diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Traducir un poema
por Circe Maia
Pensamos que este tema se encuentra en íntima relación con el que plantea la función de la poesía, pues esta o estas funciones dependerán de su naturaleza y no hay nada que haga más patente la especificidad del lenguaje poético que el esfuerzo de traducir un poema a otra lengua.
La primera necesidad es la de clarificar conceptos; la misma palabra “traducción” es engañosa, al suponer la idea de trasladar algo de un lado para otro, algo que sería el poema mismo de un idioma a otro y naturalmente esto no tiene sentido. Hace mucho que sabemos que el sentido de un poema no es independiente de su expresión sonora y rítmica, y cada idioma posee un sistema propio, tanto de significados como de significantes.
Con exactitud, no significan lo mismo las palabras en uno y otro idioma puesto que las constelaciones semánticas son diferentes y son ellas las que dan realidad a los términos de cada lengua.
¿Qué puede querer decir entonces: “traducir un poema”? Se puede adoptar varios criterios. El propio traductor puede empezar convencido ya de antemano de la imposibilidad de su tarea y aceptar, como Heine y como Eliot, que lo “esencial” va a quedar sin traslado posible. En cierto sentido, claro, tiene razón, no sólo lo esencial sino también lo accidental: nada se traslada realmente. El poema traducido va a entrar inmediatamente en conexión con su propio entorno de sonidos y sentidos, es decir, los propios de la lengua en que está ahora escrito. La cuestión se vuelve de palabras: ¿lo seguiremos llamando el mismo poema? Naturalmente, no es lo mismo, pero ¿no procede acaso del otro? Sí, efectivamente, procede del otro; el original es su fuente, su modelo, el punto al que vuelven permanentemente las miradas del traductor, a cada paso, mientras está haciendo la traducción. Y del lector también, en cuanto puede ponerse en contacto con el original, y, por poco que conozca de la otra lengua ¡ya va a encontrar los defectos de la traducción! Otra vez el prejuicio de buscar lo que no se puede encontrar, o sea, una equivalencia absoluta.
Pero también hay prejuicio en la posición opuesta: la de considerar los universos culturales tan autárquicos, tan autocentrados que toda conexión entre ellos sería en el fondo ilusoria. Un pesimismo total coloca aquí la tarea del traductor “bajo el signo de Judas”, como dice el escritor y traductor brasileño José Paulo Paes, recordando el conocido “traduttore tradittore”.
El mismo autor citado, Paes, busca comparaciones con lo que ocurre nada menos que en las ciencias llamadas exactas.
Tanto en matemáticas como en física se habla de equivalencias sin que se trate jamás de identidades. Un rayo de luz no sigue idéntico a sí mismo al pasar a un medio de diferente densidad, del aire al agua, por ejemplo. Todos conocemos el fenómeno de la refracción de la luz. También una expresión lingüística se “refracta” al pasar de un idioma a otro, cambia de orientación, su dirección es diferente, pero es una prolongación de la anterior.
Las traducciones “prolongan” entonces, la resonancia de un poema, no llevándolo en alma y cuerpo a otra lengua, cosa imposible, sino sirviendo de modelo originario a una tarea creativa que no es desdeñable.
Otro punto que querría tratar es sobre las afirmaciones del gran lingüista Roman Jakobson a propósito del lenguaje poético y del literario en general. En este último, el material de la comunicación –el significante– pasa a primer plano: la literatura no trata más que de ella misma, sus textos existen por referencia a otros textos y no por un referente externo. Muchos escritores, franceses e italianos sobre todo, han participado con entusiasmo de esta posición. Las palabras no son un vidrio para mirar a través de ellas, sino que ellas mismas, las palabras, constituyen el ser mismo de la poesía. Esta es, por lo tanto, “autoreferente”.
Desde varias tiendas se proclama “la muerte del autor”, en el sentido de que no debe interesar para nada lo que él quiso expresar, por ejemplo.
Como enfoque metodológico, para un estudioso, para un crítico, el centrarse exclusivamente en la intertextualidad es un enfoque posible y aun deseable en ciertos casos.
Para el escritor, en cambio, ¿qué sentido tiene esta posición? Él no puede sentirse sumergido sólo en problemas lingüísticos. Lo que él crea surge de experiencias ajenas que aparecen como “lo otro” frente a la palabra y es de esta tensión que surge el poema.
El poeta está siempre, al crear, como enfrentándose con algo que no es palabra y que se le resiste. Aquí hay un problema de “traducción primaria”, podríamos decir. La otra, “la secundaria”, también obra de modo parecido, por estar el poema original dentro de un sistema lingüístico diferente, también aparece, para el traductor, la sensación de estar luchando contra algo que se le resiste, que le es “ajeno” y a lo que debe volver sus ojos a cada momento.
También el que crea vuelve una vez y otra vez sobre lo escrito, tacha y corrige porque lo que ha escrito no expresa todavía “eso otro” que se trata de “domesticar” hacia el campo lingüístico, pero que continúa muchas veces punzando, latiendo, inexpresado. El poema final es el resultado de una batalla que queda muchas veces indecisa.
Lo central sigue siendo el problema de la comunicación. Su transparencia significa su cualidad de puente, de permitir el paso, el acceso. Claro que la transparencia no tiene por qué ser la de un contenido conceptual; en algunos poemas de Trilce, por ejemplo, Vallejo parece cerrar las puertas de la comprensión intelectual pero abrir las de una intensa comunicación afectiva.
Nadie lee un poema, por más que disfrute de rimas y sonidos sin que de alguna manera sienta que esas cualidades formales le permiten acceder a algo que no son ellas mismas.
Es cierto que se puede decir que el efecto poético es un “efecto de diferencia” pero ese efecto desaparecería si no estuviera sostenido por la comprensión común de los términos. La nueva organización de las expresiones lingüísticas, al crear ciertos factores de verticalidad en el poema, a diferencia de la prosa, que marcha horizontalmente, hace aparecer el nuevo significado sobre el “fondo” del lenguaje común; no se independiza de él.
No hay una vuelta, un “enroscamiento” del significado sobre sí mismo. Esto no es posible.
Queremos, entonces, que se deje a la poesía su carácter de ser comunicación, puente, puerta de acceso a la experiencia humana, aunque estas expresiones sean naturalmente metáforas.
De cualquier manera la metáfora misma es una especie de choque de un metal sobre otro –lo real por un lado, lo lingüístico por el otro– choque del que salta, a veces, esa chispa que llamamos poesía.
Quisiera, para terminar, contagiar a mi auditorio del entusiasmo que se ha apoderado de mí al traducir poesía neohelénica a nuestra lengua. Los grandes nombres contemporáneos de Kavafis, Seferis, Elytis y Ritsos son ejemplo de una poesía universal, escrita en una lengua parecida a la nuestra, aunque no lo parezca a primera vista.
No sólo los sonidos, los fonemas de la lengua griega son similares a los del castellano –con vocales claras, no cerradas ni guturales y con consonantes no explosivas; además, el ritmo de la frase, el fraseo silábico, es parecido al de nuestra lengua.
Llevando más lejos todavía la comparación, podemos notar la semejanza de los esquemas mentales, las maneras de preguntar, los usos metafóricos, los diminutivos.
No sentimos que llegamos a un lugar exótico, por la diferencia de los signos gráficos, sino que se enriquece nuestro acervo de poesía en lengua castellana cuando se logra como poema en nuestra lengua la obra de los autores mencionados.
(Fragmento de una conferencia inédita dictada en la Universidad de Lima, Perú, en 1994).