diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Rock
1
Empecé a escuchar a David Bowie bastante tarde, alrededor de los veinte, pero tenía grabada su imagen desde mucho antes. A mediados de los 80 pasaban en canal 8 algunos recitales, creo que los sábados. Me acuerdo de Duran Duran, de Simple Minds, de Bruce Springsteen y de Bowie en su versión pop ochentoso, tocando el funk bailable de Let´s Dance. Ahí lo vi por primera vez. Después no dejé de verlo nunca. Me pasó algo parecido con Charly García, que me quemó la cabeza a los catorce pero me anunció antes lo que iba pasar, cuando lo vi –en plena etapa Clics modernos– en una publicidad televisiva que anunciaba un show en Mar del Plata y estaba musicalizada con “Los dinosaurios”. Bowie y García eran dos tipos de imagen poderosa. Antes de escucharlos y volverme fan los veía y me sentía raro. Me asustaban un poco. Había algo malo ahí, algo demasiado encantador para un chico católico que no mucho tiempo atrás miraba la misa por televisión y jugaba a ser el cura.
Hoy es demasiado claro, casi que sospechoso: venía como Schumi Schumi Schumaher por la senda de Dios y de repente…
El tiempo pone relatos ahí donde no hay más que desconcierto. Si el trip que tenemos en el bocho no nos impide poner punto y aparte y hacer duelos, llega un momento en el que la historia tiene un sentido, la novela familiar un argumento inteligible y nuestra vida una figura clara, que la representa y en el mejor de los casos la justifica. Las cosas pasan por algo, dice un lugar común. Pero es falso. Las cosas pasan y punto. Después les encontramos órdenes y claves porque no soportamos su contingencia brutal. Estamos acá, miramos el pasado y nos decimos: Claro, era bastante obvio. Pero la verdad es que nada de lo que ocurrió fue necesario. De ahí que todo resulte tan insoportable y tan hermoso al mismo tiempo. Uno nunca sabe dónde está la bomba que lo detona. Yo era un pibe tímido que seguía la misa, a los diez planchaba sus Patoruzito y a los trece soñaba con jugar al lado de Bochini. Entonces llegó el rock y se pudrió todo. Esa es mi historia. Me acuerdo de la tapa de Libre con Charly en el inodoro, y me acuerdo también de la revista 13/20, porque en uno de sus números vi una foto de Bowie y la tapa de un disco –Never Let Me Down– que mucho después sabría horrible. Charly me daba miedo porque era agresivo incluso queriendo ser new wave. Bowie me daba miedo porque creo que me gustaba. Es algo que no me dejó de pasar nunca. Cada vez que lo veía en la tele o en alguna revista me decía: Ay, David, no podés ser tan hermoso. Charly me daba ganas de saber de qué iba el rock. Bowie me daba ganas de ser puto.
2
Esto canta Charly en “De mí”: “Cuando estés mal / cuando estés solo / cuando ya estés cansado de llorar / no te olvides de mí / porque sé que te puedo estimular”. Y esto canta Bowie en “Rock and Roll Suicide” (dejo de lado sin derecho la máscara de Ziggy): “I help you with the pain / You´re not alone // Just turn on with me / and you´re not alone”. Hay cientos de canciones así. El rock es una Troya existencial. Los griegos nos hacen torta pero Roma está siempre por fundarse. Si no fuera eléctrico, si no fuera furioso, si no tributara al Mal todo lo que el Mal merece no sería más que un modo de la autoayuda (probablemente el único soportable). Vos, you. Todos debemos haber sentido alguna vez que esos pronombres no valían más que para uno solo, que éramos nosotros y solamente nosotros a quienes la canción se dirigía. Hay un momento en la presentación de “Starman” en Top of the Pops (6 de julio de 1972) en el que Bowie, poseído por una energía decididamente diabólica, mira a cámara, señala con el dedo y canta: “I had to phone someone / so I picked on you”. “Tenía que llamar a alguien y te elegí a vos”. En esos segundos está el origen de cientos de bandas, porque cientos de pibes escucharon que un sátiro de pelo naranja los llamaba por su nombre.
Tu canción merece ser cantada, no estás solo, hay un lugar para vos, alguien te entiende. Las letras de aliento son una costumbre del rock. Pero su poder no viene de la buena vibra y la defensa contumaz del estado de ánimo. Viene de las cavernas que expone y a las que combate, de los peligros que promueve y contra los que ofrece antídoto y garantías. El mundo es un campo minado o un patio de prisión: ¡no te desanimes! Bowie renegó del culto que hace el rock de la sinceridad pero no de su poder autoafirmativo. No dijo: Sé vos, No niegues tu origen, No finjas más, No caretees. Dijo exactamente lo contrario, y liberó la voluntad de compromisos con cualquier esencia. Era un esteta, un dandi, un genio de la pose que sin embargo (o tal vez por eso) no fue ajeno a la idea del rock como refugio anímico para adolescentes sensibles. La historia de su disco más famoso es más o menos así: Ziggy Stardust forma una banda con espíritu mesiánico, se convierte en una estrella, se pasa de mambo, cae y se despide diciéndote que no estás solo. Es teatro y no lo es. Todd Haynes lo vio perfecto. En la escena de Velvet Goldmine en la que Christian Bale se encierra en su pieza a escuchar un disco de glam todo es artificio pero no lo que le pasa, que es verdad, y puede que no una verdad entre otras sino la verdad de su vida: la que hace posible eso que una década después evoca como un paraíso perdido, un Rosebud rockero, bisexual y libertario en alguna terraza de Londres.
A veces nos olvidamos pero el rock es una música muy generosa. Uno siente que les debe algo a las canciones pero también que merece eso que las canciones le dan. Cuando pegan, tienen la contundencia de la carta sin dirección que llega al lugar indicado.
Tiempo después de la revelación, cuando la memoria sustituye a la experiencia que la impulsa, lo que viene con la canción es una imagen de nosotros mismos mucho más fiel, mucho más rica que la que puede darnos una fotografía. El álbum que importa no es el que nos permite reconstruir el derrotero de nuestra calvicie o nuestra mutación abdominal sino el que guarda para siempre las emociones intensas que supimos merecer. No estamos en las fotos sino en las canciones. Por eso es común que estando tristes o felices cantemos los temas de nuestro álbum. En el mío, Bowie aparece tan seguido como Charly, los Beatles y Spinetta. Todo lo que puedo conocer está ahí. Es así de boludo y de cierto. Cuando encontramos a otro con un álbum de canciones similar al nuestro es como si una amistad existente en otra dimensión cayera al mundo; incluso dan ganas de cambiarlo un poco para que se parezcan más. El puto mito de la media naranja rocker. Con la muerte de ciertos músicos (yo diría: de rock, pero tal vez no solamente) uno se da cuenta de que pertenece a un club que desconocía. Me pasó con Spinetta hace cuatro años. Me volvió a pasar con Bowie hace unas semanas. Una cosa es saber que hay muchos fans, algo obvio, una mera cuestión de cantidades. Otra cosa es darse cuenta de que un músico de rock tiene en otras vidas la importancia descomunal que tiene en las nuestras, y que no es tan raro lo que nos pasa, eso de sentir que se nos murió un amigo, y más que un amigo un idioma en el que podíamos pensar cosas que no es posible pensar en otros. Debería haber grupos de apoyo para fans de Charly García que nos ayuden a prepararnos para cuando se tome el buque y tengamos que decirnos de una vez: Okey, la adolescencia fue.
3
Hace un par de años, yendo a Tigre, quien era entonces mi mujer me señaló un grafiti poco antes de una de las estaciones. Leímos: “Bowie es mi papá”. Hablamos mucho de esas palabras durante la tarde (el primer regalo que me hizo C fue una letra traducida de los Beatles, el segundo un disco doble de Bowie), y nos preparamos para sacarles una foto a la vuelta. Era difícil porque no nos acordábamos de la estación (¿Beccar?, ¿Victoria?, ¿Virreyes?) y había que estar atentos, y disparar justo, y esperar que un milagro se hiciera y la foto no saliera toda movida. No hubo caso. Pero esta vez pudimos leer mejor. El grafiti decía: “Bowie is my pope”. Nos reímos con esa risa que produce la revelación de algo que en realidad ya sabíamos. Bowie como Papa, claro que sí. El súper cura de una feligresía mutante. David I y único. Ziggy de Roma. Aladdin Saint. A los diez yo sabía de memoria la misa, a los catorce sabía de memoria Piano Bar, a los veinte sabía de memoria Scary Monsters. Es una historia bíblica: la historia de la salvación. Por algo el Vaticano le dedicó a Bowie una misa.
Cine
1
Imagino que es por esta historia que me gusta tanto ver en el cine escenas en las que alguien se mete en la pieza a escuchar música, y toquetea los discos, y se mueve entre sus pósters y canta como en trance una canción de rock. No importa que las películas sean malas: si muestran bien ese momento ya merecen existir. Por ejemplo, Casi famosos (Cameron Crowe, 2000) es una pavada, pero tiene una escena genial, que combina perfectamente los dos relatos fundamentales del rock: el abandono del hogar y la habitación-refugio. Es muy simple. Una adolescente se va de casa y le dice al hermano menor que busque abajo de su cama, que ahí hay algo que lo hará libre (“Look under your bed. It´ll set you free”). Son discos de los Beach Boys, de los Who, de Hendrix, de Zeppelin, de Joni Mitchell, de Dylan, de Cream. También hay una nota. “Escuchá Tommy con una vela encendida y verás todo tu futuro”. Esas cosas pasan. En serio. No digo que veas tu futuro si escuchás Tommy (para eso hay que escuchar Who´s Next). Lo que digo que pasa es esa fe: unas canciones te pueden cambiar la vida. Las certezas no abundan. Puede que mami no te quiera, puede que Prince haga un mal disco. Pero seguro que en este preciso instante un pibe se conoce y se pierde escuchando en su pieza a Charly García o a David Bowie. Es lo que ocurre en la escena de Velvet Goldmine que mencioné antes. O en una muy parecida de C.R.A.Z.Y. (Jean-Marc Vallée, 2005): esa en la que el pibe protagonista pone “Space Oddity”, piensa en la prima y se imagina entre ella y el novio, con los que poco antes se fumó un porro en el auto, y canta y baila en la pieza, con el rayo pintado en el ojo de Aladdin Sane, hasta que el hermano entra y le corta el mambo con un: “¿Terminaste de imitar al puto ese?”. Hay mucho póster y dibujo de Pink Floyd en las paredes del flaco de C.R.A.Z.Y. Pero Pink Floyd no molesta a nadie. El que gobierna la pieza es David Bowie. Su foto está pegada en la puerta, del lado de adentro, y establece una frontera casi de Guerra Fría.
2
En un ensayo genial (“Libertad de expresión, # 2”) Greil Marcus dice que una canción es un don, y que recibe de sus oyentes dones que no siempre puede prever. Habla de “In Dreams”, de Roy Orbison, que David Lynch utiliza maravillosamente en Terciopelo azul. Se trata de una canción dulce que cambia de estatuto en la pantalla, cuando un personaje perverso roba la voz delicada de Orbison en un playback brutal. Marcus lo dice así: “como balada romántica convencional la canción se desvanece, volviéndose un baño de asco, de odio, de vileza”. Lynch le devuelve a “In Dreams” un don indeseado. Eso que canta Orbison ya no tiene nada que ver con el hombre que se consuela reteniendo en sueños a la mujer que lo dejó. Es otra cosa, difícil de precisar pero sin dudas ruin, encarnada en la voz angelical del viejo Roy. No tengo registro de que haya pasado algo semejante con Bowie. Por el contrario, creo que el cine le devolvió dones siempre afines a los que las canciones parecen prever. No cambió su naturaleza, como en “In Dreams”: cambió su intensidad. Si la canción era alegre se hizo festiva, si era rara se hizo ominosa.
Es por eso que algunas canciones de Bowie están asociadas para siempre a determinadas imágenes: porque el cine capturó su erotismo o su poder pesadillesco y les dio una vida nueva, más vigorosa. Es lo que pasa con “Modern Love” en Mala sangre (Leos Carax, 1986) y con “I´m Deranged” en Carretera perdida (David Lynch, 1997). Una se convierte en la expresión máxima del amor, con un tipo corriendo como un demente, haciendo piruetas, chocándose con las paredes (en Frances Ha Noah Baumbach cita esta escena, lo que fortalece la pertenencia de la canción al cine, donde ya se siente tan cómoda como en Let´s Dance). La otra contiene y anuncia el viaje siniestro que es la película de Lynch. El caso más reciente es el de “Cat People (Puttin out Fire)” en Bastardos sin gloria (Quentin Tarantino, 2009), que a su vez recuerda la película de Paul Schrader para la que fue compuesta (Cat People, justamente). Cuando la canción suena, la venganza de Shoshana se eleva a un cielo que no sería posible sin la voz de Bowie. Tarantino la muestra preparándose para el momento de su vida. Vemos primero su cara limpia. Luego se delinea las pestañas y las cejas, se pinta los labios y los cachetes, toma un trago de vino tinto, se pone un sombrero con tul, guarda un revolver en su carterita de mano. Todo es rojo. Shoshana va a la guerra. A apagar el fuego con gasolina, como canta Bowie.
3
Bowie actuó, y lo hizo muy bien, en varias películas valiosas. Sospecho que quedará en la memoria cinéfila no por el Warhol que interpretó en Basquiat (un papel que se suponía hecho a su medida pero al que no le encontró la vuelta, y quedó solo como un repetidor de tics) sino por algunas apariciones geniales, como la de Zoolander, y cuatro protagónicos: El hombre que cayó a la tierra (Nicholas Roeg, 1976), El ansia (Tony Scott, 1983), Furyo (Nagisa Oshima, 1983) y Laberinto (Jim Henson, 1986).
En las cuatro películas Bowie interpreta personajes que de alguna manera hablan de sí mismo. O que tiene detalles posibles de entender como pensados en función de su imagen pública. El ansia y Laberinto pueden ser vistas en relación con el periodo pop ochentoso por el que pasaba Bowie (y que Velvet Goldmine castiga injustamente), en el que exhibía un jopo de alto vuelo. Las dos películas llaman la atención sobre su pelo. En El ansia se le cae, en Laberinto lo tiene más erecto que nunca. Hay otras cosas, por supuesto, como el hecho de que Bauhaus –que le debe tanto a Bowie, y que tiene una versión de “Ziggy Stardust”– abra El ansia con su notable “Bela Lugosi´s Dead”, o que el bulto del rey de los gnomos esté un poco por fuera del cine infantil de los ochenta al que pertenece Laberinto. Pero obviamente el ejemplo más claro del vínculo personaje-actor-músico es El hombre que cayó a la tierra. Parco, de pelo naranja, el extraterrestre protagonista (su apellido terrícola es Newton) se comporta en ocasiones como una estrella de rock pasada de drogas, que es lo que Bowie era. Su embotamiento parece producto del alcohol y la televisión, las sustancias a las que se hace adicto mientras trata de conseguir agua para su familia alien. El tema de la droga viene a cuento siempre que se habla de la película porque fue durante su rodaje que Bowie inventó al Duque Blanco, y porque muy poco después grabaría su disco merquero: el estupendo Station to Station, cuya tapa es un fotograma de El hombre que cayó a la tierra. Que Newton se parezca a Bowie no le resta mérito a su actuación brillante. Tal vez pase lo contrario, porque bien puede ocurrir que hacer de uno mismo sea mucho más difícil que hacer de Santos Vega o Luis XIV.
El caso más hermoso –porque parece ser el más alejado de su imagen– es el de la extraordinaria Furyo (o Merry Christmas, Mr. Lawrence). Bowie interpreta a Jack Celliers, un oficial australiano detenido en un campo de prisioneros japonés durante la Segunda Guerra. Es otro extraterrestre, en cierto modo. En un momento desafina, en otro acepta no saber cantar, en el pasado alejó a su hermano menor de la música. Su arribo viene a poner en cuestión el orden, la disciplina y las tradiciones estrictas de la milicia del emperador. No porque haga algo en pos de eso, sino porque su presencia intranquiliza al hombre que más cree en esa cultura de la obediencia; el capitán Yonoi, que tiene a su cargo el campo de prisioneros. La perturbación que Celliers produce en el oficial japonés es tal que un soldado trata de matarlo sin recibir ninguna orden, porque no soporta ver tan caliente e inseguro a su capitán. Esta demolición del liderazgo alcanza a todo. Oshima filma los harakiris más sucios de la historia. Los muestra como ceremonias feas, desrromantizadas, alejadas de cualquier tipo de vínculo con lo sublime (justo lo contrario de lo que hará Paul Schrader poco después en Mishima). En el momento más genial de la pelíucla Celliers le salva la vida a otro prisionero dándole a Yonoi un beso en cada mejilla, que casi lo desmayan. Es absolutamente verosímil que ocurra esto, porque el que besa es Bowie.
Rock
1
Bowie ocupa en mi vida un lugar similar al que ocupan Borges, Aira, Spinetta, los Beatles, Hitchcock, Buñuel y Charly García. Son mis artistas-refugio, mis certezas inconmovibles, los que definen aliados. La confianza estética en el prójimo se mide así: no revelamos lo que nos conmueve (cuando lo que nos conmueve no es genéricamente conmovedor) sino a quienes consideramos nuestros hermanos. Es un gesto inofensivamente aristocrático. No degrada, no altivea. Solo deja ver afinidades. Pero si lo pienso bien, Bowie tiene un estatuto especial. No es tanto un músico de rock –que lo es, claro, uno de los más grandes– como una prueba de la existencia y el poder de renovación de lo bello. Bowie era como una película en la que en cada secuencia el protagonista fuera otro, sin cambiar el actor ni perturbar la cronología. Primero almacenero, después corredor de autos, después estatua viviente, después espía, después ladrón. Como Holy Motors de Leos Carax, que usó canciones de Bowie en sus anteriores y maravillosas Boy Meets Girl (“When I Live My Dream”) y la ya mencionada Mala sangre (“Modern Love”). La imagen retorna siempre: Bowie como mutante hermoso. El tipo que sin consignas nos dijo más que todos los otros. Que nuestra vida estaba en nuestras manos y en nuestros delineadores, que podíamos cambiar sin más razón que la alegría irresponsable de lo nuevo, y que ser siempre idénticos a nosotros mismos es menos una traición a cierto ideario estético con el que deberíamos comprometernos que un reverendo embole. Pegar un póster de Bowie era como colgar una ristra de ajo, solo que en lugar de protegerte contra los vampiros te protegía contra todos los mandatos de Lomismo. También pasaba con el Charly new wave. Yo los tuve a los dos juntos en la puerta del placard.
2
Hay un poema de Borges sobre Cervantes que dice en su segunda estrofa: “Para borrar o mitigar la saña / de lo real, buscaba lo soñado / y le dieron un mágico pasado / los ciclos de Rolando y de Bretaña”. Siempre me pareció genial esa frase: la saña de lo real. Borges le presentó batalla. Hitchcock también. La brújula que se cuela en la vajilla que recibe la princesa de Faucigny Lucinge, y que da inicio a la invasión de Tlön, podría funcionar como bandera. O la historia del muerto que aparece dentro de un auto que se acaba de ensamblar frente a nosotros, que Hitchcock le contó a Truffaut y que Spielberg filmó en Sentencia previa. Son afirmaciones absolutas de la ficción. Como la carta de Alejandro que llega al final de “La salud de los enfermos” o el paquete y el reloj que aparecen en el kiosco de diarios en El sueño de Aira, y que eran al comienzo excusas inventadas para buscar información.
Contra la saña de lo real trabajó Bowie toda su vida. Fue el músico de rock que más hizo por convertir eso que llamamos carrera en una obra de ficción. No fue el único, pero sí el más persistente. Con Bowie no había identidad que defender ni equivalencia que asegurar entre el escenario y la vida. Un show era una novela. Todo era artificio. En la tapa de Pinups Bowie tiene una máscara de Bowie. Es genial que el personaje de su primera experiencia como actor de cine (The Image, un cortometraje de diez minutos dirigido en 1969 por Michael Armstrong) sea la encarnación de una pintura. Un heredero pop de Oscar Wide, tal como sostiene Velvet Goldmine en su prólogo: eso era Bowie. Cambiaba el peinado, el vestuario, el maquillaje, la música. Lo único que permanecía firme era su belleza, y durante muchos años la gloria de su voz y sus canciones. Ese GIF que circula en Facebook, en el que vemos pasar sus máscaras a toda velocidad y podemos clickear para ver qué Bowie queda, una y otra vez, o jugar a que el destino nos diga qué Bowie somos, ese GIF hermoso resume en un juego sencillo algo increíble: una historia dedicada a liberarnos de la identidad.
3
Una de las cosas que más me gusta en la vida es la docencia. Mi tema es la literatura, que es sin dudas el tema más importante de la historia de la humanidad, junto con el cine y la música. Un día le dije a una alumna que la única remera de rock que usaría para dar clases era una de David Bowie. En realidad usaría muchas más (de los Who, de Spinetta, de Joy Division, de Michael Jackson). Pero imagino que para mí era como decir: acá, en el templo, donde todos los signos pesan el doble, me gustaría estar acompañado por el tipo que más hizo por enrarecerlos, y que en alguna ocasión me dijo, sin necesidad de declararlo: El arte es gratuidad, comunicalo así. Me acuerdo que una vez un alumno de doce años me dijo que los cuentos tradicionales decían siempre lo mismo: no confíes en extraños. Ese día aprendí los riesgos literarios del progresismo, y metí los libros de Paulo Freire que encontré en la biblioteca del colegio detrás de Canción de Navidad. Bowie me enseñó eso. Es mi pedagogo de cabecera. Supongo que el piagetismo está bien. Sé que Ziggy Stardust es superior a Introducción a la epistemología genética.
En fin.
Tuve discos y pósters de Bowie, pero no remeras. Eso hasta hace unos días, cuando la alumna de la que hablé antes (ya largamente ex) me regaló una genial hecha por ella misma, verde y hermosísima, con la tapa de Aladdin Sane, para que lleve a Bowie en el pecho, también del lado de afuera del corazón, y dé alguna clase acompañado por su imagen, ya que lo dije. Nadie verdaderamente importante en nuestras vidas se va sin dejarnos un tesoro que se renueva siempre. Bowie me regaló un montón de cosas, entre ellas la posibilidad de esta remera invalorable. Hay cosas que solo puedo decir con canciones de rock porque no hay otro lenguaje en el que puedan ser dichas. Esta emoción me la deja expresar Spinetta, y nadie más: David partió, y algo que noquea nos quedó aquí, como el speed de la luz.
(Actualización marzo – abril 2016/ BazarAmericano)