diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“Para ellos y sus semejantes,
los embrionarios y los ineptos,
existe la esperanza”Walter Benjamin
“Todo es perfecto, y algo fallará”
Miranda
Una biografía no es el despliegue lineal de una verdad. No es un acertijo o un enigma que lenta pero inexorablemente se va despejando. Una biografía es un pogo de partículas elementales componiendo y descomponiendo una vida. Eso, el quilombo: una vida.
¿Existe algún momento en mi pasado donde descubra los leves trazos de la génesis de mi pasión por la cocina? Algo así como si captara al vuelo el nacimiento de un deseo, el embrionario despliegue de una vocación. Una imagen, cualquier imagen. Creo que no cociné hasta muy entrado en edad, ni tampoco tuve un paladar entrenado en la diversidad gastronómica. En general las biografías de los chefs se detienen en alguna escena íntima, casi siempre familiar, donde el cocinero o cocinera se ve arrebatadx de su pasión infantil indiferente a todo -porque cualquier cosa es digna de entusiasmo- y por primera vez algo se despega de la equivalencia general del mundo y tiene la forma de su cuerpo, y habla una lengua privada cuyos sentidos solo se despliegan en su mente. Son paisajes hermosos donde unx realmente cree que una vida verdadera es una vida dedicada a crear las condiciones necesarias para que ese acontecimiento infantil asuma la consistencia de un destino. Bueno, mi pasado es un lugar sin misterio ni jeroglíficos a descifrar; el acto de cocinar no es una tarea delegada en susurros por alguna micro experiencia en las rugosidades de la memoria, sino, tal vez, el acto mismo de separarme de una vocación: pienso ahora, mientras escribo, que cocinar fue para mí, no el hallazgo de una vocación, sino el medio gratuito y fortuito que encontré para revocar una vocación, la idea misma de vocación.
Dos escenas. La primera, tendré seis, siete, ocho años, estoy en una pileta con unxs amigxs y la madre de unx de ellxs dice algo con lo que no acuerdo y comienzo a interrogarla, a preguntarle por qué afirma lo que afirma, y ante cada respuesta avanzo con una contra ofensiva, hasta que la señora visiblemente se cansa de mí y me sentencia, en forma de conclusión: "todo lo discutís, vas a ser abogado vos". La segunda escena, volviendo de un viaje familiar en un micro (¿desde brasil, buenos aires, alguna localidad de las sierras de córdoba? Nebulosas), tendré 14, 15 años, comienzo a hablar con una señora que está sentada a mi lado, y lo que comenzó como una forzada muestra de civilidad se prolonga por todo lo que dura el viaje, y tiene la morfología deforme de las cosas hechas de signos montándose a signos sin línea temática ni filiación de género posible: hablamos de la vida, de literatura, de filosofía, de religión, de política, de astrología, hicimos un mapa del universo del tamaño del universo -que era también el tamaño de un vacío que comenzaba a nacer como un agujero negro en el medio de mi cuerpo-. Llegando a destino, la señora se dirigió a mi mamá y le dijo, en algo que inmediatamente asumió la dureza de una sentencia: su hijo va a ser un intelectual. Discutirlo todo, intelectual, hablar, hablar y hablar. Pensar, pensar y volver a pensar lo pensado. Y descubrir la mejor herramienta para seguir hablando y pensando con otrxs cuando se está solo, que es cada vez más el territorio en el que construís tu casa: la escritura. Pensar, hablar, escribir. Y progresivamente recibir reconocimiento por eso, y abrazar esos reconocimientos como gestos de amor, y volverse adicto, y llamar a la adicción: Yo, vocación, destino, deseo.
En un poema escribí algo así como que nunca fui más allá del estricto domicilio de mi piel, y aunque un poema no sea una confesión, pienso que ahí estaba tartamudeando algo: la vocación asumida había tomado la forma del encierro. Hablar y escribir con el tiempo dejaron de ser un salto hacia lxs otrxs y fueron convirtiéndose en una máquina de producir palabras que se acumulaban alrededor mío para más aislarme del mundo, palabras ladrillos que edificaban un perfecto útero en el que flotaba indefinidamente sin parto posible. Ahí estaba yo con seis, siete, ocho años, y estaba yo con 14, 15 años, hablando sin cesar, en medio de una pileta vacía, adentro de un colectivo sin pasajeros.
Mi mamá, cuando era chico, me decía "mudito"; ¿se puede hablar tanto que la lengua se vuelva afónica, una lengua muda que no le diga nada a nadie, un ruido blanco que sólo sirve para separar a unx del mundo, e incluso a unx de unx mismx? La pregunta es una trampa porque esconde una afirmación, la afirmación misma que es mi vida.
Ayer, después de un mes, pude volver a cocinar sin una curita en unos de mis dedos de la mano izquierda. Picando hierbas me rebané parte del dedo y la uña. Como constantemente usaba algún tipo de vendaje, la herida tardó mucho en cicatrizar. La nueva zona renacida del dedo tiene un color diferente, y hoy descubrí que si rozo alguna zona de la materia con ese dedo tengo una devolución de sensación táctil diferente que con cualquiera de los otros nueve dedos.
Lo que ha sido rozado por el cuchillo entró en un nueva sensorialidad, en una delicadeza y vulnerabilidad imposible para el resto. Tal vez una sensación que ninguna palabra pueda rozar. ¿Fue la cocina lo inefable, el límite de mi lenguaje y mi mundo? Mario Ortiz escribió en uno de sus geniales Cuadernos de lengua y literatura, parafraseo: de lo que no se puede hablar, mejor seguir hablando. Sí, a condición de inventar una lengua a la altura de ese límite; sí, en tanto y en cuanto el signo haya sido rozado por el cuchillo. ¿Fue la cocina la fuga que encontré al parloteo mental? ¿Es la cocina la posibilidad de escapar a la lengua, por medio de otra lengua, una lengua, por así decirlo, más material? Normalmente, cuando tecleo al escribir, el teclado desaparece como medio, pero ahora, con mi dedo mutilado y vuelve a resurgir, el teclado se me manifiesta constantemente, sensorialmente, como esa cosa dura que no soy yo y sin la cual no podría traficar el murmullo privado de mi mente a la materialidad pública de la letra. Escribo, ahora, gracias a la herida del cuchillo, acompañado.
Escribo, ahora, gracias a la herida.
(Actualización mayo – julio 2023/ BazarAmericano)