diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
A veces tengo la mala conciencia de que mi ensayismo funcione como coartada. Lo cierto es que para mi trabajo debo escribir artículos (¿papers?) y me veo obligado a disfrazar mis ensayos. En esto no hay ninguna pretensión, no creo que el ensayo sea un género superior al paper. No es cierto: sí lo creo. Lo que no quita que haya ensayos malos y papers buenos. Aunque también, si me pongo adorniano, habría que ver si puede haber ensayos malos. Sea como fuere, el paper es deprimente. Lo que desalienta de entrada es el problema del estado de la cuestión. Ese trabajo requiere exhaustividad, hacerlo a medias es como no hacerlo. Después, uno debería poder seleccionar, pero ahí entra a tallar la cuestión de los referatos: “Usted está escribiendo sobre Lamborghini, ¿por qué no citó a Ludmer?” Porque no es pertinente para la lectura que estoy ensayando. Doy por descontado que cito lo que es pertinente, aunque siempre se lea más de lo que se cita. El referato es un personaje incrédulo: seguramente, lo que el articulista citó es todo lo que leyó. Un fragante absurdo: no puede haber estado de la cuestión sin construcción, sin selección. Luego, si cito quince artículos críticos, debo haber leído veinticinco. Por supuesto que alguien puede citar solo lo que leyó. Pero un evaluador, especialista en el tema, tiene que darse cuenta. No digo que tenga la bola de cristal, solo tiene que poder saber si tal texto no citado es pertinente o no (con lo cual, de buena fe, lo da por leído: si el autor no lo leyó, y no es pertinente, ¿por qué echárselo en cara?).
Como los referatos se han vuelto una verdadera pesadilla, he optado por “salir por adelante”: lo cito todo, en una proliferación exagerada, que me gusta pensar paródica, aunque esa intención pase desapercibida. No es por presunción: solo ahorra tiempo. Si me arriesgo a no citar un trabajo, lo que es muy peligroso si se trata de una Vaca Sagrada o de un “clásico de la bibliografía” (hay tantos clásicos críticos que apestan), la evaluación puede pedir correcciones o rechazar el trabajo, lo que complica el de por sí engorroso proceso.
Con el tiempo, he desarrollado un método. Leo la bibliografía pertinente medio por arriba, subrayando, aunque la mayor parte me la olvido enseguida. Cuanto mejor es el autor que trabajo (leo por autores, anacrónico y testarudo), peor es la crítica que ha escrito sobre él (con las siempre honrosas excepciones, que no hacen más que subrayar la indigencia): es una ley de la inversión proporcional que se puede aplicar con relativo éxito. Después, me dedico a leer bien el texto. Comienzo a escribir siguiendo el procedimiento del close reading (otro anacronismo, porque los artículos de hoy se dilatan en páginas en los que se saltean directamente la lectura, uno no sabe bien en qué): cuando doy con una idea que me suena haberla leído en la bibliografía, le pongo comillas. En cuanto al “marco teórico” (sic.), me dejo llevar por la inspiración. En general las categorías vienen solas, por lo que estoy leyendo, por los autores (muy pocos) que me están fascinando, por algunas “problemáticas”, pero que siempre están muy ceñidas por uno o dos puntos de vista, no más. Me sale un primer borrador, provisorio. Ya en parte procesé el estado de la cuestión, a mi modo, según lo que yo quiero leer. Me parece que el olvido hace su gran parte. No me extenderé en este punto (remito a Nietzsche, a Borges y a Aira). Comienzo entonces el “pulido”: voy agregando las referencias con americanas, para lo cual debo hacer ligeras modificaciones, algunas adaptaciones y, por supuesto, no pocas perversiones. Uno le hace decir a la crítica lo que le conviene, con cierta malevolencia. El referato no va a ir a chequear que tu lectura de tal trabajo sea correcta (salvo que sea un maniático o un verdadero especialista): lo importante es que lo cites. Llamo a esta etapa “el coloreado”: el ensayo comienza a parecerse a un paper. Después voy haciendo ajustes. En general, es recién en esta etapa, la final, cuando encuentro “la hipótesis” (si la encuentro). Con el tiempo, he cambiado de opinión al respecto. Antes, yo quería decir algo original y evitaba la “aplicación”. Ahora, tiendo a aplicar, con cierto grado de invención (lo cual no quita que esa “inventiva” pueda engendrar un disparate), sin preocuparme por “mi propia voz”, y me di cuenta de que los resultados son mejores, porque la conjetura se juega en un terreno impersonal. También comunitario, dicho esto fuera de todo voluntarismo dialógico. En efecto, si el trabajo del crítico consiste en intervenir en el estado de la cuestión, aquello que no ha sido leído depende menos de uno mismo que de una laguna o punto ciego en lo ya leído. De modo que una lectura atenta del texto, una construcción-perversión del estado de la cuestión, un pertinente traslado de nociones teóricas y un ajuste general desembocan, con un poco de suerte, en la conjetura que, como la obra de arte de Duchamp, “se hace sola” o, mejor, ya estaba hecha. Se devuelve, entonces, la lectura a la comunidad de los críticos: sin ninguna buena voluntad dialógica, la conjetura no es de nadie, es de todos, pero porque paradójicamente los otros la dejaron silenciosa, escribiendo en torno a uno o varios claros.
Ahora está en boga defendernos de las demandas de cientificidad y pertrecharnos en cierta especificidad. Curiosamente, el recurso al ensayo no está en el estilo, sino en la invención. Los artículos “ensayísticos” con “estilo” suelen compensar una falta de rigor conceptual bastante alarmante. Yo también lo hice cuando era joven y ahora huyo del estilo como de la peste. Los buenos trabajos son los que inventan una lectura que sea, al mismo tiempo, iluminadora y necesaria, de manera que uno se pregunte por qué nadie lo había pensado antes. Esa perplejidad indica que eso ya estaba, no formulado. La ciencia interesante también trabaja inventando. ¿Será el ensayista al fin y al cabo un científico?
(Actualización mayo - junio 2018/ BazarAmericano)