diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

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Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Ausencias reales
La historia, el deporte y la literatura.

Desconozco el origen de la expresión “cine de calidad”. Recuerdo haberla leído alguna vez. Me pareció de lo más feliz: hace referencia a ese tipo de film comercial supuestamente “bueno”. Son películas para gente que no aprecia el cine como arte, pero cree que ve una buena película, en general con mensajes morales y emociones “profundas”. No vi La ladrona de libros, pero estoy seguro de que es una de esas. En general son de Hollywood, pero últimamente abundan las francesas, que son peores: el espectador se cree todavía más sofisticado porque encima la película es europea.

En fin. Es lo que pasa con La jugadora de ajedrez (Joueuse, 2009) de Caroline Bottaro. Dejo de lado sus defectos técnicos. Me quedo con la no deliberada inverosimilitud que logra: cualquier aficionado al ajedrez puede sancionarla. Ignoro si es pertinente que un marino juzgue Moby Dick, ejerciendo, como dice Borges, la policía de las pequeñas distracciones. Me basta constatar que ante una obra mala (que, cuando se quiere “buena”, es todavía peor: lo verdaderamente malo también puede ser arte) y demasiado enfrascada en su tema, el aficionado al asunto en cuestión percibe de inmediato el fracaso, no importa que no la juzgue como arte.

¿Por qué nadie habrá logrado filmar nunca una buena película sobre el ajedrez? (Si existe, nunca la he visto.) Un tema con tantas posibilidades novelescas. Lo cual me lleva a pensar en la literatura y solamente recuerdo un ejemplo: un cuento policial de Rodolfo Walsh, “Zugzwang”. Creo que lo leí en una antología. “Zugzwang” es una posición de ajedrez en la cual se produce una situación paradójica: uno de los jugadores, haga la jugada que haga, empeora su situación, de modo tal que le convendría pasar y que jugara el otro. Es paradójica porque en ajedrez, por concepto, una jugada más es siempre ventajosa. En el cuento de Walsh, dos jugadores mantienen una partida por correo. Cada carta es una jugada y la partida dura años. Es cierto que el ajedrez y el policial pueden relacionarse con facilidad, pero el cuento de Walsh no es el típico de enigma, ni hay pesquisa alguna. Entre los jugadores rivales existe un viejo rencor: el que está en el extranjero ha vejado de algún modo una mujer que el otro ha amado. El villano lleva al protagonista a la posición Zugzwang: sin salida en la partida, éste finalmente rompe la inmanencia del juego y derrota a su oponente fuera de ese contexto, asesinándolo. Ahora que lo pienso, parece una parodia de la historia que el narrador de “Guayaquil”, de Borges, le cuenta a su oponente: dos reyes que juegan al ajedrez y sus dos ejércitos que luchan, uno de los reyes gana y su ejército triunfa. En los dos, el combate ajedrecístico es el reverso o la expresión de la lucha real, pero en el cuento de Walsh el límite entre los planos se viola y un duelo interfiere en el otro. A decir verdad, la infracción es bastante borgiana (huelga decir que la historia de los dos reyes y los dos ejércitos es apenas una referencia del personaje del cuento; también, que Borges escribe extrañamente “el partido” en vez de “la partida”, como si se tratara de fútbol).

A falta de una buena película sobre el tema, me conformo con volver a ver un documental de media hora que encontré en youtube acerca del épico duelo entre Kárpov y Kaspárov. Su narrativa retoma el paralelismo borgiano: después de que los rusos dominaran durante medio siglo el ajedrez mundial, con campeones mundiales invariablemente de esa nacionalidad, Estados Unidos, que jamás había dado un ajedrecista de nivel, y que no tenía tradición en ese deporte, engendra al prodigio Bobby Fischer. Justo durante la Guerra Fría: muy oportunos. Fischer vence al campeón ruso, Boris Spassky, para vergüenza de la Unión Soviética. Pocos años después, cuando aparece en escena Kárpov, Fischer se niega a defender el título y lo pierde.

El documental cuenta la infancia dura y proletaria de Anatoli Kárpov, su innegable pureza rusa: encarna entonces, de modo natural, un símbolo deportivo del comunismo. Garri Kaspárov, que también tuvo una infancia penosa, nació en Bakú, Azerbaiyán, en ese entonces parte de la URSS, hijo de una armenia y un judío que murió cuando él era niño. Innegable modernizador del ajedrez, Kaspárov representa la Rusia por venir, la de la Perestroika. Como en la historia del cuento de Borges, Kaspárov vence a Kárpov después de un match interminable y prefigurador, el episodio deportivo del siglo, y poco después cae la Unión Soviética. La narrativa del documental nos depara, en el desenlace, una linda paradoja: Kaspárov, decepcionado con la nueva Rusia, se vuelve un férreo opositor de Putin y en 2007 va preso por participar de una manifestación. Kárpov va entonces a visitarlo, aunque no le permiten verlo, y cuando Kaspárov cuenta ese gesto, de parte de su enemigo deportivo con el que supuestamente se odiaban a muerte, la escena resulta muy emocionante. Es una emoción cursi, pero es la misma que el espectador idiota siente ante la película de calidad. Lo que me sorprende es que en este caso la historia no imita a la historia y tampoco imita a la literatura, sino al deporte.

Otra cursilería del documental es la afirmación de que el ajedrez es un arte. Es del tipo de disparate de “la cocina es un arte” o “la moda es un arte” (una colega mía, posmoderna de la escuela rosarina, lo afirma o lo afirmaba). Pero en el caso del ajedrez, tal vez yo coincido. Es verdad que una bella partida provoca en el aficionado un tipo de placer que podemos llamar estético. Alguien puede contestar que entonces la cocina o la moda también. De acuerdo. Pero ¿quién puede nombrar un gran artista que se haya interesado estéticamente por la moda o por la cocina? Yo puedo decir que tres genios de la vanguardia se interesaron mucho por el ajedrez: Borges, Schönberg y Duchamp. Los cuentos borgianos abundan en referencias, además de un poema que lo toma por tema. Schönberg inventó un ajedrez para cuatro jugadores: una vez el campeón del mundo Emanuel Lasker lo fue a visitar y Schönberg escondió el juego. Interrogado por un amigo, que lo alentaba para que le muestre su invento al gran maestro, contestó: “¿Estás loco? Lasker juzgaría mi ajedrez del mismo modo que yo una sinfonía que él compusiera.” ¿Y qué decir de Duchamp, que abandonó en parte el arte por ese deporte? En 1911 expone su tela cubista Los jugadores de ajedrez. Poco después, aparece jugando con Man Ray en la película Entr’acte de René Clair. En 1932 publica un libro de teoría del ajedrez, La oposición y las casillas conjugadas son reconciliadas. No lo leí y me pregunto qué vigencia ajedrecística tendrá. Probablemente ya no tenga ninguna. ¿Debería ser considerado parte de su obra? Habría que preguntárselo a Foucault.

 

 

 

(Actualización mayo – junio 2014/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646