diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Ceniza del tiempo la cita de abril,
tu oscuro balcón, tu antiguo jardín
las cartas trazadas con mano febril
mintiendo que no, jurando que sí.
Homero Manzi
Como en cantidad de autores, libros, obras completas, y hasta géneros, Alberto me inició en la lectura de Iñaki Uriarte, que hoy es epígrafe de El diario de la convalecencia. Y en su estilo: no sólo me recomendó la lectura de esos diarios, con, lo menos, una decena de buenas razones, sino que me regaló uno de los tomos, el que va de 1999 a 2003. Lo tengo fechado en la portadilla, fue el 7 de noviembre de 2016.
Si miro mi biblioteca, como ahora lo hago, advierto, y es un franqueo que irá con ella para sus lectores futuros y desconocidos, que un buen porcentaje de volúmenes me los regaló Alberto. El 20 de enero de 2006, por ejemplo, en mi cumpleaños, el Diario de André Gide, otro de sus favoritos; y tres años después, el 27 de enero de 2009, más atrasado pero seguro también con motivo de mi cumpleaños, el del furioso Léon Bloy. Y no tengo que atenerme a la memoria, debajo de la fecha (algo que los lectores de diarios registramos muy bien), en la misma portadilla de cualquiera de los ejemplares, están consignados mi firma y su nombre. Un sello manuscrito que, cuando busco y abro al azar un libro, y viene a ser uno que él me regaló, me trae de nuevo el contento infantil de los dones sin ningún mérito y, también, como un obsequio más, nuestra amistad. Primero, compendiada entera; luego desplegada nítida, punto por punto o mejor café por café, medialuna por medialuna, vaso grande de soda por vaso grande de soda; y por último, uno de esos puntos, uno preciso en el mapa de bares de la ciudad, por ejemplo, el de enfrente del Museo Castagnino, donde fuimos durante una temporada, y donde Alberto me contó, a mí que no uso redes sociales, que estaba llevando “un cuaderno de apuntes virtual en Facebook”, que había encontrado un título precioso para reunirlos alguna vez, Los domingos del profesor, pero que, lástima, ya era uno de Anderson Imbert. Nos lamentamos muchísimo de que el prematuro Anderson Imbert nos hubiera robado el título del que íbamos a hablar semanalmente mientras Alberto escribía. Sobre todo porque su notas, subidas a diario a Facebook, ya iban haciendo un libro, y el profesor en la ingeniosa inactividad dominical de su casa suburbana, nos daba bien el personaje literario que todo diarista necesita para ambicionar y escribir, fecha a fecha, frase a frase, zozobra a zozobra, la novela fragmentaria de su vida.
Nunca dudé, mientras conversábamos, y lo confirmo en El tiempo de la convalecencia, que el envión novelesco marcaba el curso, la velocidad entusiasta de esos posteos y también sus tonos, timbres e intensidades, en los que prevalecía el regocijo. Y de una forma tal que impregnaba de gracia sus palabras y mi escucha; ahora mi lectura, y entonces, la estación en que estuviéramos, aun en verano.
Cómo me reí, podría ser el título que yo le daría a una entrada imaginaria de Facebook que narrara una, cualquiera, de mis tardes con Alberto. Pero debería contar, como el profesor dominguero (uno que transformó en domingo todos los días de su semana para poder escribir todos los días), con algo muy precioso, algo de lo que yo carezco copiosamente y donde él brilla con una luminosidad singular: ingenio.
Ingenio, palabra romántica, del romanticismo primero y alemán, el que aparece en El tiempo de la convalecencia como vía teórica de una ética crítica cuyas vibraciones podrían formularse tal cual el libro lo hace y lo repite: “nunca hay que tomarse demasiado en serio”. Ingenio alegre, digo, para primarlo sobre el ingenio triste que Friedrich Schlegel, y estoy confiada de que también Alberto, considera “detestable”. (Es Schlegel el que también habla, y parece hablar de este libro, de “ocurrencia ingeniosa”, “ingenio sociable”, “sociable jovialidad”, “divino hálito de la ironía”, y el que le da, en esta cita, su cifra romántica: “todo es broma y todo es serio, todo resulta cándidamente sincero y profundamente simulado a la vez”).
Podría decirse, primero, que El tiempo de la convalecencia ha provocado un giro en la escritura de su autor, aunque no en sus intereses, que exponen en este nuevo libro la fuerza diferencial y el encanto celebratorio de ese giro en un formato híbrido donde juegan sus regímenes el relato, el ensayo y la autobiografía. Luego, que después de inventar un dispositivo crítico vigoroso para leer los “espectáculos de intimidad” de escritores argentinos actuales, él autor mismo, al hacer de su intimidad un espectáculo, se ha convertido en escritor. Estas presunciones vienen a colocar su obra previa en una travesía hacia El tiempo de la convalecencia, en una propedéutica crítica y ensayística hacia la literatura. Tengo algunas dudas con esta hipótesis —me imposto polémica, diría Giordano—, pero es lo que anuncia un mail de César Aira, nuestra autoridad máxima, el lunes 3 de agosto de 2001. Lo cito en lo que me importa:
Se me ocurre que —le escribe Aira a Giordano— [La conversación infinita] tiene algo de ‘último libro’ como si fuera tu despedida de la ortopedia de la literatura […] como si tu etapa de crítico hubiera sido un aprendizaje. (1)
Y sumo a este fragmento de Aira la glosa de Giordano, de marzo de 2006, donde las bastardillas refuerzan la paráfrasis, y la segunda persona y el modo imperativo, el mandato:
Debes volverte escritor, porque parece que así lo quieres, desprendiéndote de la ‘ortopedia’ literaria”.
De modo tal entonces que aquel vaticinio de 2001, refrendado en 2006, se habría cumplido en 2017 con El tiempo de la convalecencia (entre paréntesis, y a propósito, el libro se subtitula Fragmentos de un diario en Facebook, como si Facebook fuera los Alpes). Según esta hipótesis, Giordano —que suele distinguir en rangos a los críticos de los escritores, a la crítica de la literatura, aunque creo que, barthesiano del principio al fin, no cree demasiado en ellos— habría llegado a ser escritor, después de años y años de escribir. Y hablo de muchos años, muchos más de lo que contábamos cualquiera de nosotros, porque en El tiempo de la convalecencia su bibliografía crece sorpresivamente hacia atrás. A los diez años, en Resistencia, Alberto aspiró a ser corredor de autos; a los once, en Rosario, escribió una novela de tema automovilístico, titulada Misterio en Indianápolis en la que abusó, según cuenta, “de los estereotipos del relato de aventuras, la novela policial y el folletín romántico”. (Alguien, no yo al menos por el momento, querrá ver allí una fábula de inicio: la génesis de un gusto, la liquidación de una destreza, y el reemplazo compensatorio, y felizmente suplementario, de una en otro: Alberto nunca aprendió a manejar).
¿Cómo se llega a ser escritor?, ¿qué significa esta condición?, ¿quién la certifica? Las instituciones culturales, por supuesto, una maquinaria que va desde las grandes casas editoras hasta el fanzine más hundido en la profundidad oceánica de google, pasando por todos los matices y venturas consagratorios, y que tiene su culminación paródica en las bibliotecas de fondo de las fotografías que ilustran las entrevistas promocionales de los autores (en la mía, “si vinieran los periodistas a preguntarme”, habría muchos de los regalos de Alberto). Pero este libro muestra que un escritor, de los que importan, claro está, nunca llega a ningún lado porque no hay lado al que llegar. Tal como sucede en la novela de Mario Levrero El lugar, y, extendiendo las correspondencias y la lindeza de las notaciones, también nombre comercial de la librería que, para hacerse de tesoros bibliográficos, el diarista de El tiempo de la convalecencia visita de vez en vez en sus caminatas.
“El mundo se les revela a los que van a pie”, recuerda Alberto que dice Herzog. Yo enfatizo a los que van, no a los que arriban, alcanzan, obtienen sino a los que en tránsito, en trance, y a medida que se les revela y revelan un mundo se van convirtiendo en escritores, sin dejar de volverse escritores pero sin terminar siéndolo. Un escritor, para decirlo con las exactas palabras con que Julio Ramón Ribeyro describió al tipo feliz, la vita nova de un tipo feliz, y que se citan en este libro, es “el eterno forastero, el eterno postulante, el eterno aprendiz”. En ningún otro género, como en los diarios, se da cuenta, con su dramaturgia necesaria, a veces feroz, a veces baladí, y a veces, como en El tiempo de la convalecencia, radiante, de esa aspiración constitutiva, “el deseo de escribir”, decía Barthes, que solo porque no se concreta convierte a los escritores en escritores. Schlegel, una vez más: “No son el arte ni las obras los que hacen al artista, sino la sensibilidad, el entusiasmo y el impulso”. Nadie es en definitiva un escritor. Un escritor, enseña el profesor dominical en acto y en su prestancia deslumbrante de argumentos, citas y anécdotas, es quien ambiciona serlo; y con una ambición absoluta, ingobernable, balzaciana que además, justamente, lo lleva a escribir. Y, como quiere Herzog, a caminar.
¡Cómo se camina en El tiempo de la convalecencia! Como ritual profiláctico, como ejercicio peripatético y, también, con un destino fijo, casi siempre hacia el café, donde se lee el libro o suplemento elegido para tal fin, los diarios y las revistas de actualidad (en tapa Susana Giménez o Roberto Giordano, chanzas sobre el a medias tocayo cacofónico), y se pescan las conversaciones de los parroquianos, en esa escucha circulante de “sociable jovialidad” que se alcanza al cabo del andar a solas, como se debe y como lo aconsejaban Hazlitt y Stevenson: para crear un ritmo propio y anhelar el azar del trayecto.
Crear un ritmo y anhelar el azar (“querer el acontecimiento”, postularía Alberto). ¿No es acaso la juntura de ambos factores la que mejor ilustra la sucesión expandida y contingente de este libro?, ¿la del escritor que repasa los dones horizontales de la convalecencia pero sin distraerse del temor vertical e intermitente a la enfermedad?, ¿alguien quizá frágil pero en una avanzada de tal magnitud que aligera todo ramalazo? Un viandante venturoso y arrogante de sus propios compases, distinción y extravagancia, que canta mientras camina unos tangos artísticamente heredados —con los que su padre le educó el gusto y la sensibilidad— hasta que el mundo, por azar, se revela a sus pies:
Esta mañana olvidé los auriculares en casa, salí sin música de fondo, por eso volví a cantar tangos mientras caminaba. Con la boca entrecerrada, para que no se note, canté tangos de Troilo y Manzi, los de siempre, mientras pensaba en otra cosa. En el cruce de Colón y 9 de julio, el cantante y el pensador coincidieron en la certeza de que Romance de barrio es perfecto.
(Texto leído en la librería Oliva de Rosario, en la presentación del libro junto al autor y Jorge Monteleone)
(1) Transcripto en Alberto Giordano, “Una profesión de fe”, Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, Rosario, Beatriz Viterbo, 2006. La cita que sigue también es de este libro.
(Actualización septiembre – octubre 2017/ BazarAmericano)