diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Una vez tuve una idea para una columna (o para algo informe que por descarte ahora llamo “columna”). Podría haberse titulado “La simplificación por olvido de películas malas que me gustaron”, pero el título ya era tramposo, porque en verdad nada tenía que ver con la ocurrencia borgiana. La idea era más bien la siguiente: tengo un recuerdo indeleble, y al mismo tiempo recortado contra un piadoso olvido (que actúa como telón de fondo), de películas malas, sobre todo de la década del noventa, que en su momento me gustaron. Lo interesante es esto: no es que haya vuelto a ver esas películas años después y ahora piense que son malas, sino que sencillamente el recuerdo que tengo de ellas me alcanza para saber que ya no me gustarían. Pero, al mismo tiempo, entiendo por qué me gustaron entonces o puedo recuperar, con conciencia pero sin distancia, ese perdido sabor. Dicho de otro modo: me recuerdo a mí mismo gustando algo que ahora no me gustaría y puedo retener, al mismo tiempo, mi distancia irónica respecto de esa tontería adolescente y mi cercanía estética a lo que en ese momento encontraba eco en mi subjetividad. Supongo que eso es lo que llaman camp.
La lista de esas películas serían (habrían sido) sobre todo de acción. Por ejemplo, Point Break, con Keanu Reeves y Patrick Swayze. Es la historia de un agente del FBI que se infiltra en un grupo de surfistas sospechosos de ser una banda de asaltantes de bancos conocidos como “los expresidentes” porque durante sus robos usan máscaras de Carter, Reagan, etc. Reeves es el agente y Swayze el jefe de la banda. Reeves se enamora del surf, de la chica (Lori Pety, una actriz intrigante, de una rara belleza y de un perfil muy generación X) y se hace amigo de Swayze (se puede hacer también una lectura queer, claro, como con “La intrusa” de Borges). Entiende que no se trata solo de un deporte, sino de un estilo de vida, rebelde, naturista y libertario. Swayze lo explicita en una célebre arenga: el robo de bancos es solo el rodeo ilegal de un modo de existencia que pretende sustraerse a la rutina y homogeneización del todo social (recuerdo claramente en el subtitulado de esa arenga que Swayze habla de los “ataúdes de metal”, refiriéndose a los yanquis atrapados en sus autos en los embotellamientos de tránsito). Como Herbert Quain, los guionistas echan a perder todo en el final, aun cuando la idea misma del desenlace era buena. Porque Reeves, que sale a dar caza a su amigo, y lo sigue hasta Australia (o Nueva Zelanda, da igual: Swayze raja de la policía a la vez que va en busca de la Gran Ola; la interpolación zen es, creo, deliberada y pudorosa), le dice, cuando lo encuentra, que surfea “every day” y en el penúltimo plano tira la placa del FBI a la mierda (al mar), con lo que el espectador “deduce” (¡guionistas mainstream permitiendo al espectador la deducción!) que la experiencia del surf lo transformó de cana pro-sistema en surfista anti-sistema (el título, tan comercial como sutil, alude de modo preciso a esa metamorfosis epifánica, corte Tadeo Isidoro Cruz o Droctulft, del personaje). Pero ese final se arruina porque Reeves triunfa venciendo a Swayze, aun cuando después, en el momento en que llegan los helicópteros y los otros agentes, lo deje ir, abriendo las esposas, para que tome la Gran Ola (los otros agentes dicen: “Lo agarramos cuando vuelva” y Reeves, ya lejos de ellos, como en un aparte, como para sí mismo: “No va a volver”; naturalmente, traduzco al argentino el subtitulado español, con palabras como “regresar” o “atrapar”).
Esta técnica del anacronismo camp deliberado puede ser llevada, claro, a la literatura. Libros que me gustaron en la adolescencia y que recuerdo con nitidez y oscuridad, libros que me impactaron gracias a cierta rusticidad o inocencia de mis competencias lectoras y que puedo recuperar ahora con perplejidad y ternura. No estoy seguro de haber ganado necesariamente algo en ese proceso de desencantamiento de la percepción estética de lo no estético (justamente, de eso se trata lo estético, ¿no?; hay ahí un “momento de verdad”, diría Adorno, que por supuesto, como siempre, y a pesar de la Vulgata, sabía bien lo que era el camp). Más en cuanto esa pérdida tiene la forma del formateo que proporciona la academia, aun cuando ese formateo se presente a sí mismo como la fuente misma de la creatividad y de la “lectura piola”. En todo caso, y siendo salomónicos, habría que hablar de pérdida y de ganancia (aunque esa consideración siempre me ha parecido tibia y aborrezco la lógica empresarial de los pros y los contras). Sea como fuere, ese proceso de pérdida de ingenuidad arroja un saldo de libros que festejo haber desacralizado y otros que lamento haber perdido. Además, como se trata de mi campo de trabajo, se plantea la demanda ética de la relectura, como para no hacernos de opiniones ajenas sin haber leído (o releído) para formarse su propio juicio (esto está en flagrante contradicción con lo que digo en otra columna sobre el derecho a opinar sin leer: habría que ir más lejos y ensayar una teoría que obligue a citar sin leer, en especial en los papers). Por ejemplo, haberme sacado de encima a Cortázar es una de las consecuencias de mi formateo que más agradezco a la lectura crítica y cultivada. Lo cual no está exento de inconvenientes: hace un tiempo quise leer alguna novela inviolada de mi biblioteca y me decidí por una de Néstor Sánchez (autor cuya obra ignoro con plenitud). Me tiré en la cama, abrí el libro y di con un epígrafe de Cortázar. Ya empezábamos mal. Leí no obstante las primeras páginas y seguíamos en lo mismo: no sé si contaminado por el epígrafe, pero enseguida palpé el estilo en el uso “vanguardista” de esa segunda persona (tan masculino, tan “Graffiti”, tan afantasmador de la mujer deseada: no sé por qué las jóvenes de hoy no perciben como repelente el tonito machista de Cortázar) y finalmente terminé devolviendo el libro a la biblioteca. Agarré otro nuevito, sin abrir, uno de Chejfec (“¿Acaso hay algo menos irreal que lo que nos imaginamos?”; el sabor borgiano-saeriano me lavaba las papilas gustativas, como tomar un buen café después de probar un bocado medio repugnante).
Lo que pasa es que lo rústico también tiene que ver con las lecturas de juventud y de niñez. Lo que celebro por Cortázar no tiene la misma solidez ni certeza con Sabato. Me pregunto si con él no se nos fue la mano, aunque más no sea por El túnel. Pero no, no es eso: ¿a quién le importa el canon? Bueno, a muchos. Por mi parte, “me importa un bledo”: la frase es de Juan Pablo Castel. ¿Por qué dice “bledo”? ¿Es el español rioplantense de la época o es una interpolación peninsular? (nota mental: buscar en Google). Tampoco es Sabato: es el pesimismo y la angustia existencialista de aquella época. En la descanonización finisecular de Sabato percibo una coherencia demasiado sincronizada con nuestro aire de época, afirmativo, eudaimonista, posestructuralista, nietzscheano, feliz. ¿Por qué el existencialismo está demodé? ¿Acaso los jóvenes ya no sienten angustia? ¿Qué pasa con la angustia en la Argentina a comienzos del siglo XXI? ¿Por qué no es más cool? El anonadamiento en la angustia puede ser tan perjudicial, entiendo, como su olvido, es decir, su represión. Es un poco como perder la muerte, como perder la nada. Lo menciono porque Blanchot dice que hemos perdido la muerte y es justamente Blanchot una de las referencias teóricas de esta era afirmativa, supongo que como posta a Nietzsche. La pérdida de la angustia tiene que ver con lo pos: porque también está demodé ir al psicoanalista y es cool ir al sistémico, al gestáltico, al chamán, al homeópata, al chino de turno, al instructor de yoga, al que hace constelaciones, registros akashicos. Lo que no impide que los psicoanalistas se multipliquen, pero también se aggiornen y no dejen de aclarar, como atajándose, que no son “lacanianos ortodoxos” (lo que quizás sea una redundancia).
Juan Pablo Castel. Recuerdo con felicidad (justamente) su odio, su misantropía, su iracundia (un energúmeno, como el autor de la novela), sus manías obsesivas (en ese entonces yo no las tenía y ahora sí: identificación tardía), su paranoia, su tristeza, su espíritu atormentado. Dicho sea de paso, en algún artículo crítico leí que alguien había reivindicado a Alejandra Vidal Olmos (de Sobre héroes y tumbas) por sobre la Maga cortazariana (que de maga, digamos la verdad, no tiene un pedo, salvo como resurrección fantástica de Nadja). Recuerdo (simplificado por el olvido) su estilo seco, la forma breve de nouvelle, su contradictorio pudor (ya que entra en tensión con la verborragia rabiosa verosímil en semejante protagonista), es decir, esos trazos dignos del elogio borgiano. Hago entonces el ejercicio: imagino El túnel escrita por Martín Rejtman. Sin existencialismo, sin estridencias, sin énfasis, sin rabietas, claro: pero no sin angustia. Rejtman, justamente, cuyas ficciones transcurren en los noventa, la década afirmativa, feliz, frívola, de la que heredamos todavía no sabemos qué pero ya sospechamos dónde.
(Actualización mayo - junio 2015/ BazarAmericano)