: “Y cuando digo ideología no estoy hablado de izquierda o de derecha sino de una concepción de la vida, de un concepto estructurador de la vida”, le aclara a Marcela Castro y Silvia Jurovietzky, que la entrevistan para Feminaria.
La escena poética de los 90 presenta como novedad la emergencia de los jóvenes y también los debates acerca de la literatura escrita por mujeres. Bignozzi ve en el feminismo una expresión atrasada en términos ideológicos y asume una actitud de provocación constante: fue la única mujer en El Pan Duro y donde las nuevas miradas podrían indagar exclusiones por motivos de género ella se precia de haber estado rodeada de hombres y aun de que sean los hombres quienes la valoran. La nota con Feminaria expone las dificultades del diálogo. Marcela Castro y Silvia Jurovietzky toman nota de que se define como “no feminista” y también se preocupan por marcar coincidencias, porque de otra forma no se justificaría la entrevista: “está preocupada por el lugar de las mujeres, critica los roles preestablecidos y, entre otros aspectos, señala la necesidad de que las mujeres disputen el poder en todos los ámbitos, desde el espacio doméstico hasta el espacio literario”.
No importa quizá discutir la pertinencia de la crítica de Bignozzi al feminismo y la incomprensión del fenómeno sino de observar los efectos que tiene en su ubicación dentro del campo poético: no en los márgenes (si se consideran reconocimientos como la Rosa de Cobre de la Biblioteca Nacional o un diploma de la Fundación Konex) sino en una desviación respecto de lo que empieza a configurarse en el centro. Bignozzi reniega de filiaciones que intentan incorporarla a la corriente, en lo que percibe otro equívoco: “se han engañado ustedes”, dicho a propósito de su reivindicación en un espacio de diversidad sexual. En la discusión recurre a la ironía para afinar sus dardos contra la preocupación por la interioridad y la reivindicación de cierto lugar de las mujeres: “la pava haciendo chuf chuf en la cocina no me interesa”, dice. Más allá de la burla se remite a las mujeres de su historia y, con ellas, nuevamente, a la tradición de la ideología de izquierda. Batalla contra la corriente y percibe un rechazo: “soy una mujer atípica, apoyada por hombres, y esto no se puede aceptar fácilmente”.
Bignozzi advierte que vuelve a ocupar una posición excéntrica en la escena poética, encuentra una reválida personal en la inadecuación respecto de la época y en ese punto reformula los interrogantes que se le plantearon a fines de los años ochenta. Si ya no es bien recibida, como cree, surge el interrogante sobre la permanencia de la obra, lo que sublima en su postulación de la eternidad. No le preocupa la fama del momento sino la trascendencia y sabe que ya no depende de sí misma y ni siquiera de los propios poemas sino de los otros, de los jóvenes, de los que vienen a continuación. Entre la confianza y la incertidumbre, entre el hartazgo ante “la miseria poética del ambiente” y la esperanza de que “alguien va a escribir” y hará de su poesía un legado, reencuentra su propio centro: “la ideología es la forma de eternidad que tenemos”. Un conjuro, también, contra la idea de “los que van a quedar”.
(Actualización diciembre 2023 – febrero 2024/ BazarAmericano)