diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En la iconografía literaria que acompaña y algunas veces refuerza la figura de un autor, dos o tres constantes alcanzan a cubrir casi la totalidad del particular subgénero fotográfico: la foto de escritores. Escritorios, primeros planos, patios, gatos y bibliotecas están presentes en la mayoría de los retratos que vienen a la mente al intentar un repaso de la galería de fotografías de poetas, narradoras, críticos y figuras literarias. También podemos agregar la foto de escritores en el rol de conferenciantes –muy comunes en períodos de feria del libro–, el registro fotográfico al recibir un premio o el menos frecuente, pero más interesante, subgénero de autores o autoras capturados en alguna tarea que por cotidiana y pedestre imaginábamos tan lejana al oficio que los caracteriza. Por estos días, mientras las fotos de escritores hablando en público se multiplican en diversos soportes, podría trazarse un recorrido literario en la ciudad de Buenos Aires entre la cuadragésima feria del libro y la inquietante muestra fotográfica sobre escritores e intelectuales que ofrece, en los recovecos de su edificio diseñado para un futuro que llegó hace rato, la Biblioteca Nacional.
Al imaginar las instantáneas que documentan la intimidad de un escritor, se revelan, en el retrato, dos muebles omnipresentes: escritorios y bibliotecas. Como si se tratara, y en efecto de eso se trata, de los dos extremos que exige el oficio, leer y escribir encuentran en esos mobiliarios su realidad más palpable. Ambos aparecen siempre al límite de su capacidad de albergar papeles, libros, imágenes, recortes o cualquier cosa que sirva para leer o escribir. Por eso, de las más de sesenta copias que conforman esta muestra todavía parcial del trabajo que Rafael Calviño viene realizando desde hace más de tres años por encargo de la Biblioteca Nacional, no sorprende que casi dos tercios incluyan en el cuadro al menos uno de esos muebles que parecieran confirmar, con su presencia en la foto, la profesión del retratado.
Los escritorios que aparecen, aquí y casi siempre, en las fotos de escritores están atestados de papeles, recortes, revistas o libros a medio leer, o por lo menos en proceso de lectura para extraer de ellos las citas, ideas o los motivos de un nuevo texto, el texto propio. En la mayoría de ellos, sean clásicos y señoriales escritorios o improvisadas mesas sobre caballetes, el lugar común es el desorden y la abundancia, condiciones que parecieran venir a representar la cantidad de trabajo que allí se realiza y aguarda ser terminado. En las bibliotecas que aparecen en las fotos –muebles predilectos de fotógrafos y autores a la hora de posar– la abundancia también está presente, pero algunas veces lo hace como desordenada acumulación inexplicable y en otros casos se presenta como prolija organización temática y a veces también cromática. Sea como paisaje borroso pero reconocible, como enorme pared de bibliografía leída o como fondo sobre el que se recorta la imagen de la escritora o el autor fotografiado la biblioteca de escritor casi siempre sale en sus fotos. Si tenemos suerte y el foco nos lo permite, podemos ver qué libros conforman las bibliotecas de nuestros autores preferidos. Desconocemos, por supuesto, la lógica intrincada y secreta que toda biblioteca encierra, pero nos encanta descubrir en ellas, quiero decir en la imagen, un libro que conocemos y mejor si también tenemos en idéntica edición. La pregunta que nos haremos es si su presencia, como la de todos los que salen en la foto, obedece a una casualidad o también se trata, como la foto misma, de una puesta en escena preparada para la ocasión del retrato.
En el reverso de estas imágenes de escritoras y escritores posando como guardianes de sus muebles más ilustrados, están las instantáneas de los autores escribiendo. No abundan, en ese sentido, las fotografías de escritores en plena faena. En primera instancia porque su existencia devela su condición de simulacro para la cámara. Las tomas más cercanas a capturar a un autor en acción son las fotos de escritores firmando libros, autógrafos o papeles que largas filas de lectores le acercan con ese fin. Pero aquí la espontaneidad queda relegada porque sabemos que aunque allí vemos a los escritores ejecutando, en cierto modo, el gesto que los define como tales, lo que vemos es otro simulacro: el de un escritor que firma, dedica o deja su autógrafo pero no está, como quien dice, escribiendo.
Antes que la simulación de la foto como si escribiera o el cálculo premeditado de la foto con biblioteca, prefiero aquellas fotos de escritoras o escritores en otras circunstancias que llamaría “cotidianas”. En esas otras imágenes en la que los autores fotografiados hacen “otra cosa” que escoltar una biblioteca, simular estar produciendo literatura o leer cómodamente, esas fotografías en las que cuidan de su jardín, toman un mate, descorren una cortina o lo que fuera que estén haciendo cuando la cámara ha bajado la guillotina del obturador para congelar ese instante, creemos conocerlas y conocerlos de un modo más terrenal y verdadero. Prefiero estas últimas fotos porque suelen decirnos algo más que la colección de clásicos o de libros en varias lenguas que logremos distinguir a sus espaldas.
Al salir de la muestra y retomar las calles otoñales, retengo en la memoria algunas de las imágenes de la muestra de Calviño que quiebran la lógica imperante para las fotos de escritores: perfiles inesperados, un escritor de espaldas pero perfectamente reconocible, las miradas a cámara o hacía algún punto fuera de cuadro, la ventana de una terraza o un rostro tramado por un mosquitero. Ninguna de las fotos que valen la expedición contiene bibliotecas ni escritorios. Recuerdo entonces que en mi caso, que no soy escritor sino apenas un lector, la primera vez que tuve que tomarme una fotografía para la solapa de un libro, elegí deliberadamente que no sea delante de ninguna biblioteca. No por prejuicio con el prestigioso género fotográfico que estoy comentando, sino porque mi primer libro fue imaginado y luego concretado como el lector que sí estoy seguro de ser. Y los lectores, a las bibliotecas, no solemos darle la espalda.
(Actualización mayo – junio 2014/ BazarAmericano)