diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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A. me pregunta cómo recuerdo mi infancia: si conservo fragmentos aislados, si me asaltan imágenes que vuelven de repente, de forma aleatoria, o tengo todavía una narración clara de lo que era mi vida de niño. Estamos subiendo de Nordstrand –literalmente “playa del norte”– y ahora emprendemos el camino hacia el puerto de Rørvig en nuestras bicicletas. Es una ruta llana, rodeada de una vegetación tupida, de un verde vivo. A ambos lados del camino, por supuesto, bicisendas impecables. Ésta es la región de Odsherred, en el noroeste de Sjælland (una de las tres islas en las que se divide Dinamarca: la que contiene a Copenhague), donde ella nació. Desde ayer nos estamos quedando en lo de una amiga suya en Nykøbing, la ciudad en la que A. iba a la escuela, y nos movemos en bicicleta hacia las playas cercanas. Llegar a un pueblo en bicicleta te da cierta sensación de posibilidades abiertas. Ahora, mientras pedaleamos hacia Rørvig, me pregunta cómo recuerdo mi infancia. Tengo algunas imágenes sueltas –le digo–, como escenas perdidas que me parece poco creíble poder retener, porque algunas son de cuando era muy chico, de cuando tenía 3 años o incluso menos. También le digo algo que una vez leí o escuché: que no conservamos recuerdos originales. Todo lo que tenemos es el recuerdo de un recuerdo, y cada vez que vuelve a nosotros lo sobreescribimos y, por lo tanto, lo modificamos. Copias de copias. Su pregunta –me dice– viene de lo que está leyendo: la última novela de Siri Hustvedt. En ella, una escritora encuentra un cuaderno de juventud en el que había proyectado un futuro del cual el futuro efectivo se ha desviado. A. me habla de cómo esto la ha hecho pensar en su propia vida, en lo que proyectaba para sí misma y la forma en la que la realidad ha devenido, y, sobre todo, en la idea de cómo las personas cambian y se resisten al cambio. Hay una ilusión de identidad monolítica que nos hace resistirnos a la idea, más probable, de una subjetividad nómada, como si el atisbo de una desviación en lo que hemos construido como imagen propia nos hiciera temer un desgarramiento de nosotros mismos. No podría decir quién de los dos llega a estas conclusiones –supongo que de eso se tratan las conversaciones–, y no deja de asombrarme que una danesa, una persona de la otra punta del mundo, pueda tener pensamientos en los que oigo resonar los míos, un sudaca. Cada vez que charlamos me queda alguna clave para procesar otras cosas que me pasan, que no necesariamente tienen que ver con ella. Esto es importante cuando estás en un país lejos del tuyo, donde no hablás el idioma y todo es tan distinto. Pero hay otras cosas, además: la semana pasada conocí a mi padre.
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Fue mi segunda vez en España. La primera había sido con Ana a mitad de mayo: Madrid y Toledo. Esta vez fui solo. Llegué a Barcelona el domingo 7 de julio a las 2 de la tarde, compré una tarjeta de transporte público y me tomé el metro hacia el hostel, a una cuadra de Plaza Catalunya. La habitación, de 8 camas, estaba copada por un grupo de estadounidenses jetones incapaces de hablar más que de sí mismos, cuya presencia me obligó a sustraerme de ese lugar los dos días que me alojé ahí. (Escribo, releo la última oración y antes de borrarla pienso: qué esnob1. Pero lo cierto es que no estaba en un ánimo de joda.) El encuentro con el progenitor estaba pautado para el 9 en la ciudad de Valencia (él vive en un pueblo de las cercanías desde hace 17 años, la crisis de 2001 lo obligó a emigrar). “Progenitor” es el modo –medio en broma, medio en serio– con el que suelo nombrarlo cuando me refiero a él al hablar con amigos. Hay algo muy denso en la palabra padre, creo, algo que va más allá de los sonidos articulados, en el reverso primitivo de la lengua, que no me sale todavía. Me pasa, supongo, algo parecido a lo que le ocurre al protagonista de A la sombra de Chaki Chan: “Pero ahora estaba esa palabra que empezaba con «p» y que para mí era un tropiezo. (…) Yo jamás la había pronunciado, porque había hecho una promesa: no diría en voz alta «padre» hasta encontrar el mío”. No hubo promesas en mi caso. Sí una voluntad de silencio. Hablamos por primera vez el 13 de diciembre del año pasado: mi cumpleaños número 27 (la obsesión ritualista). Yo sabía que estaba por contactarme porque había pedido mi número, pero no esperaba que me llamara. Para mí tenía más sentido inaugurar el intercambio de forma textual y luego avanzar de manera paulatina hacia una llamada. Mi percepción ese día fue que nos habíamos salteado un nivel inicial del intercambio, como si el texto viniera antes que la palabra oral. Yo estaba en Buenos Aires y llovía la primera vez que hablamos. Llovió también en Barcelona esos dos días, antes de viajar a Valencia a encontrarme con él.
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La semana antes de viajar a España había recibido el mail de aviso de actualización de Bazar Americano, donde informaban que la fecha límite para mandar las columnas era el 10 de julio. Pensé, antes de viajar, que era una buena oportunidad para registrar esas últimas impresiones que ya no volvería a tener –para bien o para mal– después de conocerlo. No quería escribir sobre él (estoy intentando no hacerlo), sino sobre mí sin él, algo que ya no tengo. Pero no llegué con los plazos. Siempre tarde. Rescato ahora estas líneas que garabateé en el tren de Barcelona a Valencia, que ahora siento lejanas y sin mucho sentido:
“El tren que me lleva de la estación Barcelona Sants a Valencia tarda 5 horas y pasa por Sitges, Tarragona y otras ciudades de la costa mediterránea española. Vamos bordeando la línea costera: de un lado las ciudades y los campos, barrancos de piedras blancas y complejos hoteleros de estilo colonial con vista al mar, del otro lado, de forma intermitente, la playa de arena brillante, como una misma línea dorada que los acantilados y las curvas de las vías ocultan de a ratos y, detrás, de un azul profundo, el Mediterráneo. Es una mañana clarísima. Yo sigo empecinado en escribir estas líneas antes de que se produzca el encuentro que va a producirse hoy, pero sólo puedo pensar en bajarme en la próxima estación para ir a la playa. (La presencia de la playa le da una cierta circularidad a todo esto, al menos desde la perspectiva del montehermoseño que soy). Parece una tontería, pero me apuro a anotar estas impresiones ahora con la idea de que más tarde ya no disponga de ellas, casi como una comprobación de último momento: esto es lo que estaba pensando antes de que ocurriera eso. Reitero que no tengo expectativas. Es probable que luego, después de todo, tampoco tenga nada que decir, pero es más difícil no decir nada cuando hay una historia”.
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Una vez escribí esto:
Si fuera poeta debería reconocer que no he sabido aprovechar la ausencia de mi padre. Lo pienso mientras almuerzo un plato de arroz con garbanzos, y pienso también que no he aprendido a asar la carne. ¿Qué padre habría inventado? Uno que fumara mucho, cigarrillos negros que huelen mal. Un padre hipotético que me mandara a hacer cosas y luego se decepcionara porque las hice todas mal. La carne es blanca o es roja, y esto es un modo de la honestidad. Si el padre me llevara al bosque, cruzando el lago, entre el humo pálido y el silencio; si me instruyera en las artes de la cacería porque siente que en ese ritual una voz le habla desde el fondo del tiempo; si me enseñara a seguir un rastro entre las agujas de los pinos, y en el momento en que el zorro estuviera en la mira él viera con desilusión cómo la orden de fuego se hace humo entre los árboles y sólo se oyeran los pájaros arriba nuestro como una burla, ¿qué cenaríamos esa noche? Me pregunto qué escribiría, mientras el padre fuma en un silencio que se prolonga desde el momento en que escapó el zorro.
1 El que era mi psicólogo me dijo una vez: “Su esnobismo lo va a matar”. Ahora veo ese fantasma por todos lados y elijo reírme.
(Actualización julio - agosto 2019/ BazarAmericano)