diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Un día leo en La comemadre, de Roque Larraqui: “Es claro que las palabras y las figuras tienen un propósito alegórico, lo que entorpece la belleza del conjunto”. Subrayo la frase y pongo en el margen un signo de admiración. Levanto los ojos. Veo un jardín en el que los hombres caminan repitiendo el título de las memorias de King Vidor: Un árbol es un árbol. Veo una Biblia con la cara de Buñuel, y un cuaderno de notas en el que un par de días antes de leer La comemadre escribí: ¡Viva El ángel exterminador!” Después salgo del ensueño. Me vienen a la cabeza un alemán con el tabique roto, un italiano con barba y sin bigote, Orson Welles, Kafka. Cosas del cine. Si pongo un poco de orden en este extravío, me digo, tal vez pueda escribir para Bazar.
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En 2003, Fred Kelemen fue al Bafici a acompañar una retrospectiva de su obra. Luego de la proyección de Nightfall (1999) en alguna de las salas del Hoyts un espectador preguntó por los símbolos y el director contestó casi ofendido que en su película no había ninguno. Cobarde o tímido, callé. Pero también yo los vi, y todavía hoy los recuerdo.
Nightfall trata de una ciudad en ruinas, de un universo en plena catástrofe espiritual. En el viaje por esa noche del alma una niña es asesinada y un cisne aparece lleno de petróleo. No puedo asegurarlo, pero imagino que a estos dos elementos se refería el espectador reconvenido, tan sobresalientes son. Kelemen –que filma todo con planos secuencia de indudable elegancia– no le pone obstáculos al enorme peso simbólico que la nena y el cisne arrastran consigo, no hace nada que nos permita decir, orgullosamente, que no tienen relación con la inocencia o la pureza liquidadas por el mundo infernal en que viven sus personajes (y tal vez también nosotros). Hace su descargo en la sala, en una situación especial que lo pone junto a su obra y delante de sus espectadores. Dice ahí: no hay símbolos.
Pero si yo pudiera volver en el tiempo, y volver en el tiempo me diera coraje, levantaría la mano y diría, con voz viril y sin micrófono: señor Kelemen, sabrá disculparme, pero debo decir algo a favor de mi colega espectador aquí presente: su película no pone sus elementos más peligrosos bajo control, no somete las connotaciones a un trabajo de demolición que le permita decir entonces, como ahora, en caso de pregunré[1], que ese cisne es solo un cisne y esa niña muerta solo una niña muerta. No señor. Usted trampea. Tira el símbolo en la pantalla y esconde la mano acá en la sala. Como su amigote Bela Tarr.
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Así que el espectador que preguntó por los símbolos estaba en su derecho. Distinto habría sido si se hubiera encontrado frente a una película de Buñuel, que sufrió demasiado la pulsión interpretativa que siempre combatió. En este sentido, El ángel exterminador (1962) es un verdadero manifiesto. La película trata de unos burgueses que no pueden abandonar la sala en la que están reunidos. Nada excepto la ficción se lo impide. No hay puertas ni paredes que les nieguen el movimiento, no hay traumas psicológicos ni hechizos. Cuando uno de los hombres descubre que nadie es capaz de pasar el umbral que separa la sala del vestíbulo les pide a sus compañeros una opinión sobre lo que sucede. La respuesta de una de ellos da una idea de cómo funciona la película: “La verdad no sé. Me parece inverosímil. O tal vez demasiado normal”. En otro momento alguien concluye: “En fin, que nada explica nada”. A pesar de insistir sobre la esencial opacidad de su película, Buñuel no dejó de recibir los embates de esas máquinas de producir sentido que son el psicoanálisis, el marxismo y la religión. A tal punto, que para su estreno en Francia hizo agregar este cartel: “Si el filme que van a ver les parece enigmático e incoherente, también la vida lo es. Es repetitivo como la vida, y como la vida, sujeto a múltiples interpretaciones. El autor declara no haber querido jugar con los símbolos, al menos conscientemente. Quizás la explicación de El ángel exterminador sea que, racionalmente, no hay ninguna”.
Pero Buñuel hace algo más que pedir con diálogos y carteles una tregua a la interpretación. La desafía. La atrae con paños rojos y le clava un garapullo. Nunca mejor dicho: la torea. La reunión de los burgueses es un hábito social interrumpido por el misterio. La fiesta que hace Buñuel mientras observa el comportamiento de sus personajes como un etnógrafo surrealista es un tren fantasma que pasa entre las interpretaciones sacándoles la lengua. Los marxistas, los cristianos y los freudianos no ponen en marcha sus certezas en el aire. La lectura de clase, la lectura religiosa y la lectura psicoanalítica están obstaculizadas por la película pero a la vez existen en ella señales en todas esas direcciones. Al hermeneuta cristiano lo convocan una calle llamada Providencia, un rebaño de ovejas y una iglesia en la que al final se repite el misterio de la casa. Al marxista, el dato irrefutable de que los encerrados son burgueses, y que su suerte no afecta a los criados (excepto al mayordomo, jefecito él), que por si fuera poco deciden abandonar la casa, en un claro ejemplo de independencia de clase. Al freudiano, por último, lo llama la alucinación de la mano blanca, que habla su idioma con una claridad de escritor clásico.
Buñuel es un comediante feroz: monta un italpark epistemológico en el que los grandes discursos de la interpretación se golpean entre sí como autitos (como autistas) chocadores, y nos invita a verlos fuera de control, aferrados a sus ídolos, convencidos y vacuos, disputándose como nenes malcriados unos signos admirablemente resbalosos. Es cierto que hay tonterías mayúsculas, como la interpretación comunista que recuerda Buñuel en Mi último suspiro, su hermoso libro de memorias, que vio en el oso que aparece caminando por la casa un símbolo del “bolchevismo que acecha a la sociedad capitalista”. Pero la radicalidad de El ángel exterminador pasa por otorgarle a cada intento de establecer un sentido, incluso a los de apariencia más sensata, una pertinencia semejante a la que rige la equivalencia oso-bolchevismo.
Ahora bien, Buñuel no era enemigo de los discursos que rechaza. Por el contrario. Siempre se mostró interesado en Freud, consideraba a Engels un autor importante y cuando podía recordaba sin furia sus años de educación religiosa. Sucede que creía antes que nada en la indeterminación del mundo, y que el cine era el medio más adecuado para tratar con ella. Buñuel sufrió a menudo el interés que provocaba. Produjo una disputa en torno de su cine porque todos creyeron que su cine les pertenecía. Los freudianos la pasaban bomba porque sentían que estaba de su lado, por algo había filmado tantos sueños y patologías (¡y hasta la subjetiva de una bragueta!). Los cristianos se ofendían por su iconoclastia o declaraban la secreta espiritualidad de sus películas. Los marxistas y los reformadores intentaban encontrar en esas obras tan sugerentes una crítica de las ideologías o, más a menudo, se enojaban porque Buñuel no ofrecía del pueblo miserable o de la burguesía más instalada en sus vicios y comodidades imágenes para ser procesadas por medio de esquemas simples. Buñuel conocía su Goya y su Valle Inclán, y fue con tono de capricho y esperpento que trató a unos discursos ordenados, salvíficos y en general poco propensos al humor.
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A pesar del cartel francés que mencioné antes, y que responde a un hartazgo similar al que llevó a Fellini a pedir que lo dejaran en paz con su Jung privado, y a Bergman a poner su propio cartel en Ni hablar de esas mujeres (“Los fuegos artificiales de la escena anterior no son simbólicos”), Buñuel rechaza el lugar común que dice que las grandes obras son infinitamente interpretables. Por el contrario, la libertad que nos permite El ángel exterminador pasa justamente por los estorbos que le pone a la interpretación, y por su derrumbe final. El encierro de los burgueses no se puede traducir por conceptos como pérdida de la función histórica de una clase agotada. El lugar en el que permanecen tantos días no es el purgatorio ni un diván comunitario. Una sala es una sala. Buñuel (no así Fellini, y menos que menos Bergman) promueve un cine simple pero virtualmente inaceptable: un cine drásticamente literal, sobre el que parece casi imposible hablar al menos que repitamos en orden lo que sucede, armemos grupos de elementos o midamos frecuencias, concediéndole todo el dominio a la descripción.
El ángel exterminador inaugura y forma parte de un grupo de películas notables, verdadero florilegio de la anomia y el fetiche. No son muchas. Pienso en Tamaño natural (1973) de Luis García Berlanga y en I Love You (1986), El hombre de los cinco globos (1965), Dillinger ha muerto (1969) y La gran comilona (1973) de Marco Ferreri. Podría sumar otras, menos destacadas, como El anacoreta (1976) de Juan Estelrich, Max, mon amour (1986) de Nagisa Oshima y El discreto encanto de la burguesía (1972) del mismo Buñuel, que bien puede entenderse como una variación francesa y academicista de El ángel exterminador: en lugar de no poder abandonar una sala, los burgueses no pueden cenar juntos. Todas estas películas trabajan de manera similar: presentan al comienzo un acontecimiento extraordinario (pero casi nunca fantástico), arrancado de cualquier vínculo de causalidad, y siguen sus derivaciones detenidamente, hasta que en determinado momento el pequeño universo ficticio implota.
Un acontecimiento puro, una disciplina para registrar sus pormenores hasta las últimas consecuencias, una progresión inexistente o debilísima. He aquí unas películas admirables, robustas, que luego de instaurar un universo absurdo o terminal buscan la manera de seguir adelante, inventando episodios entre el humor y la desesperación, desafiándose a sí mismas. Si se pudieran traducir al lenguaje comenzarían todas con una oración casi idéntica a la primera de La metamorfosis. Me permito intentar unas versiones. La de El ángel exterminador: “Un rato después de finalizada la cena, cuando se disponían a regresar a sus hogares, los invitados de Edmundo Nóbile descubrieron que no podían salir de la sala en la que estaban reunidos”. La de La gran comilona: “Aquel día, después de abandonar sus respectivos trabajos, Marcello, Ugo, Michel y Philippe llegaron a la casa que habían elegido para morir comiendo”. La de El anacoreta: “Once años atrás, Fernando Tobajas decidió quedarse a vivir en su baño”. La de Tamaño natural: “Un día, Michel se enamoró de una muñeca inflable”. (La de I Love You y la de Max, mon amour serían iguales, pero con un llavero y un chimpancé en lugar de la muñeca).
Se trata de películas kafkianas en un sentido mucho más radical (y mucho menos burocrático) que el que solemos encomendarle al adjetivo. No tocan temas presentes en la obra del checo (algo que Ferreri también hizo, en La audiencia) sino que ponen en práctica una de sus más hermosas enseñanzas: un mundo puede ser establecido en dos o tres renglones (planos, escenas): la literatura (el cine) consiste en sostenerlo. Cortázar siguió la lección en varios cuentos, esforzadamente. En forma hiperestilizada, se la puede hallar en novelas como La ciudad y El lugar de Levrero y Salón de belleza de Bellatin. En el cine aparece de manera tan precisa solo en las películas ya mencionadas. Libros y films funcionan igual. Convertido Gregorio en insecto, convertido el salón de belleza en moridero, tomada parte de la casa, vomitados los conejos, amanecido alguien en un lugar que no conoce, instalado Tobajas en su baño, reunidos el juez, el aviador, el cocinero y el productor televisivo para comer hasta matarse, enamorado el varón de la muñeca y la mujer del simio, atascados los burgueses en la sala, aparecida como por arte de magia la pistola del gángster, sucedido esto o aquello, lo que queda es afilar la mirada y describir.
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Las ficciones del kafkismo son reacias al contacto. Morosas, concentradas. Si el encierro es en ellas un motivo tan frecuente es porque les permite agotar pronto un repertorio y dedicarse después a anotar detalles y modificaciones. Una casa, una sala, un baño (siempre se puede restar: en el enorme caserón de La gran comilona todos terminan durmiendo en la misma pieza). O si no, unas rutinas estrictas, que ayudan a ahorrar espacios y peripecias, y a sacarle todo el jugo posible a la repetición. Tantas veces Gregorio sale o se esconde, tantas comidas prepara Ugo, tantas habitaciones hay en El lugar. Y entre esas cantidades: tales semejanzas, tales diferencias, tales combinaciones. Por supuesto, no es fácil mantenerse en la superficie: los acontecimientos extraños parecen estar siempre sobrecargados de significación. Un joven convertido en insecto, un industrial obsesionado con la cantidad de aire que puede entrar en un globo o con el arma de un delincuente, un grupo de burgueses encerrado porque sí, un galán enloquecido con su llavero. Ya se siente el rumor, como venido desde el narrador de La nariz, que no entiende la historia que acaba de contar: ¡algo debe haber en todo esto! Lo que entorpece la interpretación es la minuciosidad descriptiva.
En efecto, si la premisa estimula la búsqueda de significados ocultos (¿qué hay detrás de esto?), la descripción fortalece la letra, dota a las obras que profesan el kafkismo de una riqueza material que aturde los símbolos que las acechan. Es conmovedor seguir a Samsa-insecto: cómo baja de la cama, cómo disfruta los alimentos que su nuevo organismo requiere, cómo aprende a caminar sobre sus patitas, cómo abre la puerta de la habitación cerrada con llave, cómo intenta darse vuelta torpemente cuando la mala suerte lo pone justo delante del padre. Uno de los momentos más bellos de la historia de la literatura es ese en el que lo vemos disfrutar como un chico de su recientemente adquirida capacidad para caminar por las paredes. Gregorio es la cosa de La metamorfosis. Con el correr de las páginas no hay ya nada en lugar de Samsa-insecto, y menos que menos el significado que podría haber querido comunicar la transformación en bicho de un viajante de comercio. Lo mismo pasa con los globos que infla Mastroiani en El hombre de los cinco globos y con el llavero de I Love You. Tientan rápidamente a la interpretación y se fortalecen a medida que pasa el tiempo como globos y llavero.
Ferreri fabrica mundos específicos, tangibles. El auto viejo que Mastroiani encuentra en el caserón de La gran comilona no es un auto entre otros ni una mera representación de la sociedad industrial. Es el objeto de un vínculo y una descripción. Uno puede dedicarse a inventar categorías y enumerar. Por ejemplo. Cosas que Mastroiani le hace al auto: lo limpia, lo arregla, lo maneja. Posiciones en las que Mastroiani aparece cuando comparte plano con el auto: arriba, abajo, a cada lado. Cosas que Mastroiani hace (y cosas que le pasan) en el auto: trabaja, come, coge, muere. Pero si hay una película en la que la descripción minuciosa barre con todo esa película es la extraordinaria Dillinger ha muerto. En su momento Godard la felicitó por su evidencia, lo que no deja de ser un elogio enigmático. Pero quién sabe: tal vez pensara en su potencia literal. Dillinger empieza con un discurso marcusiano y concluye con una fuga hacia Tahití. Empieza en una fábrica y concluye en el mar de Liguria. Empieza con una máscara y concluye en la casi desnudez. ¡Qué fácil! Se trata de una crítica del capitalismo y del consumo y la reificación. Y sí, claro. Ferreri como cineasta de la anomia. El problema es que lo que pasa en el medio –¡ochenta minutos de un total de noventa y cinco!– excede largamente esta pequeña comodidad sociológica. Si la película solo quisiera la crítica su propio despliegue obstaculizaría su intención.
La mayor parte de Dillinger ha muerto muestra a Michel Piccoli en su casa, solo con las cosas. Nunca se lo ve angustiado, ni siquiera aburrido. Jamás toma conciencia. Ferreri filma secuencias largas, sin progresión, en todos los ambientes. El comedor, la cocina, la habitación de la criada, la habitación matrimonial, el estudio, el living, el balcón. En el lento recorrido del dueño por su casa, los objetos tienen tiempo de sobresalir: por su diseño y color, por la función que cumplen o por alguna extravagancia (un travelling por los frascos de condimentos, por ejemplo). Hay adornos modernísimos, hay cosas viejas que funcionan como adornos modernísimos, hay una verdadera antología de canales y aparatos de reproducción (una casetera, un proyector, un tocadiscos, unas cuantas radios, un televisor). Pero la cosa es obviamente el revólver que Piccoli encuentra en un armario, entre revistas y diarios viejos. Está ahí, sin razones ni compañía posible. Toda una aparición. Piccoli lo acepta como Gregorio su cuerpo nuevo. Lo convierte de cosa vieja y oxidada en cosa pop, y de cosa pop en arma nuevamente. La secuencia es genial. Descubre el revólver, le quita el material que lo envuelve, lo toca, lo observa, lo desarma, lo pone en un bol con aceite mientras cocina, lustra sus partes mientras mira imágenes en Super 8 de sus vacaciones, lo vuelve a armar, se lo lleva a la boca, lo pinta de rojo, lo cuelga para que se seque, le hace unos lunares blancos, le pone un tapón de botella en la boca, lo carga con unas balas que busca deliberadamente en el armario que se lo entregó, lo apunta contra sus diseños, contra sí mismo, contra unos cuadros, lo dispara contra su esposa, hundida en un sueño de somníferos.
Hay mucho para decir de Dillinger ha muerto. Por supuesto, los personajes de Ferreri tienen que ver con la sociedad opulenta a la que sus profesiones aluden. Por supuesto, están llenos y vacíos. Por supuesto, un tipo enamorado de un llavero invita a hablar del fetichismo, y un tipo exitoso que se arroja por la ventana o mata a su mujer, de la anomia. Como dice Levrero en La novela luminosa (Diario de la beca, septiembre de 2000, jueves 14, 02:23): buscar significados en las obras de arte es un poco zonzo, pero Godot no es un nombre entre otros, y si alguien quiere hablar de Dios, pues bien, derecho tiene. El tema no es ese. Podemos afirmar tranquilamente que a Ferreri le disgusta el mundo sobreintegrado de la Europa occidental de los años 60 y 70. Que hace películas relacionadas con la crisis de la civilización burguesa, por usar un lenguaje de su tiempo. Que Dillinger trata del pop y del 68 (igual que El hombre de los cinco globos, que es del 65). Pero así como es inútil y antiliterario sostener que la metamorfosis de Samsa está ahí para decirnos algo de su lugar en la familia y el trabajo, es inútil y anticinematográfico pensar que los globos que Mastroiani infla representan a una sociedad que produce y consume tanto, y a tal velocidad, que en algún momento acabará explotando. Por el contrario, lo que Ferreri hace es reforzar la materialidad del objeto. Eso que tiene Mastroiani no es un símbolo, es un globo. Suena como un globo, se infla como un globo, estalla como un globo. Por no hablar del arma de Dillinger, tan muda, tan incómoda y feliz. El objeto más puro de Ferreri.
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También Orson Welles tuvo su momento Kafka: El proceso, con Anthony Perkins, en el mismo 1962 de El ángel exterminador. A Peter Bogdanovich no le gustaba la película. No podía dejar de ver símbolos. En Ciudadano Welles, su libro de conversaciones con el gran Orson, hay unos cuantos diálogos ilustrativos. Bogdanovich: “Siempre tuve la impresión de que había que suponer que todo debía significar más de lo que realmente significaba”. Welles: “Solo significaba lo que se veía”. Bogdanovich, sobre una escena en la que una mujer arrastra un baúl: “¿no tiene algún significado especial en términos simbólicos?” Welles: “No. Excepto lo que es inmediatamente aparente” .Bogdanovich: “Quizás es una deficiencia por parte de los espectadores que van a ver a Kafka, en versión de Welles, con la idea preconcebida de que van a ver una película cargada de símbolos”. Welles, agudísimo: “Tampoco creo que Kafka estuviera interesado en los símbolos”.
El proceso no tiene relación con el kafkismo. Es como La audiencia: una adaptación. Pero el diálogo con Bogdanovich permite ver con claridad lo que Kafka puede darle al cine. Welles contesta como podría haberlo hecho Buñuel, de quien habla justo en el mismo capítulo en el que analiza El proceso (dice: es un cristiano que odia a Dios como solo un cristiano puede hacerlo). O como Kelemen, que seguramente estaría orgulloso de tener algo que ver con Welles. Como se dice: en lo blanco del ojo se parecen. También Welles es pesadillesco, también Welles filma la ciudad como si la ciudad fuera un espíritu anegado. O una tumoración. O un brote de angustia parda. Pero sus elementos más peligrosos son resistentes, opacos, nada que ver con nenas muertas o cisnes que agonizan. Bogdanovich: “¿Cuál era el significado de todas aquellas velas en el cuarto del abogado?” Welles: “Bien, hay todo tipo de detalles específicos, como esos millones de velas. Pero hay que ser lo suficientemente simple o, perdóname, lo suficientemente brillante para aceptar esa terrible cantidad de velas”.
Qué hermosa es la respuesta de Orson. Y quién lo hubiera dicho: qué ferreriana. Solo Kafka puede sostener encuentro tan extraño. También Ferreri podría haber dicho: hay que ser simple o brillante para aceptar que Piccoli haga las cosas que hace en Dillinger ha muerto sin pedir a cambio significados simbólicos, traducciones del estilo: sujeto deslibidinizado por la ultrasatisfacción mata en su esposa eso que lo une al sistema que lo mata. La macrosecuencia Piccoli hace cosas en su casa no ilustra el discurso marcusiano del comienzo. No dice y redice: reificación total, con ejemplos elegidos. Ocurre más bien al contrario. El discurso marcusiano resume todo lo que podríamos sostener en esa línea, vuelve redundante el comentario. El hombre unidimensional, el consumo, la industria, los medios de comunicación: el tema está bien cubierto por la propia película. Ir en busca de palabras de Marcuse es no ver el arma, su movimiento hermoso, su gratuidad. Ferreri lo sabe bien: no se filma para ilustrar nada. Lo que sucede en la casa durante ochenta minutos es otra cosa: kafkismo del mejor.
En Una cruza Kafka habla de un animal absolutamente singular, “mitad gatito, mitad cordero”. La descripción es maravillosa. En la ventana se enrolla sobre sí mismo y ronronea, en el campo corre feliz. De noche pasea por los tejados, odia las ratas. Huye de los gatos como cordero, molesta a los corderos como gato. Su rareza atrae la atención de los niños, que lo domingos a la mañana, cuando pueden visitarlo, formulan “las preguntas más inverosímiles”: si se siente solo, cuál es su nombre, por qué existe una criatura así. El narrador dice entonces lo que todos los libros y películas que abrazan el kafkismo sostienen con su ejemplo, lo que Welles le dice a Bogdanovich, lo que La comemadre afirma sobre su propia entidad literaria al declarar que un propósito alegórico entorpece la belleza. Dice: “No me tomo la molestia de contestar, sino que me reduzco a mostrar sin más explicaciones lo que poseo”. Un gato-cordero es un gato-cordero.
Lo dicen también en el jardín.
[1] Curioso género discursivo propio de los festivales de cine. Se lo conoce también como quiuanéi. O en su forma escrita: Q&A. O sea: Questions and Answers. O sea: preguntas y respuestas. O sea: pregunré, porque en castellano, con la excepción de GIT, los sindicatos y los partidos políticos, las sílabas se unen más naturalmente que las iniciales (por lo menos sucede así en esta ocasión: peierre o perre suenan horrible). El pregunré es siempre amable e infructuoso. Consiste, básicamente, en que el director de la película o alguna persona vinculada con su realización se presenta en el cine para hablar con los espectadores mientras suenan los pasos de los que se retiran y los encargados de la sala apuran a todos porque si no la función que viene se retrasa. El pregunré más memorable que recuerdo fue el que no cumplió Claude Lanzmann cuando en 2002 se proyectó su entonces último documental, el notable Sobibor, 14 octobre, 1943, 16 heures, en el teatro Colón de Mar del Plata. Apremiado tal vez por el tiempo, inexcusable, alguien que no olvidará ese día decidió prender las luces y cortar el tremendo cierre del film, en el que el director lee uno a uno, como en una letanía, los asientos contables de la masacre en Sobibor. Tal mes y tal año, desde tal lugar, tantos deportados. Durante nueve minutos. Con su característico vozarrón y su siempre atemorizante porte de cruzado implacable, Lanzmann acusó al proyectorista, al subtitulador y a todo el que anduviese dando vueltas por ahí de cometer un crimen contra su película. Se trenzó con los empleados del teatro y con una espectadora que intentaba calmarlo diciéndole que el mensaje se había entendido igual (lo llevo todavía en mis oídos, tronante: Mon film n’a pas de message!) y terminó envuelto en una demanda por agresión. (A propósito, si alguien está preocupado por el prestigio de Mar del Plata en el extranjero, le comento que en su libro de memorias publicado en 2009 – que no es ajeno a Argentina: se llama La liebre de la Patagonia y tiene un epígrafe de Silvina Ocampo – Lanzmann no dice nada del desafortunado episodio).
(Actualización noviembre 2014 - febrero 2015/ BazarAmericano)