diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Juan Bautista Ritvo
/  Marcos Zangrandi

Rodrigo Álvarez

Curador de Galerías

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Diseño

David Wapner

Columna Barrofón
Amor y lobo

Desde hace unos días tengo claro mi función en esta vida. La música, la poesía, las ficciones, son emanaciones de este eje, tan presente, familiar. Yo, Barrofón, soy el vocero de mis perros. Ellos hacen, yo lo digo. Así, dediqué tres de mis libros a su voz. Que es la del diálogo que mantenemos desde hace décadas y yo verbalizo. Pienso con frecuencia en la huella que dejan los perros en este mundo. No como colectivo, sino como individuos. Sin pudor, la vida en este planeta es antropocéntrica. La irrupción de nuestra especie logró ese desequilibrio. Y de las millones de especies animales, nosotros elegimos a unas pocas para nuestra gloria (intelecto y mandíbula). Al lobo lo amansamos para quitarle el lobo, y aquí encontramos una clave de la naturaleza del perro: cuando nos mira fijo, nos pregunta dónde está su lobo, si dentro suyo o fuera, tras la puerta. Pregunta si nosotros lo tenemos guardado en alguna parte. Sale a pasear en su busca, o husmea en el aire para dar con su olor. A veces apunta el hocico al techo. Ah, cuando encuentra al lobo le ladra. El lobo, en tanto, pasa de largo, como si no lo viera. El lobo, al menos en un ámbito urbano, no lo reconoce. En el desierto no sé, no puedo aventurar más que lo que leo.

 

Comencé a leer con Dickens y Jack London. Colmillo Blanco no sabe matar al erizo hasta que lo da vuelta y ahí aprende. Siente el llamado del lobo, actúa como perro. Es perro, es perro lobo, como Jessica de Arad. Una húngara sobreviviente de la Shoah, una ex-bailarina de danzas folklóricas, la adoptó cuando la encontró, cachorra, perdida en su calle. En poco tiempo creció tan fuerte que la mujer nos pedía la saquemos a pasear, ella ya no podía. La llevábamos hasta un parque y ella miraba hacia arriba, en dirección a las cornejas que aterrizaban en su árbol de familia. La mujer nos confesó que se dio cuenta de que Jessica era loba y no podía mantenerla. Le encontramos nuevo dueño, un freak que no creía en dios, para él no había nada más allá de los perros. Reconoció en la perra a una loba y le puso nuevo nombre, Meshi, seda. El hombre no tenía nada más que un bóxer, que hizo cruzar con la loba, quien parió cachorros y así quiso iniciar un negocio. Llegaba al centro de la ciudad con su perro, la loba y las crías. Como no llegaba a venderlas a todas, a los meses ya eran él, el bóxer, la loba, dos o tres ejemplares de la vieja camada, y los cachorros de la nueva. Llegaron a ser más de diez las perras y perros cruza, más los cachorros de tercera o cuarta generación. Un día, tras una denuncia, la policía le confiscó los perros. El hombre se resistió y fue a la cárcel. Cuando salió libre, el hombre juró venganza que luego transformó en amargura. El rastro de la loba en tanto, se perdió. La adoptó alguien que no sabemos. Jessica, Meshi, Colmillo Blanco. Si hubiese encontrado en ella al lobo, tal vez nada de esto hubiera sucedido. Al pensarse perro, perdió su lengua y en la búsqueda de un vocero se perdió.

 

Sucede que el verdadero lobo fue devorado, y asimilado por la especie humana. El lobo que conocemos es una traducción humana que se aleja del de verdad. El lobo que hemos escrito es aquel que se hizo feroz. Se trata de una metáfora con referente falso, o modificado adrede. De este modo, cae el estigma sobre el animal verdadero, y nuestra especie se siente libre para cometer sus barbaridades.

 

Hay una obra maestra, olvidada hoy. Se llama “Across the bridge”, del director Kenn Anakin y es un thriller inglés de 1957. Lo protagonizan Rod Steiger, Bill Nagy y una perra cocker que en la ficción se llama Dolores. Si bien la película está inspirada en un cuento de Graham Green, el guión de Guy Elmes y Dennis Freeman presenta diferencias sustanciales con el referente. En la película, obra de arte autónoma, un empresario alemán con ciudadanía inglesa se encuentra en una reunión de negocios en New York, y allí es informado por teléfono de que Scotland Yard pide su captura por un delito económico grave. También, que su esposa se suicidó. Decide huir a México por tren y no por avión, para evitar aparecer en una lista de pasajeros. Ya en viaje, entiende por los diarios que en la frontera con México lo detendrán. En el tren viaja un personaje mexicano junto a su perra, y poco sabemos de él, salvo que quiere a este animal, que en las primeras tomas es mostrado como una perra, no hay matices aquí. El viaja como pasajero humano, ella en el vagón de equipajes. El empresario fugitivo se lo cruza al mexicano, lo mira, lo encuentra con cierto parecido físico y elabora un plan. Le saca conversación, lo atrae hacia su camarote, lo emborracha, lo duerme con un somnífero, le roba el pasaporte, se lo cambia por el suyo, se tiñe el pelo de negro, se calza sus gafas, se viste sus ropas. Durante el proceso, accidentado, es visto por varios ojos, que no alcanzan a entender qué sucede. El empresario entra en pánico, carga al mexicano, lo arroja del tren en movimiento y cree que lo mata. Desciende en una estación anterior a la frontera y, cuando está en el andén, un guarda le grita: “¿no se olvida de algo?” Y le entrega a la perra. Aquí comienza la película. El empresario, que es un hombre sin piedad, una verdadera basura, un lobo feroz, trata de sacarse la perra de encima. Nunca puede. Y cuando se detiene a un costado de la ruta para abandonarla, no solo fracasa, sino que encuentra la valija del mexicano que, a todo esto, ya sabemos que no murió. Revisa la valija, y un recorte de diario le revela la identidad de su víctima: un criminal buscado por la justicia a quien esperan en la frontera para detenerlo. Su plan se complica, su vida se complica, y la perra, y la perra. Nunca en el cine se fotografió a un perro como se hizo aquí con Dolores. La perra le dice con los ojos: me quedé sin voz. Todo comienza a salir mal y, tras cruzar el puente internacional, el inglés-alemán es detenido por la policía mejicana. Creen que es el otro. No cuento la odisea, lo que importa es que, a medida que empeora su situación, el ejecutivo odia más a la perra. Cuando todo parece estar perdido, estafado por la policía a la cual intenta corromper, echado del pueblo fronterizo, desahuciado, durmiendo en el desierto, no se dio cuenta de que la perra lo ha seguido. Desmayado bajo el sol, un escorpión se le sube a su bota. Lo advierte, le avisa, no ladra: llora. Él despierta, sacude el escorpión y la ve a ella. Él, un miserable, la reconoce. Se le acerca, la acaricia, le habla, lee su nombre grabado en su collar. Dolores, Dolores. Ahora es humano. Ahora firma el pacto. Ahora Dolores recupera la voz y puede reanudar así la búsqueda de su lobo. Intuye que el humano lo tiene guardado, que el pacto firmado significa eso. Por eso no lo abandona, en eso se basa su amor. La película sigue, falta casi una hora. Pero nosotros, Barrofón, nos quedamos aquí.

 

(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646