diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

logo.png

Editora

Ana Porrúa

Consejo editor

Osvaldo Aguirre  /  Irina Garbatzky
Matías Moscardi  /  Carlos Ríos
Alfonso Mallo

Columnistas

Ezequiel Alemian
/  Nora Avaro

Gustavo Bombini
/  Miguel Dalmaroni

Yanko González
/  Alfonso Mallo

Marcelo Díaz
/  Jorge Wolff

Aníbal Cristobo
/  Carlos Ríos

Rafael Arce
/  Ana Porrúa

Antonio Carlos Santos
/  Mario Ortiz

Javier Martínez Ramacciotti
/  José Miccio

Adriana Astutti
/  Esteban López Brusa

Osvaldo Aguirre
/  Federico Leguizamón

David Wapner
/  Julio Schvartzman

Valeria Sager
/  Juan L. Delaygue

Cristian De Nápoli
/  María Eugenia López

Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
/  Carlos Ríos

Ana Porrúa
/  Carlos Battilana

Adriana Kogan
/  Ulises Cremonte

Antonio Carlos Santos
/  Julio Schvartzman

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

Felipe Hourcade
/  Carolina Zúñiga Curaz

Juan Bautista Ritvo

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

David Wapner

Columna Barrofón
Mecanismos de sustitución en el país de los cuervos

Bajo el ala negra-gris, los monos

Me pregunta Pablo sí esa voz es de un cuervo.

Le confirmo que así es, terminamos nuestro desayuno en un bar de Jerusalen. Enseguida, el editor paga, y ya de pie, nos damos un abrazo, nos decimos “ya nos veremos en Buenos Aires”, o cualquier lugar, y nos separamos. Él vuela al día siguiente, yo me quedo con los cuervos. Conocerlos y tratarlos a diario es una de las mejores cosas que nos sucedió en Israel. Son, no tengo duda, los habitantes originales de este país, y no fundaron reinos, ni otras estructuras políticas, porque no la necesitaron. Cuando, hace decenas de miles de años, proveniente de África, pisó aquí la primer tribu de humanos, dio comienzo una cadena de sustituciones. A los cuervos, Barrofón, les da lo mismo cualquier primate parecido a nosotros.

 

Música desde el fondo del cuello

Palomas, torcazas y cuervos dominan, tercia el gorrión. Un día aparece la urraca, grita unas cuantas cosas, y el gorrión, tengo que decirlo, se apichona. Al barullo estacional de mirlos, colibríes, pájaros de canto, subyace el permanente, que no se inhibe ante nada, de graznidos, cloqueos, arrullos, más uno fijo, el mismo cada mañana, que atribuyo a una lechuza. Quien conozca como suena el rebuzno del asno o el berrido del camello, podrá imaginar cuales son las preferencias de la región.

 

Cualquier can es sensible y llora 

Decía este, y aquel también, y ese otro que veo cada tanto, que a tal hora vienen los zorros a buscar comida de la basura. Era verdad, yo los oía a eso de las 12 de la noche, a veces más tarde, y lloraban como perros, pero perros en extremo tristes. Mientras yo creía que esos llantos provenían de la perrera, a 500 metros en línea recta, no fallaban, a la hora exacta se hacían presentes. Luego de que estos vecinos, más conocedores y baqueanos que nosotros (uno es de Tucumán, otro vino de Quito, y así), nos desasnaran, los zorros cambiaron sus horarios, hasta que dejaron de venir. No se qué pensar, la única evidencia de la cual puedo agarrarme es que lo que yo creía sufrió una sustitución: los ojos se abrieron y la realidad se escabulló.

 

La bata ciega y su enjambre

Algo similar sucedió con otro bicho. De noche, en un árbol (muy alto para la media local), erguido junto el patio de juegos de un jardín de infantes, la cantidad de murciélagos superaba a simple vista a hojas y ramas. Durante el paseo con mi perra antes de irnos a dormir, nos acercábamos al árbol y yo apuntaba hacia arriba con una linterna. La luz generaba tal alboroto que me hacía sentir culpable y apuraba el paso para alejarnos rápido de allí. Pero cuando pasábamos por el estadio municipal en horas de entrenamiento nocturno, la nube de murciélagos que se formaba alrededor de las torres de iluminación parecía perenne. Iban, venían, iban, venían, en un vuelo de trayectoria paradójica, irregular y al mismo tiempo previsible. Un artículo en una publicación científica explicaba que los murciélagos de la especie que habitaba nuestro árbol se escondía en cavernas del desierto de Judea cuando hacía frío. Cavernas como heladeras. Pero, paradoja, en su proceso de hibernación, el metabolismo de los quirópteros, a diferencia de los osos.... Como si siguiesen la pista de este artículo, los murciélagos comenzaron a mermar. Como si se guardaran en una caverna, si no fuese verano, y en verano no hay necesidad.

 

Abbed sustituye a Abbed

Abbed puso su verdulería en el 2011, en un local que nadie ocupaba por años. Más tarde lo cerró, mudó la mercadería a otro barrio, pero más tarde volvió a abrir, por un tiempo, el suficiente para a acostumbrarse a comprar ahí. Hasta que volvió a cerrar, por un rato largo, y no supimos nada de él hasta que reapareció hace algunos meses, antes de las elecciones de marzo. Su esposa había estado muy enferma, contó, y prefirió que la tratasen en una clínica de Jordania, en donde fue curada del todo, y a un precio que es al décima parte de lo que le cobrarían aquí. Su hijo menor había viajado a Rumania a estudiar medicina y ahora el mayor era su ayudante en la venta de fruta y verdura. Tras las elecciones de marzo, Abbed desapareció, pero quedaron manzanas, naranjas, repollos y otros vegetales en el local y podía verse a través de los vidrios de la puerta cómo algunos especímenes se momificaban. Permanecieron así, durante mes y medio, sin modificar su aspecto, y sin producir olor. Cuando ya preocupaba una próxima invasión de ratas, volvió Abbed, triunfal, para desaparecer a los dos días. Quedó a cargo del local un amigo suyo, y luego un hijo de este. Abbed está bien, me dijo, puso verdulería en otra ciudad y esta nos la vendió a nosotros. Les deseé suerte, y prometí ser su cliente. Al día siguiente no abrieron, tampoco al otro día, y hasta ahora no volvieron.

 

El encantador de piedras que reptan

Cuando Abbed acondicionó su local por primera vez, encontró en el patio un nido de víboras. Eran venenosas y tuvo que llamar a la municipalidad. No me dijo si las mataron o las llevaron a un serpentario. No llegué a verlas, pero confié en Abbed, aunque muchas veces me mintió. Ahora, transcurre un verano feroz, el calor oprime tanto que produce alucinaciones. Pero ningún bicho intentó morder o picar, y tampoco a nadie de mi familia. Según las leyes del desierto, del verano entre piedras y arena, de la noche en la que apenas se respira, del Levante y su Arabia que llega hasta las puertas de mi casa,  Arad debiera estar infestada de serpientes, escorpiones y todo tipo de reptiles y animales de ponzoña.  Salvo un camaleón muerto, y algún otro bicho aplastado, nunca me crucé con alimañas. Y está dicho que nos rodean por todos lados.

 

El ojo de la aguja del camello

Un camello, sin manada, sin jinete, sin pastor, baja por la calle Hapalmaj, con la cabeza hacia adelante, nunca mirando al costado, como sólo saben hacer los animales, aquellos que no llegaron a ser nosotros, a pesar de nuestros esfuerzos, que ya llevan treinta mil años. Vive por aquí una secta que imita este comportamiento, sus acólitos van equipados con sombreros cortaviento y pensamientos fijos que apuntan un objetivo del cual no se les permite desviar. Cruzan la ciudad de a unidades, o parejas, o tríos. Van también en grupos que a veces son manadas. Llevan un radar en las barbas, o bajo sus sombreros o pelucas. Jamás se chocan con vecinos, nunca son atropellados por autos, mantienen una velocidad crucero que es difícil empardar. Los camellos se les parecen, aunque difieren de la secta en que, a pesar de mantener una disciplina de manada, incluyen individuos con tendencia a irse por los márgenes. Cuando el perfume a rumiante traspasa los límites del wadi, uno se acerca a ver cuán grande es la tropa que viene a pastar a orillas del barrio. Hoy son unos cincuenta, cuarenta y siete más o menos juntos, y otros que se separaron del grupo, y se los ve más abajo, cerca de la ruta que baja al Mar Muerto. Llega  el momento en que el resero, montado en una mula, ordena el regreso a la aldea. Entre protestas, las patas se van moviendo. Hay de todo: claros, casi blancos, color arena, avanzan, más o menos en fila. Allá al fondo, los tres rezagados hacen como que no se enteran. Sólo cuando la tropa matriz ya se alejó lo suficiente de ellos como abrir una luz que se mide en quince minutos, estas chicas y muchachos con giba reaccionan. Desandan el camino, no con apuro pero sí con algo de aprehensión. Siempre creí que los camellos tenían un sentido equiparable a un pájaro. Parece que no.  El almacenero Akram, que mira como desciende por el wadi el chico extraviado, y toma rumbo, en apariencia, al campamento de donde seguro vino, ve difícil que pueda llegar por sus medios. De todos modos, considera, su dueño lo va a buscar, vale mucho dinero.

 

La coda de los que cierran los ojos

Cuando pasan unos perros, como apuntó cierta vez mi amigo Pablo Cruz Aguirre,  “campeones del ladrido innecesario”, los cuervos reactivan los mecanismos de sustitución, más complejos hasta el infinito que aquellos que pueda pergeñar un artesano-especialista de la vanguardia.

 

(Barrofón Doblevé)

 

 

(Actualización septiembre – octubre 2015/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646