diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Editora

Ana Porrúa

Consejo editor

Osvaldo Aguirre  /  Irina Garbatzky
Matías Moscardi  /  Carlos Ríos
Alfonso Mallo

Columnistas

Ezequiel Alemian
/  Nora Avaro

Gustavo Bombini
/  Miguel Dalmaroni

Yanko González
/  Alfonso Mallo

Marcelo Díaz
/  Jorge Wolff

Aníbal Cristobo
/  Carlos Ríos

Rafael Arce
/  Ana Porrúa

Antonio Carlos Santos
/  Mario Ortiz

Javier Martínez Ramacciotti
/  José Miccio

Adriana Astutti
/  Esteban López Brusa

Osvaldo Aguirre
/  Federico Leguizamón

David Wapner
/  Julio Schvartzman

Valeria Sager
/  Juan L. Delaygue

Cristian De Nápoli
/  María Eugenia López

Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

Carlos Battilana
/  Adriana Kogan

Ulises Cremonte
/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

Felipe Hourcade
/  Carolina Zúñiga Curaz

Juan Bautista Ritvo
/  Marcos Zangrandi

Rodrigo Álvarez

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

Juan L. Delaygue

Exterior
Irse

Una vez, cuando era chico, se me ocurrió que quería ser escritor. Supongo que todo lo que buscaba era ser especial de algún modo (incluso aunque en esa época, no tan feliz, repitiera todo el tiempo que quería ser normal), y nada me parecía tan especial como los escritores, tan especiales que, a veces –es decir, la mayor parte del tiempo–, no lograba entenderles. Curioso: para comunicar algo de mí mismo había decidido encarnar una figura que, a mi modo de ver, estaba incomunicada. Por eso me gustaba tanto Borges; cuando sus cuentos llegaron a mí, me deslumbró la sofisticación de ese estilo que me resultaba refractario. No entenderlo me acercaba a él, yo quería subir también a esa torre desde la que despachaba sus cuentos, cuya sintaxis era más una obra de ingeniería que un arte caótico. Fingir que los entendía me hacía sentir bien, más cerca de ese algo especial que tanto deseaba poseer. Pero la lectura es, al menos en una primera instancia, una práctica solitaria, y aquello que me hacía sentir especial me privaba, a su vez, de que otros pudieran apreciar cuán especial era yo. Por eso, a lo largo del tiempo desarrollé varias estrategias para suplir ese inconveniente: con la excusa de una luz favorable o un tiempo muerto entre actividades, me sentaba a leer al sol, en lugares públicos o donde fuera que pudiera exhibir ese tan especial momento de soledad.

***

Más que una búsqueda, mi proyecto de convertirme en escritor se volvió un empecinamiento. No encontraba formas de llevarlo a cabo que me dieran alguna satisfacción, y cada vez que lo hacía sentía que me alejaba más y más de mí mismo, como si al dejar las palabras en las páginas las desalojara de mí, y luego eso que yo creía ser (o creía querer ser) ya no estaba en mí, y lo que fuera que ocupaba ahora ese “mí” todavía no podía ser nombrado con exactitud. Y yo quería, ante todo, ser exacto, ser deslumbrantemente exacto para que quienes sortearan ese muro de palabras que iba fortificando a mi alrededor (o, quizás, dejando detrás de mí como un rastro de pan) sintieran que su viaje había tenido algún sentido y alguna recompensa. Sin embargo no muchas personas han parecido interesadas en hacer ese viaje. He tenido pocos lectores, aunque amorosos, y eso está bien. Good enough. Lo que en su momento me resultó un piedrazo en el centro del ego puedo tomarlo ahora como una clave sobre las formas de la amistad.

***

Me dije que, cuando al fin la escribiera, mi primera novela iba a llamarse Irse. Me parecía que esa palabra, así, suelta en la cubierta de un libro que imaginé de muchos colores, cuyo interior, sin embargo, nunca escribí, se abría a una cantidad inmensa de sentidos, aunque ahora mismo no puedo recordar ninguno de ellos. Para peor, ya fue usado: hay una novela publicada por Entropía –si no me equivoco– que lleva ese nombre, y también un libro de Daiana Henderson se llama de esa forma. Recapitulé y entregué el botín, pero quizás ese proyecto derivó como una obstinación en otras dimensiones (aunque manteniendo el mismo título), de una forma que, al igual que la empresa original, no me ha dejado del todo satisfecho.

***

Ahora estoy a bordo del vuelo AR 1132 de Aerolíneas Argentinas con rumbo a Madrid, donde tomaré otro avión que, con escala en Ámsterdam, me llevará a Copenhague, destino final, a reencontrarme con A. y con el proyecto cuyas mitades nos corresponden. No fue fácil llegar a abordar este avión: en Ezeiza el grosor de los controles ha crecido de forma lógica desde que todo esto comenzó. La chica que estaba delante de mí en la oficina de migraciones lloraba porque, para poder subir al avión, le pedían un documento emitido por la Embajada de España, la misma Embajada que le comunicó que no emite ese documento, que no existe. Había pagado $22000 para llegar a Ezeiza en un remís desde Córdoba; al teléfono, en altavoz, su novio, con acento español, le decía a la empleada de migraciones que lo que hacía no era justo. Es ridículo, decía. Mis papeles (la visa sueca a la que apliqué para estar otra vez cerca de A.) estaban en orden, pero no me dieron la aprobación sin una demora teatral que me resultó interminable. Cuando vio en mi cara la alegría y, sobre todo, el alivio ante la respuesta positiva, la empleada que selló mis papeles sonrió bajo el barbijo y dijo que ella también se alegraba. Es la primera respuesta positiva que le he dado a alguien hoy, dijo. Pero las postergaciones venían de antes: después de trabajar durante el verano en Monte Hermoso, planeaba regresar a Escandinavia a comienzos de mayo. Luego la pandemia arruinó mis planes y quedé varado, sin trabajo, en mi pueblo. Desde entonces he tenido cinco cancelaciones en cuatro aerolíneas diferentes. Ahora el avión carretea por la pista, el peso de nuestros cuerpos se hunde en los asientos y todos los pasajeros tratamos de actuar con normalidad mientras la máquina pierde contacto con el terraplén de concreto.

***

Nos dirigimos hacia la noche. Vamos a atravesar la noche como un auto que entra y sale de una tormenta sobre una ruta larga y desierta. El mapa digital que nos da la ubicación del avión muestra la noche como una ola o una lengua de oscuridad que viene hacia nosotros y barre el planisferio de derecha a izquierda. Esta noche será más corta para nosotros. Anoto estas cosas, constataciones de lo real, como una forma de distraerme del terror que me produce la turbulencia, y luego cierro los ojos e imagino que me encuentro en un asiento de El Cóndor-La Estrella de dos pisos que me lleva de Monte Hermoso a La Plata por la noche, en un viaje de 10 horas (casi la misma duración de este vuelo) en el que se mueve tanto como un avión, aunque un poco más cerca del suelo. Porrúa me dio una vez una herramienta invaluable para estas situaciones, una información: nunca un avión se cayó por turbulencia, son otros factores los que comprometen su estabilidad en el aire. Pero es algo más lo que me preocupa, y eso tiene que ver con la opacidad del futuro.

***

Para poder llegar al aeropuerto, primero tuve que viajar siete horas por ruta desde Monte Hermoso hacia La Plata, donde pasé el fin de semana antes del vuelo. Tenía que tener listo todo lo que iba a llevarme. Jamás había hecho las valijas con tanta anticipación. Fue como un pre-viaje, como darle comienzo a la primera etapa postergada de esta ida que, ya desde mayo, se estira como un chicle. Parodiando a Dalmaroni, el negro Ballar me decía hace unos días por WhatsApp que no paro de no irme. Tiene razón. También a gran escala. Me fui una vez para convertirme en lo que pensé que quería ser, y luego volví a irme cuando cambié de opinión, pero como no tenía un plan B me fui de nuevo, luego de boyar por un tiempo, a un lugar que me era completamente ajeno, donde encontré algo de mí que luego debí dejar, y ahora vuelvo a irme hacia eso que, en un giro irónico, me redirige hacia lo que buscaba al comienzo, para conseguir lo cual debería volver, volver a irme de algo que todavía no tengo. Me he ido de situaciones y lugares que habría preferido no dejar. Pero ahora estoy bien con eso. De alguna forma me encuentro bien yéndome. Ahora el avión ingresa en la noche.

 

(Actualización septiembre – octubre 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646