diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Nadená lee el primer soneto de los dos que Borges tituló “Ajedrez” y cae en pánico, casi en catatonía. ¿Qué ha pasado? Veamos. Primero lo primero:
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
Está bien. Si por un decreto de potencias supremas este poema y su par desaparecieran, Borges seguiría siendo Borges. No sería el caso (al menos, esa es la composición de lugar de uno) si no existieran “El aleph”, “Tlön”, “Un patio”, “La muralla y los libros”, “La lluvia”, “El escritor argentino y la tradición”, “Manuscrito encontrado en un libro de Conrad”. Pero bueno (decía), está bien: es más de lo que ya teníamos: la demorada preferencia por el verbo “demorar”, la oscilación entre el adjetivo preciso (“postrero” para el rey del ajedrez), el adjetivo jugado (“homérica” para torre), la tautología del epíteto (“oblicuo”, para alfil, que en el siguiente soneto será sinonimizado “sesgo”). Y la propuesta de una temporalidad que excede a los jugadores: si al principio las piezas parecían regidas por ellos, finalmente el juego (bien podría ser el truco –no le hace–) sigue jugándose sin ellos y asume la agencia del asunto.
Ahora: ¿caer en pánico de entrada, en el umbral, antes de seguir y, como quien dice, por las dudas? No se puede condenar el miedo, una pasión tan genuina. Pero el miedo anticipado, el miedo por las dudas (en todo sentido, eh) es el que funda la verdadera pusilanimidad, el renuncio previo a toda acción, a todo intento, a toda pelea. Para huir –que también tiene su dignidad, como explicaba Henry Laborit– hay tiempo.
La lectura, se ve, claudica ante “grave rincón” y de ahí no se mueve. ¿Cómo “grave rincón”?, ¿por qué “grave rincón”?, ¿desde cuándo “grave rincón”?
Pero mejor lo digo con sus palabras, en el foro Socorro, qué es esto, sáquenme de la incertidumbre, gentilmente auspiciado por el portal de internet de una célebre empresa global de medios –para aceptar mansamente las identidades corporativas asumidas–.
Desde la Ignorancia Magna, la que se instituye como esencial y paralizante, improductiva y no socrática –porque no se interroga–, Nadená lanza su sos, que es también un soy:
“A qué se refiere Borges, en su poema Ajedrez, con grave rincón?
Es decir, por qué lo califica de grave?”
El reloj de la página declara que esto ha tenido lugar hace seis años.
Por supuesto, las cosas no quedan ahí.
Siempre que alguien se declara nadená, encuentra fatalmente un todetó. Desde el paraíso de las certezas adoquinadas, con el volumen máximo la sirena que pide paso a los indiferentes a la sed de saber de Nadená, acude el Servicio Hermenéutico de Urgencia. Calma, calma: nada pasará a mayores, vengo a socorrer tu desmayo, a resolver tu falta con mi plenitud.
“Mejor respuesta”, premia el portal, y la lanza al ciberespacio para que vuelva a reinar la Tranquilidad.
“La respuesta de tu duda se encuentra al final del poema.”
Pasamos del Pánico del No Saber al Horror de Lo Sé Todo. Estamos tentados de pensar que este es peor. Pero no. Hueco y pleno y sus respectivos pánico y horror son funcionales y solidarios: se necesitan, se requieren, se buscan y faltamente se encuentran. El equívoco está ya en el planteo: pregunta desvalida, respuesta válida. El equívoco consiste en pensar que hay una respuesta donde a lo que habría podido dar lugar la hueca desolación es a la repregunta. Y parece que, tal como el baño suele estar al fondo, el sentido aguarda al final. Escatologías.
Porque preguntar por “grave rincón”, así, en anonadada mónada (¡otra que tres tristes tigres!), supone que todo lo demás está bien y no altera la calma o la inconsciencia feliz de Nadená. Quizás habría sido oportuno un ¿qué te llama la atención de ese grave rincón?, ¿qué te desespera o descoloca al punto de emitir el sos electrónico que finalmente eres? O bien, entrando en la única explicitación tautológica de la angustiada demanda: ¿qué cualidades inadmisibles transportaría para tu congoja la gravedad de grave al arrinconado rincón?
¡Vamos! ¡Tú puedes! ¡Quien ha tenido el arrojo de nickearse Nadená no puede retroceder ante una arrinconada gravedad!
En lugar de problematizar la pregunta, Todetó da por bueno el desconcierto y acude a su metafísica del sentido final: una teología que se realiza en una teleología.
Y el final del poema, donde anidaría la solución, con el candado urgente puesto al ciclo de la duda, establece, ahora citado por Todetó con gestito de idea:
"Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías" [sic].
Acá quiero rescatar, sin ironía, un aspecto del método Todetó (otra que tres tristes tigres, bis), algo que advierto ha leído mejor que yo. Todos, sin excepción leemos bien y mal, y desde ya que leer mal puede ser más virtuoso. Al explicar el arranque del primer soneto por el final del segundo, el tipo capta la unidad de ambos. Preso de la forma (si son dos sonetos, serían dos poemas), yo había perdido de vista, en un momento, la continuidad, y con el número dos nació mi pena de lector supersticioso.
Entonces, tenemos la serie Dios con mayúscula – jugador – pieza – dios con minúscula (que confina al Dios mayúsculo a mera parte de la cadena, subordinada a dioses chiquitos pero que siempre estarán detrás del Dios monoteísta, causándolo). Para que esta serie perturbadora no nos distraiga de la metafísica del sentido, Todetó expande:
“Así lo grave se refiere en realidad a lo profundo. Lo que él hace al referir una cosa por la otra es un fenómeno del lenguaje/herramienta llamada metonimia, a través de la cual establece una relación de causa y efecto entre lo grave y lo profundo.”
Uh, eso dolió. Donde antes teníamos una Ignorancia Desdichada por una sola cosa (a saber, ¿por qué el rincón debería ser grave?), ahora tenemos un Saber Dichoso por el acoplamiento de dos (solución de emergencia para la Angustia de la Incomprensión: lo grave es lo profundo).
¡Claro! ¡Por supuesto! ¡La profundidad siempre y ante todo! Con Oscar Wilde (o en todo caso con el iconoclasta Wilde hablando a través del sabio y decadente lord Henry de El retrato de Dorian Grey):
“People say sometimes that beauty is only superficial. That may be so, but at least it is not so superficial as thought is. To me, beauty is the wonder of wonders. It is only shallow people who do not judge by appearances. The true mystery of the world is the visible, not the invisible...”
La ironía y el cinismo sentenciosos de Henry-Wilde son tan poco consensuales (tan poco Principito), que el traductor español de la frase, que preside, como cita-acápite, el ensayo de Susan Sontag “Contra la interpretación”, decidió corregir, en la edición Seix Barral, lo que para él no podía ser sino una errata, un desliz tipográfico: y donde Wilde/Henry provocaban “Sólo la gente superficial no juzga por las apariencias”, el tipo, como un Todetó proveedor de sensatez, va y saca el no, pasando la topadora sobre la paradoja wildeana y recuperándola, ya domesticada, para la moral común y las buenas costumbres: “Solo la gente superficial juzga por las apariencias”. Alivio: todo en orden.
Todetó ha asumido la superficialidad fustigada por Wilde, al descartar la apariencia de grave, reemplazándola por profundo, que no solo estaría al final sino escondido y subterráneo, sustrayéndose de lo aparente. Ahora, el sentido es grave.
Por si su meto-nimiedad de grave = profundo no hubiera quedado suficientemente repuesta, Todetó pontifica:
“Imagina una guitarra, o toma una y haz sonar la cuerda más gruesa; después haz lo mismo con la más delgada. El sonido de la primera es grave y de larga duración, mientras el de la segunda es agudo y más corto.
Tomemos el sonido grave. Primero se escucha la cuerda al ser pulsada, después y por un determinado tiempo su vibración. Luego, púlsala nuevamente y cállala, y verás q a pesar de que la detienes, el sonido, aunque más leve, aún continua.”
De esta exégesis me interesa especialmente no la médula acústica que la recorre como única y excluyente derivación del primer grave (¡pero qué bueno haber intentado abrir la monosemia desahuciada de Nadená hacia una multiplicidad sonora!), sino, muy especialmente los accidentes, y ante todo los imperativos: imagina, toma, haz, haz, púlsala, púlsala nuevamente, cállala, verás. Para los que quieran saber qué es una crítica preceptiva (y prescriptiva), bueno: es esto.
Como un repositor en el supermercado del sentido no debe dejar ningún cabo suelto, remata Todetó, para que no quede nadená sin dilucidar:
“Así, toda esta serie de posiciones [es decir, la cadena que va de la pieza al dios detrás de Dios] se asemejan al movimiento vibratorio de la cuerda en la guitarra (utilicé como ejemplo la guitarra porq es una forma muy sencilla de verlo, aunque en realidad a lo que se refiere es al sonido en sí, al sonido grave, al eco).”
Tras la concesión didáctica, una despedida triunfal con aserción de teorema:
“Por lo tanto al decir ‘en su grave rincón...’ se refiere en realidad a la movilidad del hombre en la vida, movilidad dada por Dios [con mayúscula], la tierra es el tablero y nosotros las piezas, así al movernos nos llena Dios [con mayúscula] de: ‘polvo y tiempo y sueño y agonías’, que se refiere al paso de la vida por el hombre” [o del hombre por la vida, no le hace bis].
En este paso de Dios que nos llena de polvo (¡ah ese lleno espermático / de ánima aristotélica!, podría haber exclamado Herrera y Reissig; ¡ah ese supremo Todetó que es Dios!) como un rodado que a toda velocidad atravesara un camino de tierra seca, un cabo sí ha quedado suelto: el dios minúsculo detrás de Dios. Pero son detalles de los que la metafísica del sentido necesita no hacerse cargo: el lastre entrópico (tres tristes ter) que debe dejar atrás.
La coda (“Un poema muy profundo, bello, filosófico y complicado”), con aire de quod erat demostrandum, expulsa la posibilidad de que se trate, después de todo, de algo más simple. Nadie quiere triunfar sobre enemigos fáciles, y el hermeneuta habría hecho una flaca tarea repositora si se hubiera encargado de una pieza sencilla, poco o nada complicada, de la que existe harto stock.
Pero antes, mucho antes, muchísimo antes de la guitarra, de la cuerda más gruesa, de la más delgada, del sonido en sí (sea lo que fuere), del eco, de la herramienta, de la metonimia, de lo profundo, del final donde nos aguardan todas las respuestas, del polvo del que nos llena Dios mayúsculo, del ocultamiento del incómodo dios minúsculo, podríamos haber encarado a Nadená:
¿Por qué preguntas por la gravedad del rincón y no, por caso, por la lentitud de las piezas? ¿Es que son tan evidentes las “lentas piezas” como críptico el “grave rincón”? Después de todo, no hay rincón intrínsecamente grave, como no hay piezas en sí mismas lentas. Algo ha sido acarreado de una parte a otra, en la ejecución de esos dos versos. ¿No será que lo que te impide verlo es una idea previa, cerrada, acerca de la gravedad? Porque no se te ha ocurrido, como sí a Todetó, que tuviera que ver con el sonido; ni, como tampoco Todetó se ha detenido a considerar, con la gravitación, en la fórmula de Newton; ni con la acentuación en penúltima sílaba, propia de las palabras llanas, paroxítonas ¡o graves!; ni, ya que estamos, con un tipo de acento. ¿No será, entonces, que solo ha comenzado a tintinear en tu sistema asociativo un mensaje del tipo “Para un enfermo grave se necesita sangre del grupo…”? ¿Y que se impuso de tal manera que no te dejó disponible para ninguna otra alternativa? ¿Y que el hecho de que el rincón fuera considerado grave te inducía a pensar que quizá requiriera ambulancia y sangre de algún grupo? ¿Y que esa conspiración generalizada contra el buen sentido, la naturaleza de las cosas y la salud de los rincones terminara de desquiciarte, obligándote a clamar por un auxilio que llenara la oquedad de sentido, como un moldeado a la cera perdida?
Insisto: algo ha sido acarreado de una parte a otra, en esos dos versos. Y, para decir algo al voleo, ¿no?, ¿si se tratara del talante serio, reconcentrado y circunspecto de los jugadores (o sea, de su tesitura grave) que se habría desplazado hacia la atmósfera toda que los envuelve, en su rincón? Nada de profundidad acá: para bien o para mal (no le hace ter), circunspección no equivale a profundidad, y si es por eso Edgar Allan Poe habría negado toda profundidad a lo grave. Leamos la extraordinaria disquisición inicial de “The Murders in the Rue Morgue” sobre la relación entre concentración y análisis ¡justamente en el ajedrez!, en comparación con las damas:
“the higher powers of the reflective intellect are more decidedly and more usefully tasked by the unostentatious game of draughts than by all the elaborate frivolity of chess. In this latter, where the pieces have different and bizarre motions, with various and variable values, what is only complex is mistaken (a not unusual error) for what is profound.”
[O sea: “las mayores aptitudes de la inteligencia reflexiva son convocadas de manera más intensa y provechosa por el humilde juego de damas que por la elaborada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y rebuscados, con valores diversos y cambiantes, lo que solo es complejo se confunde (error nada infrecuente) con lo profundo.”]
La operación conceptual y sintáctica del verso ha sido desplazar la reconcentración y el talante grave desde los jugadores hacia su entorno. La retórica clásica ha puesto un nombre al procedimiento: hipálage.
¿Tiene importancia saber que eso se denomina hipálage? No y sí. No, porque lo que cuenta no es ostentar un vocabulario técnico o profesional que cifre los saberes clasificatorios del crítico como tipo de lector especializado, y porque saber cómo se llama la cosa no involucra necesariamente comprender los vericuetos de su comportamiento ni el plus de rendimiento de su utilización. En La antigua retórica. Ayudamemoria, Barthes se reía con ganas de lo que llamó furor taxonómico de esa disciplina (cuyo heredero más ocurrente y gracioso, me parece, es Genette), pero a la vez no podía evitar su deslumbramiento ante la proliferación, que por otra parte conocía al dedillo y aplicaba sin vacilaciones. Como vemos, la explicación de por qué no importa saber que eso se llama hipálage nos lleva a responder que sí, que tiene su relevancia, porque desde hace milenios así se viene manejando el gremio de los lectores críticos: uso la palabra en el sentido menos burocrático posible, en el más laboral, asociado a la historia, perduración y transmisión de un oficio y sus saberes, a través de sus maestros, oficiales (no C.E.O., eh) y aprendices. Y aunque la práctica de la lectura crítica se desarrolla, se autorrefiere, se pliega y se despliega, se interroga, se cuestiona y cambia, tiene también líneas de continuidad que la identifican y la constituyen, si bien las peores derivaciones de los estudios culturales hayan apostado, más por inepcia que por superación, a diluirlas. De todos modos, siempre será más interesante detectar la presencia y la función del procedimiento que saber nombrarlo. Pero generalmente una cosa –de nuevo, por frecuentación propia del oficio– va asociada a la otra.
Vuelvo a Nadená: a aquello que promueve su anonadamiento y a aquello que no la intriga ni motiva. Es decir: ¿por qué se tortura con lo grave del rincón y no con lo lento de las piezas? Esta pregunta se sostiene en el hecho de que tanto en un caso como en el otro estamos ante empleos posibles de la hipálage: es la lentitud, también, la que ha migrado del comportamiento de los jugadores a la animación de los trebejos. Sorteando, felizmente, toda complicación, toda profundidad, encontramos que mientras la lentitud no ofrece más que una línea principal de lectura, la gravedad se abre a una gozosa o temida dispersión. Pero Nadená ha anclado la gravedad en una sola dirección, y justo la menos propicia para la intuición inmediata de la circunstancia del ajedrez de Borges. Y ojo: no es que no se pueda postular el ajedrez como patología grave, desde luego (y podría abundar en ejemplos familiares, colindantes con los que describe Martínez Estrada en La cabeza de Goliat), pero eso ya requeriría otra apertura: más goce y menos melancolía. Ocurre, en cambio, que la atribulada Nadená se ha vedado los otros caminos y ha quedado atrapada en las redes de la teología del sentido de su socorrista Todetó (a) “Vení que te explico”.
Parece que esta columna ha terminado con el párrafo anterior. Pero he tenido ganas de poner una llamada a nota a pie de pantalla después de la mención del Ayudamemoria, o un vínculo. Y adonde sea que conduzca la llamada o el click (por ahora, a aquí nomás), reparar en lo sintomático de que Barthes haya elegido la hipálage para ejemplificar el proceso por el cual denuncia las falencias inductivas de la retórica, es decir, aquello que le impide establecer cómo recorrer el camino inverso de la taxonomía: llegar, a partir de un hecho de habla (poética), al nombre de la figura. Cáustico, alega:
“si leo ´tanto mármol tembloroso sobre tanta sombra´, ¿qué libro me dirá que es una hipálage, si no lo sé de antemano?”
Pretendiendo citar, en su demostración, Le Cimetière marin (1920) de Paul Valéry, Barthes pone: “tant de marbre tremblant sur tant d´ombre”, cuando Valéry había sugerido, del cementerio, “où tant de marbre est tremblant sur tant d´ombre”, donde la imagen se construye desde el verbo, no desde el adjetivo: como hipálage, el temblor no sería una cualidad desplazada hacia el mármol, sino un comportamiento (“est tremblant”), posiblemente en prosopopeya suscitada por la incidencia del reflejo de la luz sobre la superficie marmórea (y Valéry sabía de óptica). Admito que mi disidencia está muy marcada por la versión española de Tiempo Contemporáneo (1974), cuya responsable, Beatriz Dorriots, tradujo tremblant como “tembloroso”, y no lo objeto. Pero aun así, hay una distancia respetable entre “tremblant” y “est tremblant”.
En cuanto al reparo de Barthes sobre quién nos dirá, de ese mármol que sigue temblando, que es una hipálage, si no lo sabíamos antes, propongo algunas consideraciones. La gracia de la retórica es, precisamente, saberlo de antemano, método inductivo mediante: para poder analizar la realización concreta (tal o cual espécimen de habla poética), abstraer o haber abstraído antes, olvidar por un momento la consistencia y el contexto inmediato de esa realización y referirla a un comportamiento previamente registrado en múltiples realizaciones individuales, ya definido, clasificado y nombrado. No de una vez para siempre, porque el hallazgo y la ponderación de nuevos sesgos darían lugar a otras definiciones y a otros nombres: subdivisiones o desvíos. ¿No ocurre algo similar con las clasificaciones –mucho más complejas y ramificadas– de las ciencias naturales, que conforme tal o cual aspecto subrayado en la observación van cambiando los taxones?
Sometidos, en el ordenamiento que impone la especie dominante, a criterios variables, conforme al rasgo biológico privilegiado, los ombúes reales se han desentendido por completo de las disputas humanas acerca de su naturaleza: ¿hierba gigante, arbusto, árbol? La Flora argentina (dirigida por Anton y Zuloaga) concluye, por ahora: árbol perenne. Así como este laudo no ha mejorado visiblemente la autoestima del ombú, las figuras, en el lenguaje, siguen haciendo su vida. Pero qué bueno, a propósito de su descripción y de la indagación de su funcionamiento, irse por las ramas.
El miedo previo y la previa seguridad se privan de estas aventuras.
(Actualización noviembre 2016 – febrero 2017/ BazarAmericano)